Balada de la cárcel
La cárcel huele a amoníaco, y las dignas autoridades, con el ceño a media asta, muy cuadradas de sisa, están sentadas en sillas de tijera ante el altar en un cruce de galerías que sirve de capilla. Dice la misa un cura contratado para la fiesta, asistido por don Frutos, antiguo capellán de esta prisión, y un grupo de presos con guitarra, como un coro de ángeles ratoneros con barba de tres días, en torno a un armonio de cabaré, canta con mucha unción esta letrilla celestial: Tú, que todo lo puedes, mi dueño y Señor, / ten piedad de mí, / la libertad yo te pido; / dejar el camino que me trajo aquí. / Prometo ser honrado, / olvidar el pasado / y ser digno de Ti. / Un mal paso en la vida / cualquiera lo da./ Bastante arrepentido estoy, / no volveré a pecar, / porque cansado estoy de sufrir. / Virgen de la Merced, / aunque delincuente, / también tengo fe . El recluso que más se desgañita, con voz de barítono, ha violado a todas sus hijas, y el que hace el dúo se ha llevado a un prójimo por delante con una escopeta de cañones recortados. El resto de la escolanía también se ha pasado lo mejor del Código por la entrepierna, aunque ahora tañe el dulce caramillo en esquijama. En lo alto del fanal, en medio de una luz harinosa de claraboya, hay un gran Cristo horizontal, suspendido en el vacío con hilos de marioneta.Muy elegante de brazos, el cura predica la homilía en honor a Nuestra Señora de la Merced y los presos le escuchan con cara de mosquita muerta. Les cuenta que esta Virgen fue en su día especialista en redimir cautivos de los sarracenos y les quiere con amor de madre. En primera fila está el legionario prófugo, como un devoto feligrés, con la muñeca vendada. Se ha cortado las venas, se ha tragado veinte aspirinas en ayunas, hace siete días que no come nada y en los ojos ligeramente desvariados le brilla la fe pura del suicida. ¿En qué piensa? Tal vez en que el sarraceno es hoy ese señor de barba laica, director general de Prisiones, que se halla sentado en una silla de tijera presidiendo la ceremonia rodeado de otras dignas autoridades. Al capellán don Frutos se le ve ensimismado en la plegaría, y el silencio de la consagración lo corta de pronto un terrible golpe de reja seguido de un chirrido de cerradura oxidada, y el pasodoble España cañí llega entonces desde el fondo de una galería. Ésta es la cárcel provincial de Tenerife, donde se celebra la festividad de la patrona.
Después de la misa, el director general, acompañado de un séquito de funcionarios, abriendo leoneras con llaves de un kilo de peso, inspecciona el penal hasta el último rincón bajo un agrio olor a urinario desinfectado con zotal en homenaje a la Virgen de la Merced. Recorre los distintos jaulones, locutorios, comedores y dormitorios llenos de humildes camastros, y luego la comitiva sale a un patio que tiene palomas encima de las tapias y cuerdas de presos dando vueltas abajo, o espatarradas a la sombra, o tiradas en una manta jugando a los dados. Un penado grandullón, de cabeza blanda y rapada, apodado Palmera, se acerca al director general con gritos y melindres de loca.
-¡Papi! ¡Papi!
-Hola, ¿cómo está usted?
-iHuuuy! ¡Qué simpático es este hombre! ¡Me lo como!
-Anda, pórtate bien -le suplica un celador.
-¿Qué pasa, tío? Este señor es mi padre y quiero darle un beso. Mira: muuá, muuá.
El recluso Palmera tiene la fuerza de un búfalo psicópata, cosa que ha acreditado algunas veces. Puede arrancar una puerta con los dientes, y su devoción consiste en matar guardias. Es un homosexual esquizofrénico con un vendaval dentro del cráneo esquilado, pero hoy por la mañana le atraviesa el cerebro una hora de ternura. Se postra a los pies de Martínez Zato, le agarra ambas manos de un zarpazo y le lame el dorso con la lengua gorda en plan vacilón. De repente, este penado le ha tomado un cariño inmenso al director general. Le quita amorosamente un pelo de la solapa y lo sopla en el aire. Ahora le quiere regalar un pichón. Las recias paredes de este corral, cruzado por un tendedero con una colada de calzoncillos, albergan a un centenar de mozalbetes tatuados con hembras e inscripciones de amor o de furia en los muslos, en los brazos y en el pecho.
-¿Y tú, qué has hecho?
-Nada. Un colega y yo íbamos sólo por el dinero del tío. Estaba con la novia en el coche. Entonces ella se abrió de piernas y dijo: "Vayan pasando".
-¿La violaste?
-A ella le gustaba.
-Y qué.
-Me quedan veinte años de talego.
El mundo está lleno de placeres y máquinas, de mujeres mórbidas, de escaparates y policías, y algunos buenos chicos tienen la tentación de alargar demasiado la mano o de entrar en ese paraninfo de brillantes cacharros con una pistola roñosa. Aproximadamente son estos muchachos que ahora darán vueltas en bañador, con la pelambrera hasta las paletillas, durante un par de décadas, por este corralón. El muro del patio es un horizonte de 30 años y en él ha escrito alguien un pensamiento de alquitrán: "Menos porras y más porros". La libertad es tan sólo un poco de mierda. Por otra parte, la vida de estos presos es una lenta e inexorable destrucción. A las siete de la mañana, un celador toca el pito, ellos saltan de la piltra y ya no tienen nada más que hacer en lo que queda de siglo sino dar vueltas obsesivas dentro del aljibe del patio, despiojarse al sol, conseguir una navaja para erigirse en rey de la galería, sentarse en una butaca desventrada delante del televisor, ametrallar con esperma el cartel de una mujer desnuda clavado con chinchetas en la pared de la celda, jugarse a los dados unas colillas de marihuana y soñar que uno va de duro libremente por las calles de Manhattan. Pero hoy es el día de la patrona y el caserón penitenciario de Tenerife ha sido fregado hasta el más recóndito entresijo, la sordidez tiene un brillo de amoníaco, los inquilinos parecen contentos porque se zampan un rancho doble, según las ordenanzas; por la tarde vienen mariachis y un conjunto músico-vocal formado por cuatro chicas portuguesas que pueden echar sus muslos a los leones; mañana se celebra un combate de boxeo y el calor subtropical enciende las claraboyas enrejadas.
El cuarto del amor
En este momento, el director general inspecciona un cuartucho cegado donde los presos pueden celebrar la cópula una vez cada quince días durante una hora con su pareja oficial, ya sea legítima, barragana o querida simple si llega acreditada con una póliza. Allí hay un catre de hospicio, un cartel de turismo en el tabique y un retrete. Ahora el séquito de altos funcionarios entra en cocinas y pasa revista a las perolas. El director general, con gesto de coronel paternalista, prueba el menú de la onomástica. Entremeses variados, arroz con cigalas, pollo en salsa, vino, tabaco y pasteles.
-¿Y tú, qué, muchacho?
-Yo, aquí, esperando la reforma del Código.
-¿Qué te ha pasado?
-Nada. Me quedan 28 años por delante.
Es un hombrecillo blandorrín, regordete, con bigotillo y gafitas de oficinista, en pantalón gris y camisa blanca planchada, uno de ésos que podría acercarse a ti sonriendo para venderte un seguro de vida. Cogió a dos chicas en el coche y se las llevó al monte. Con una frialdad llena de rigor acuchilló a la primera hasta la muerte mientras la violaba. La segunda se salvó por los pelos. Escapó sangrando por un barranco. El grueso de este regimiento está en la cárcel por robo en todas sus modalidades y fantasías. La mayoría son jóvenes, incluso adolescentes con acné y pelusilla, enganchados en la droga, especialistas en el tirón, en el atraco a farmacias, estancos y tiendas de comestibles. También hay viejos que han firmado 70 talones sin fondos; aquí habita el último conmutado de la pena de muerte gracias a la Constitución; hay un abuelito ciego en un rincón de la enfermería; se ve a un profeta de barba bíblica que descalabró de un cabezazo a un guardia civil; en una terreza pasean un epiléptico, un depresivo profundo, diversos internos con úlcera y otros lastimados con navaja. Abajo, en el patio, el recluso Palmera, hombretón rapado y de mucho peligro, ha sacado finalmente un pichón del palomar, lo acaricia con mimos de loca con una zarpa muy ruda y se empeña en regalárselo al director general en prueba de cariño.
-Cójalo usted -le dice un funcionario. -Gracias, muy amable.
-A éste no hay que llevarle la contraria. A las cinco de la tarde hierve la prisión en el ámbito de la capilla. En el tingladillo del altar cantan los mariachis, y la parroquia carcelaria, sentada por riguroso escalafón, se comporta con la educación de unos chicos de colegio de pago. Al espectáculo musical asisten también las reclusas del pabellón de mujeres, muy acicaladas de aguamarinas, con coloretes de amas de casa, aunque sin carrito para la compra. En el humaderón de la capilla de esta cárcel sólo aparecen siluetas biseladas, imágenes de rostros irreales caídas en la trampa de la existencia. Uno puede pensar que el crimen es sólo una desgracia, una ceguera de pólvora, un juego resplandeciente de cuchillos que ha salido mal. Pero ahora saltan a escena cuatro portuguesas disfrazadas de trogloditas, con harapos de napa, exhibiendo sus piernas de tintorera. Los hijos predilectos de Nuestra Señora de la Merced rugen, escupen de plácer contra el friso de occipucios de la fila de autoridades. Las chicas vacían contra la delirante clientela, a oleadas, unas pelvis llenas de rock semiduro. Unos gritan, otros parecen alelados y algunos contemplan únicamente a las hembras portuguesas con mirada de gato excitado. La olla está a punto de estallar. No estallará hasta mañana.
Al día siguiente, en la prisión de Tenerife se monta un combate de boxeo. El héroe del establecimiento es Toyi Castro, un conjunto de músculos terroríficos, de 23 años, 90 kilos en canal y dos décadas de condena por robo, que sintetiza en la pegada mortal de su puño todas las frustraciones de este pozo de mierda. Su contrincante es el murciano Ortega Chumilla, campeón de España de aficionados en la categoría de peso pesado. Bombos, platillos, pancartas, aullidos fervientes, las autoridades bajo las cuerdas, una monja, el cuarteto músico-vocal de las fieras lusitanas, las reclusas del pabellón de mujeres, viejos celadores jubilados, el capellán don Frutos, representantes del cabildo, el director general, policías, funcionarios, fiscales, jueces, reclusos en estado de éxtasis, un travestido con bucles de oro; todo eso forma un hervido alrededor del cuadrilátero. Primero se pegan los teloneros con boxeadores de Las Palmas. Francisquillo, un preso con cara de apache; el coreano Boki, un buen chico que tuvo la mala suerte de degollar en una pelea al patrón del pesquero con un gancho de colgar merluzas porque le robó nueve meses de sueldo que quería mandar a su madre; el interno Fermín, un joven ya rehabilitado en régimen abierto. Pero el instante de la venganza llega cuando Toyi Castro sube a la lona con sus dos misiles tierra-aire bien enguantados y una mariposa tatuada en el fibroso solomillo. A este fragor colectivo los griegos lo llamaban catarsis, un don de Dionisos. El puño de este presidiario resume toda la pasión colectiva. La catarsis se resuelve en un segundo con un cañonazo de su zurda. La mole de Chumilla se derrumba con los ojos en blanco, y los presos arman un motín de abrazos, lágrimas; asaltan el cuadrilátero, besan a los funcionarios, y por un momento en el laberinto de gritos son libres. Mañana seguirán dando vueltas infinitas dentro del pozo; pero hoy un compañero, con su pegada resplandeciente, les ha salvado. Los habitantes de la prisión de Tenerife, incluyendo a su director y a los funcionarios, me han parecido gente encantadora. En la cárcel también hay algún magnolio.
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