La viceguerra del catecismo
En el capítulo IX de la segunda parte del Quijote se lee:"Con la Iglesia hemos dado, Sancho".
"Ya lo veo", respondió Sancho, "y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura".
Estar con la Iglesia parece ser el sino de cualquier intento, por tímido que fuere, de ajustar el reloj de nuestra paciente sociedad española a un horario moderadamente alejado de los tiempos y los usos de Trento. Los gritos de guerra santa contra la herejía y las acres exigencias de excomunión fueron marcando aquel episodio teñido de surrealismo que fue la ley de divorcio, defendida a cara de perro por los progres embutidos en la UCD. Nadie con una mínima conciencia, o tan sola una mera curiosidad de lo que sucede en Europa, podía asistir a aquella polémica sin sonrojo, y hasta el propio partido centrista pagó de forma exageradamente cara sus osadías y atrevimientos. Ahora la Iglesia carga de nuevo con su caballería porque el Gobierno se resiste a admitir el que a los niños de los colegios se les enseñe que el aborto es un crimen contra la humanidad.
Si la contemplación de la historia de España ha de servirnos para algo, debemos empezar a temer por el equilibrio y aun por la supervivencia política y administrativa de un ministro que, entre otras cosas, ha logrado sacar adelante una ley para la universidad, al margen de que pudiera considerarse más o menos acertada y mejor o peor gestionada. El dar con la Iglesia es algo tan serio y solemne que, en el momento en que escribo estas líneas, ni siquiera el resto de los compañeros de gabinete de Maravall ha osado probar a hacer suya la decisión de oponerse al catecismo de los obispos. Y la derecha histórica, con esa hábil oportunidad -también histórica- que tiene para interpretar los conceptos, lanza a los cuatro vientos sus más fieras acusaciones de totalitarismo. Cualquiera que haya ido, como yo fui, a un colegio religioso sabe muy bien qué es eso del totalitalismo y aquello otro de la enseñanza, pese a que ahora resulte que lo dictatorial es el oponerse a que se manipule la educación.
En el fondo, ¿qué es lo que se encuentra en litigio? Pues nada menos que el derecho y la buena intención de un Gobierno elegido en las urnas y con todas las legalidades precisas a cambiar las normas, leyes y criterios éticos presentes en la sociedad; y el que pretenda que tal cosa pueda hacerse dejando las manos libres a los educadores de los niños del país, de una cumplida multitud de los niños del país, o es un ingenuo o tiene mala intención, porque lo que se aspira a hacer no es censurar lo religioso sino defender lo civil. Un catecismo no es tan sólo una norma interna para uso de creyentes, sino que también puede ser un arma arrojadiza con la que se ensaye a acusar a los abortistas de criminales y, en consecuencia, a descalificar como delictiva la aprobación por el Congreso de la oportuna ley. Y ya que viene al caso -y aunque no viniere-, también puede servir de medio para proclamar como criminales otros supuestos y situaciones: la nacionalización de los bienes privados, la exigencia de elecciones libres, la erradicación de la censura en la Prensa y el cine o la militancia en determinados partidos políticos. Y quede claro que no estoy planteando posibilidades teóricas sino ejemplos históricos. Pretender que el Gobierno y su poder han de permanecer al margen de tales iniciativas resulta pintoresco y hay ocasiones en que el pintoresquismo esconde bajo su manto otros muy distintos tipos de propósitos. Pienso que, en realidad, lo que se está discutiendo es el tema de la enseñanza religiosa y privada frente a la oivil y pública.
Por desgracia, España está metida en una alternativa difícil de resolver entre ambas posibles enseñanzas, porque frente a la omnipresencia de los colegios de religiosos no hay unos centros privados y laicos capaces de imponerse como contrapartida. Eso es consecuencia, como tantas y tantas otras cosas, del medio siglo largo que llevamos de retraso histórico, y de ahí que se nos planteen situaciones inconcebibles, por ejemplo, en el mundo anglosajón. El hábil sofisma consiste en identificar los intereses de los colegios religiosos y los colegios privados por la vía ciertamente pragmática de entender que casi todos los centros privados lo son también religiosos. La enseñanza estatal puede esgrimirse, así como la alternativa en forma de monstruo soviético que nos remite al gulag y las checas: el Estado es el Leviatán de Hobbes y sólo los colegios privados podrán salvar a nuestros hijos de sus fauces devoradoras, por medio, eso sí, de un catecismo con no más que leves críticas al propio Estado. En tanto que la firmeza y aun la prepotencia de la Iglesia no parecen tener fin conocido, la operación arranca con el aborto, pero puede seguir por otras vías de imprevisibles alcances: la Constitución atea, el sistema diabólico, etcétera. No hacen falta grandes dosis de paranoia para atribuir a la jerarquía eclesiástica las arrobas de maquiavelismo de las que tantas veces ha hecho ejercicio y gala. Puede ser que san Agustín insistiera en la doctrina de los dos Estados, pero lo que resulta indudable es la habilidad de la Iglesia para moverse con facilidad en el que tenemos más próximo.
A las escaramuzas de las banderas y las estatuas se añade ahora la viceguerra del catecismo. Parece como si la oposición, no sabiendo atacar al Gobierno en otros temas de mayor altura y fundamento, estuviera enseñando la tarea de socavarlo por la vía del disparate y desde todas aquellas trincheras que no acertaron a entender por qué, a los siete años de morir Franco, los españoles daban su respuesta más sonora al "atado y bien atado". Tampoco nos va a servir de mucho el airearlo y pregonarlo, ya que, al fin y al cabo, no hay peor sordo que el que, sobre negarse a oír, presume de su sordera.
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