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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El conflicto de Sagunto

LA UNILATERAL decisión de un grupo de trabajadores de Altos Hornos de Sagunto de poner en funcionamiento el tren estructural de la factoría, contraviniendo las instrucciones de la dirección para cerrar esa instalación y trasladarse a otros lugares de producción o mantenimiento, es todo un desafío al Gobierno. Consecuencias de este tipo estaban implicadas en el decreto-ley de reconversión industrial del pasado mes de julio, y sería poco realista mostrar sorpresa por el incidente. Cabe, por el contrario, preguntarse acerca de las eventuales imprevisiones que, favorecidas por el sesteo del verano, hayan podido propiciar ese nuevo estallido de descontento. Los trabajadores que ven en riesgo la continuidad de su puesto laboral no parecen dispuestos a sobreponer la racionalidad de la política global a la lógica de sus propios intereses. Las exhortaciones a la solidaridad no resultan fáciles de aceptar cuando está en juego el empleo. Hasta los políticos del actual Gobierno que ven en peligro sus cargos se preparan ya cuidadosamente el camino del retiro hacia embajadas o empresas públicas.A la eventual insuficiencia de las explicaciones suministradas por las autoridades se suma el argumento de los agravios comparativos, doctrina según la cual los sacrificios deberían comenzar siempre en otros lados o producirse de manera simultánea en todos los sectores en crisis. El descontento de los colectivos laborales que padecen las repercusiones inmediatas de la reconversión industrial es atizado, de otra parte, por los grupos políticos y centrales sindicales que permanecen fuera del poder. Tampoco en este campo caben las sorpresas. El Gobierno, sin embargo, estaría condenado a perder la batalla de la reconversión industrial si su único argumento polémico fuera descalificar a las fuerzas políticas y sindicales que hagan suya la bandera de los trabajadores de Sagunto. También los socialistas ampararon, mientras estaban en la oposición, causas de este tipo. Sólo el convincente y sostenido intento de explicar las razones de las medidas y la inevitabilidad de su adopción podrían contribuir a persuadir a la opinión pública, aunque fuese de modo limitado y a medio plazo, de la necesidad de esa política. También la coherencia global de la misma: los trabajadores de Sagunto tienen derecho a preguntarse si su suerte hubiera sido la misma de haber pertenecido a la nacionalizada Rumasa, por ejemplo.

Durante muchos años el sector público de la economía ha sido mantenido en un invernadero, protegido de los efectos correctivos que la competitividad aplica en una sociedad de economía mixta como la española. El despilfarro de fondos públicos y la asignación irresponsable de los recursos creó un reino acogido a un extraño principio de extraterritorialidad en el que las leyes de la economía no existían, las pérdidas eran endosadas a los contribuyentes, las amortizaciones se omitían, los cargos directivos eran ocupados por profesionales del poder caídos en relativa desgracia y se aplicaban criterios políticos para la fijación de precios. Los asalariados se beneficiaron, aunque en grado ínfimo y en posición subalterna, de esa institucionalización del derroche, materializado en la proliferación de puestos de trabajo, el olvido de la productividad y las subidas de remuneración por encima de las medias sectoriales. También en la necesidad de complacer al mando político, antes que al consumidor o al usuario del servicio, al ciudadano en suma, de la bonda de su gestión. El resultado es un sector público cuyas malformaciones se remontan a su nacimiento y desarrollo bajo la dictadura, época dorada de las inversiones disparatadas, las plétoras de nóminas y el desbarajuste empresarial. Que la tarea de reformar esa rama enferma del aparato productivo y de servicios corresponda a un Gobierno socialista, teóricamente simpatizante con una extensión del sector público, es una de las paradojas que la historia ha reservado a nuestro país. Los trabajadores de los sectores en crisis son las víctimas de un proceso cuya responsabilidad no cabe imputarles, y sería una clamorosa injusticia unir a su desgracia la acusación de no tener la altura de miras suficiente para comprender las implicaciones que para su estabilidad laboral y sus ingresos tienen las grandes decisiones macroeconómicas.

Pero el Gobierno debe ser consecuente con sus actos y el Instituto Nacional de Industria saber lo que hace antes de esgrimir sus amenazas. Si la decisión del comité de empresa de Sagunto de continuar la producción contra viento y marea -en este caso la marea y el viento son las decisiones del gobierno de Felipe González- se consolida frente a la pasividad del ejecutivo bien puede asegurarse que este habrá perdido su credibilidad ante los ciudadanos. La actitud de los obreros de Sagunto es comprensible desde el punto de vista humano pero es una respuesta absolutamente inválida para sus propios problemas. La pasividad del Gobierno ante el conflicto de este fin de semana puede ser explicada como prudencia, pero también como pacato temor a no ensuciar los ejercicios de oratoria que hoy se harán en las Cortes por parte de sus representantes. La tentación de la oposición de utilizar esta cuestión en su favor debe ser, por lo demás moderada. El conflicto social de Sagunto es una herencia directa de la desgracia gestión económica de los gobiernos pasados y del tributo a un fácil populismo que la derecha de este país ha querido pagar... con el dinero ajeno. No es de fácil solución, y es de fácil explotación en cambio por los demagogos de turno. De cómo sepa combinar los criterios de organización y dirección en la empresa pública con el respeto a las actuaciones sindicales y el entendimiento de qué es una política de izquierda y cuales son las necesidades del aparato productivo español depende en gran medida el éxito de Felipe González. En Sagunto se juegan muchas más cosas que un tren de laminación o que el futuro empleo de los obreros de la factoría: se juega la credibilidad en la capacidad del gobierno para dar repuesta a la vez a tantas contradicciones juntas. En suma, es la primera prueba seria que este gabinete tiene para demostrar que sabe precisamente gobernar: donde la suma aritmética de votos, la magia del Boletín Oficial, la fuerza de los guardias, la retórica de los discursos y las declaraciones de fe no valen absolutamente para nada si uno no sabe llevar el timón de la nave del Estado.

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