Un conglomerado de 878 kilómetros cuadrados y más de 100 razas
Madrid y Moscú, dos ciudades tan diferentes, tienen algo en común. Es casi tan difícil encontrar un moscovita con sus cuatro abuelos nacidos en la capital como llegar a conocer un madrileño que pueda exhibir un pedigrí similar.En los 878,7 kilómetros cuadrados sobre los que se extiende la capital soviética conviven más de 100 razas y nacionalidades diferentes. Aquí, la pintoresca mezcla de andaluces, manchegos, castellanos, gallegos y vascos que da lugar al madrileño se convierte, realmente, en algo provinciano.
En la vecindad de Moscú pueden encontrarse desde rubísimos lituanos hasta achinados orientales, pasando por azerbaiyanos morenísimos de apretada barba. Este catálogo etnológico trasciende la estadística para convertirse en elemento paisajístico cotidianamente comprobable. Basta acercarse, en cualquier momento, a alguna de las estaciones de ferrocarril de Moscú.
FÉLIX BAYÓN, Moscú
G.-D.,
Aparte de los ocho millones de moscovitas autorizados a residir en la capital, porque para ser moscovita hay que contar con los oportunos permisos de residencia, que no se consiguen tan fácilmente, existen, según se cree, un millón de personas más que viven eventualmente en la gran ciudad o pasan por ella para realizar trámites burocráticos o, lo que es más frecuente, para hacer sus compras aprovechando la más amplia oferta de alimentos y objetos de consumo.
La revolución soviética devolvió a Moscú en 1918 la capitalidad que le quitara en 1712 el ilustrado Pedro I, que prefirió hacer su corte -a medida y al gusto europeo- en San Petersburgo (actual Leningrado).
Moscú es, de todos modos, una ciudad relativamente joven si se la compara, al menos, con otras capitales de Europa. En 1147 se alzaba en un rincón de lo que hoy es el Kremlin una fortaleza que casi se reducía a una modesta empalizada de madera. Así nacía Moscú. Sólo en el siglo XV aparecerían los primeros muros de piedra.
Moscú estuvo siempre condenada a ser, sobre todo, un castillo. La historia de la ciudad es una historia de asedios repetidos de tártaros, mongoles, polacos, lituanos y, más recientemente, de franceses, a comienzos del siglo pasado, y nazis, a principios de los años cuarenta de este siglo.
Diversos anillos de bulevares y jardines han constituido los sucesivos límites de la ciudad. Hoy estos anillos dibujan la historia de Moscú sobre el mapa de la gran urbe, como si del tronco de un árbol se tratara. El último anillo es la autopista periférica, de más de 100 kilómetros, construida en los años sesenta y que los extranjeros que residen en Moscú conocen bien. Para salir de ese perímetro tienen que comunicar su propósito a las autoridades con, al menos, dos días de antelación.
Como el madrileño, el moscovita es, por lo general, un hombre de reciente pasado agrícola. Pero en Moscú la nostalgia por el terruño tiene menos razón de ser que en Madrid. Aquí, el número de árboles multiplica por muchos miles el de semáforos. Ejemplo patente de las ventajas de la ausencia de especulación del suelo: la capital soviética encierra no ya grandes parques, sino inmensos bosques de abedules que envuelven sus anchas avenidas.
Pero el sistema tiene también sus desventajas. El mossoviet, que así se llama al ayuntamiento de la capital, es un inmenso organismo burocrático desbordado de atribuciones. De él dependen desde las máquinas quitanieves hasta la instalación y reparación de ascensores.
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