El presidente, el palo y la vela
Hace unas semanas, cuando comenzaba en Soria las vacaciones que ya ha terminado, el presidente del Gobierno recibió, en la finca del Icona donde las ha consumido, a la Prensa del corazón, que hacía fotos, y a la otra, que hacía preguntas. Una de esas preguntas casi le hizo perder la fervorosa compostura con que suele ejemplarizarnos. Tal vez estaba afectado por el lío autonómico que se le viene encima después de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la LOAPA. Quizá estaba fraguando ya la equivocada táctica -genuinamente castellana- de defendella y no enmendalla.El caso es que, cuando le preguntaron sobre las desavenencias que causan las transferencias y sus avatares entre el Gobierno central y digamos que los Gobiernos autónómicos, afirmó con inusual destemplanza que ya va siendo hora de que, en estas materias, en lugar de acusar siempre al Gobierno, "cada palo aguante su vela".
Aunque la frase esté dicha en mangas de camisa, informalmente, en un clima de vacaciones, no deja de ser significativa. El señor presidente, insisto, suele ser más comedida. Quizá le preocupan las consecuencias desgastadoras del palmetazo inferido a la política autonómica del PSOE por el Tribunal Constitucional. Tal política fue diseñada -como se dice ahora- por UCD y el PSOE conjuntamente, estando el PSOE, además, en la oposición, pero ahora va a ser él sólo quien aguante la. vela, por utilizar expresiones propias de Felipe González. En tales circunstancias, no es extraño que las autonomías empiecen a resultarle un fastidio. Al menos, esa impresión produce su desdén implícito en la sorprendente respuesta que alude a palos y velas.
Personalmente, creo que las autonomías no resuelven los problemas de libertad -porque se trata de eso, de libertad- en las naciones sin Estado, cuya soberanía -la que era posible, pero, en todo caso, más de la que se ha alcanzado con ellas- fue suprimida de un plumazo hace menos de tres siglos. El plumazo real de Felipe V en los Decretos de Nueva Planta, que no fueron consecuencia de ningún referéndum precisamente, sino del justo derecho de conquista, según reza el preámbulo. Sin embargo, hay lo que hay, lo que se ha concedido, y entre ignorarlo y aprovecharlo, tal vez convenga aprovecharlo, siquiera sea para no perder el tiempo y conquistar desde ellas las ampliaciones que nunca serán concedidas. Y ésa es la tensión que no puede dejar de existir, por fastidiosa que resulte, entre Estado y estatutos, cuando se parte del deseo histórico de poder ser libres en la medida en que se pueda volver a ser, con plenitud de derechos, el pueblo que nunca se ha dejado de ser de manera más o menos soflacada.
Así que, menos da una. piedra y, por tanto, las autonomías pueden ser -depende de las manos en que caigan- el punto de partida, en lugar del final de un breve camino que no conduce prácticamente a ninguna parte. Para quienes las conceden, sus libertades consisten en sumarse a eso que se llama el destino común español, según la expresión metafisica que trasluce tales expresiones. Los que tienen más reparos en utilizar esas frases gaseosas prefieren hablar -en la intimidad de las conversaciones privadas, claro está, porque aún es sospechoso prescindir de la retórica sobre la patria en tanto que algo sagrado y, por tanto, intangible- de que, el Estado es un hecho y, por eso mismo, porque está ahí y representa un proceso haberlo alcanzado, hay que admitirlo y utilizarlo. De ese modo -piensan- no habría que repetir la historia. Claro está que esa justificación es muy discutible. ¿Por qué es un -progreso? Parece que los problemas siguen ahí más o menos sofocados. ¿Dónde está, pues, el progreso? ¿No ocurrirá todo lo contrario? Pero no se trata aquí de plantear semejante debate. Sería inútil. Ni puede ser aceptado en las condiciones actuales, porque no existe la libertad necesaria y, por tanto, no se llegaría a ningún resultado diferente de este en el que nos encontramos. Al fin y al cabo, la fuerza está toda de un lado, y del otro no hay más que la debilidad. Es decir, que de un lado está el Estado y del otro sólo están los estatutos.
Así, pues, como no hay más cera que la que arde, atengámonos a las autonomías. Pero ¿tal como parecía que iban a ser, tal como son o tal como, inevitablemente, tenderán a ser donde existen referencias históricas que se manifiestan, por ejemplo, en las denominaciones de sus instituciones resucitadas? Como Generalitat, Corts, etcétera. Abusivamente se ha dicho desde ellas, tomando el continente por el contenido, que han sido restablecidas, lo que devuelve el autogobierno de otros tiempos. a las autonomías de lag comunidades que lo tenían. Las anteriores a la nueva planta, quiere decirse. Todo queda, sin embargo, eh una pura ficción nominal. En absoluto se ha llegado a aquel autogobierno, tan condicionado ya que casi no lo parecía. Las restricciones en las transferencias -es decir, en el poder transferido- son notorias. ¿Cómo, por tanto, se puede pedir que "cada palo aguante su vela"? ¿De qué palo se trata? ¿Qué vela habría que aguantar?
Falta el palo
El señor presidente del Gobierno olvida que, de común acuerdo, con la mayoría parlamentaria ucedista, el PSOE contribuyó a cegar el acceso a la autonomía por la vía del artículo 151, suprimiendo el referéndum previo como fuente de legitimación. Así todas serían concedidas. Les fue impuesta la autonomía a reilones que quizá la hubieran rechazado, a fin de que, en lugar de un Estado con autonomías se estableciera el Estado de las autonomías. Una comisión de expertos -para ahorrarle, quizá, ese trabajo al Parlamento- redactó la ley orgánica de Armonización, que el Tribunal Constitucional acaba de recahazar, a fin de que todag fueran iguales, incluso las que habían nacido diferentes.
Las transferencias se producen mediante un goteo tan lento que ni siquiera sus atribuciones, las concedidas, acaban de cumplirse, tal vez por miedo a que la función cree el órgano. Hay desconfianza por parte del Gobierno socialista, como la había por parte del Gobierno de UCD, sustentada, no sólo en el miedo a que se rebelen los celadores de la unidad de la patria, que parecen justificarse con esa atribución de funciones, sino también en la propia convicción, lo cual es bastante peor. Porque hay otro celo vigilante: el celo de salvaguardar el Estado, como si su forma y funcionamiento no pudieran modificarse, como si hubiera un solo modelo, como si no fuera en otros lugares el receptor de concesiones, en lugar de lo contrario, según ocurre entre nosotros.
Se dice que las autonomías también son Estado, pero con un sentido diferente del que quizá parece, puesto que, lejos de pretender que formen parte de su poder, se trata de que no escapen a él. Esa invocación tiene el sentido de una llamada al orden, al orden constitucional -dicen para cargarse de autoridad-, aunque, a veces, lo hemos visto recientemente, tal procedimiento aumente las tensiones en lugar de reducirlas, es decir, funcione como una provocacion mas que como una pacificación. ¿Se trata de hacer méritos? ¿Se brinda, con esos gestos, a los tendidos de sol del ruedo ibérico?
Los socialistas, que los conocen bien, saben que con quienes no existe el menor peligro de desmembración es justamente con los nacionalistas digamos que tradicionales. El nacionalismo, más sentimental que liberador, responde a los intereses de una clase que considera suficientes las autonomías. Pero, claro está, tales autonomías habrían de serlo suficientemente. Son los nacionalistas, por tanto, alidos naturales de los socialistas, siempre que éstos, en lugar de ocupar un posicionamiento españolista se limiten a ser simplemente españoles. Otra cosa diferente es, en cambio, el nacionalismo que quiere liberar la identidad oprimida mediante el cambio del modelo de sociedad. Es decir, unos socialistas para los cuales de lo que se trata es de establecer otras relaciones de producción diferentes de las actuales, lo que va ligado -es una misma cosa- a la recuperación de la propia identidad. Es decir, que la diferencia, para esos socialistas genéricos, es un derecho a vivirla como libertad, o continuará siendo una opresión. Nacional y de clase.
Uno teme que la inevitable prepotencia del Estado, de su gobernacion, impulse a esa preocupante certeza desde la cual el presidente del Gobierno ha sentenciado, con lenguaje y tono de distanciada superioridad, al que propende cada vez más, la conducta de las autonomías, diciendo que cada una de ellas debe "aguantar su vela". Pero ¿dónde está el palo para esa vela?
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