La teatralidad de Carl Orff
El concierto de despedida de la Sinfónica de Radio Hamburgo NDR (Radio del Norte de Alemania) y el Orfeón Donostiarra, dirigidos por el húngaro Miklos Erdélyi, convocó tanto público como el homenaje a Wagner en el Festival Internacional de Música de Santander.La plaza Porticada presentaba el aspecto entusiasta y popular que la caracteriza y en el programa contrastaban dos páginas favoritas de la mayoría: la música de escena para El sueño de una noche de verano, de Mendelssohn, y las Canciones profanas, de Carl Orff, Carmina Burana, dadas como homenaje al compositor muniqués muerto a los 86 años el 30 de marzo de 1982. (Por cierto, Orff también compuso una partitura ilustrativa para el Sueño de una noche de verano.)
No deja de ser curioso el enfrentamiento de la música mendelssohniana para Shakespeare (compuesta en 1826 y 1843), prodigio de perfección, elegancia de espíritu y asunción de valores dramáticos, con la demagogia populista de la cantata orffiana, tan del gusto de las autoridades artísticas del III Reich, cuyas soluciones aparentemente originales proceden de Stravinski, Milhaud y, como indica Rostand, hasta del Sócrates, de Satie.
Simplicidad en el esquema de las canciones, primitivismo en la armonía y, más aún, en la instrumentación; abuso de las repeticiones y persistencia de los ritmos elementales son rasgos que en manos de Orff, y aplicados a los textos goliardescos, alcanzan, a pesar de todo, cierta dosis de originalidad. De la música de los primitivos Carmina Burana, guardados durante siglos en el monasterio benedictino de Beuron, poco llega a la obra de Orff, quien prefirió inventar su neoprimitivismo mirando al pasado con los gemelos puestos al revés.
La mirada de Orff fue siempre plástica y géstica; él mismo gustaba decir que toda su producción era teatral, incluso la que solemos escuchar en concierto, como es el caso de Carmina Burana. Pero la sustancialidad de esta música es tan directamente dramática que la sugerencia de imágenes apenas cesa. Más si la versión alcanza los grandes, méritos de la lograda por Erdélyi (que fue director coral en la Radio de Budapest al comienzo de los años cincuenta), al frente del gran coro de San Sebastián, de todo punto excelente, y de una orquesta que otorgó alas a una invención tocada constantemente de pesante vulgaridad.
Un grupo de solistas vocales cantó e hizo a las mil maravillas los diversos pasajes: la soprano Linda Roussell, de voz clara y fácil, se empleó en un lirismo que llega a un éxtasis bien distinto del de Isolda; el barítono Michel Rippon, al que la parte no, conviene del todo, la salvó con maestría vocal e interpretativa dentro de un realismo de gran, efectividad: al oírle nos sentíamos todos un tanto curdas. En fin, el estupendo tenor canario Suso Mariategui evidenció su insuperable creación, en falsete, del cisne que medita sobre su pasado mientras gira en el asador. La reacción del público fue clamorosa, como lo había sido después de El sueño de una noche de verano, en la que Linda Roussell y la mezzo española Maria Folco hicieron puro lied romántico, asistidas por las voces femeninas del Donostiarra, soberbiamente trabajadas por Antxon Ayestarán. La orquesta hamburguesa lució en Mendelssohn calidades de gran sutileza.
Babelia
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