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Jack, el desmesurado

Hace unos diez años se presentó en mi casa de México un joven francés que decía ser el director del festival de teatro de Nancy; sin embargo, su aspecto no era el de un dirigente, sino el de un actor experimental: llevaba pantalones de vaquero, zapatos de tenis, una chaqueta de cuero muy usada, y tenía una hermosa cabeza con el pelo alborotado y los ojos de loco. Su esposa, una mujer pequeña y fuerte como suele imaginarse a las grandes mujeres del evangelio, lo acompañaba no sólo con su presencia silenciosa y sabia, sino con una solidaridad de granito que se le notaba a simple vista sin necesidad de que dijera nada. Tenía que ir a Cuba al día siguiente, en un viaje relámpago de 24 horas, para tratar de convencer a los cubanos de que mandaran un grupo teatral al festival de aquel año. No sé quién les dijo que solicitaran mi ayuda para tratar de saltarse las instancias burocráticas, y por eso habían ido a verme sin más cartas de presentación que su voluntad de irse esa misma noche para La Habana a cualquier precio. Aquel muchacho arrollador se parecía más a un gitano de Cádiz que a un francés, pero su nombre no tenía nada de gitano ni de latino. Se llamaba Jack Lang. Hoy -con 44 años apenas camplidos- es el ministro de Cultura de Francia.Uno no podía menos que evocar esta anécdota durante los días pasados, cuando Jack Lang y Monique, su esposa de siempre, hacían a Colombia una visita medio oficial y medio de descanso, y conversábamos a toda hora de las cosas raras que nos han sucedido a ambos, y que ambos hemos hecho juntos y separados, desde que nos conocimos de aquel modo tan casual en la casa de México. Tratando de reconstruir el espejo roto de la memoria, recordamos nuestro segundo encuentro, que no fue menos imprevisto que el primero. Fue en París, hace ahora unos cuatro años, cuando se hablaba sin muchas ilusiones de la posibilidad de que François Mitterrand fuera una vez más candidato a la presidencia de Francia. Jack Lang supo no sé cómo que yo estaba en París, y debo confesar que no recordaba muy bien quién era cuando me llamó por teléfono para invitarme a almorzar en su casa. Pen sé que era un gesto tardío de gratitud por aquel viaje a Cuba que ya parecía tan remoto, pero en realidad fue algo más grato y espectacular: François Mitterrand era un amigo muy cercano de Jack Lang -cosa que no supe hasta entonces- y el almuerzo era en honor suyo.

Muchos factores contribuyeron a la victoria de Mitterrand, pero a mí no me cabe duda de que la inteligencia de Jack Lang, su desmesurada imaginación creadora, su capacidad para convertir en realidad los sueños más delirantes y su invencible fuerza de trabajo tuvieron mucho que ver con ella. Tuve la suerte de estar muy cerca de aquel ascenso incontenible del socialismo francés, y fue una experiencia inolvidable.

El día en que François Mitterrand tomó posesión de la presidencia de la República, en una ciudad estremecida por una explosión de rosas rojas y los coros del Himno de la alegría, le pregunté a Jack Lang quién iba a ser el ministro de la Cultura, y él me contestó sin la menor malicia en la sonrisa: "Quien quiera que sea, será sin duda amigo nuestro". Al día siguiente, cuando compré los periódicos, me di cuenta de que su respuesta había sido una amable y grata tomadura de pelo: Jack Lang, con su cabello alborotado y sus ojos de loco, había sido nombrado ministro de la Cultura.

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No me atrevería a decir que ha sido el mejor ministro de Mitterrand -y tal vez lo ha sido-, pero ha sido sin discusión el que más se ha hecho notar. Aunque sólo hubiera sido por su concepción desmesurada, expansiva y casi astronómica de la cultura. Cuando tuvo que definirla ante la Asamblea nacional, de la cual solicitó un presupuesto sin precedentes, sólo necesitó cuatro palabras: "La culture c'est la vie". La cultura es la vida, o sea, todo lo que el hombre hace en el uníverso. La definición dejaba casi en cueros a la que usa la Unesco en sus papeles oficiales: "Cultura es todo lo que el hombre agrega a la naturaleza". Iba inclusive mucho más lejos de la que parece ser una definición más justa: "La cultura es el aprovechamiento social de la inteligencia humana". La definición de Jack Lang tiene sobre todas las otras la enorme ventaja de ser tan desmedida que no hay por dónde atacarla.

El resultado de esa concepción descomunal fue que la Asamblea francesa aprobó para el ministerio un presupuesto dos veces mayor que el anterior y el más grande que se le ha asignado jamás a la cultura en Francia: 6.000 millones de francos, que en ese momento eran equivalentes a más de mil millones de dólares.

No podía ser menos con un Gobierno que empezó por declarar que la cultura era el centro del poder de cambio en la sociedad francesa, y que, por consiguiente, debía considerarse que no había sólo uno, sino 44 ministros de la Cultura. Es decir: todo el gabinete ministerial, encabezado desde luego por el propio presidente de la República. El programa de nacionalizaciones, el proyecto de descentralización, que era una vasta operación destinada a reforzar el poder de los elegidos y, por consiguiente, de los electores, todos los proyectos de transformación económica y social debían ser considerados como un fenómeno cultural de proporciones inmensas.

Jack Lang, dentro de esos criterios, empezó su programa totalizador con una acción directa en los otros organismos del Estado. Primero, con los grandes ministerios. Fue así como se firmó un acuerdo con el Ministerio de Justicia destinado a ejercer una acción cultural dentro de las cárceles. Fue así también como se firmó, al término de una discusión muy prolongada, un acuerdo semejante con el Ministerio de la Defensa para llevar la acción cultural hasta el alma misma de las fuerzas armadas, y fue así como se llegó a un acuerdo con el Ministerio de la Salud Pública para que la dinámica de la cultura pudiera penetrar en los hospitales y quizá hasta los suspiros finales de los moribundos.

Sin embargo, para quienes conocemos la arrogancia de los franceses y en especial en los dominios de la cultura, el mérito mayor de Jack Lang es estar tratando de inculcar en su país la noción de diálogo con otras culturas del mundo. Cuatro millones y medio de trabajadores emigrados, además de sus familias, son para Francia un enorme problema psicológico, económico, político y social. "Pero sobre todo", dice Jack Lang, "son un inmenso problema cultural que constituye todo un desafío". A partir de esa concepción, todas las instituciones de Francia han recibido la orientación de abrirse a todas las culturas del mundo, y no con el deplorable espíritu de caridad colonial que era demasiado evidente en otros tiempos, sino inclusive de un modo que no parecía posible: con una cierta humildad. Si ese sueño de Jack Lang llega a realizarse -como él lo espera en su optimismo sin límites- merecerá de sobra el sobrenombre secreto con que lo distinguimos sus amigos: Jack, el desmesurado.

1983.

ACI.

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