Buñuel al desnudo
Conocí a Buñuel una noche temprana de Ciudad México en que Manuel Barbachano, el productor mexicano de Nazarín, me llevó a su casa en la Colonia del Valle. La calle se llamaba Cerrada de Cuevas y era apropiada para que Buñuel, un wespañol sin fronteras, la saltara cada día para salir de su casa. Vivía Buñuel en una de esas casas de México que parecen de Pekín, en que una alta tapia y una puerta pequeña, siempre cerrada, oculta en otro mundo a la calle y a la vida. Vino a abrir la puerta una criada morena, menuda, que dijo: "El señor ensaya". Pensé que tenía Buñuel actores en la casa y recuerdo que me asombró que ensayara escenas en privado. La única conexión posible entre Buñuel y los ensayos era Ensayo de un crimen, su versión de la vida criminal de Archibaldo de la Cruz, una de sus felices inclusiones al territorio del humor negro.Barbachano sabía qué ensayaba Buñuel. Pero yo no lo supe hasta que franquearnos otra puerta (era la tercera) y me encontré de pronto en un salón que podía ser un galpón o la sala de armas de un club a la antigua. Allí, en medio del recinto, estaba Luis Buñuel ¡completamente desnudo! Pero esto no era tan asombroso como ver (y oír) a Buñuel con un revólver -o tal vez fuera una pistola- descargando balazos contra una diana aparentemente en fuga: Buñuel tiraba al blanco y el estruendo de cada disparo lo multiplicaba un eco tronante. Pero Buñuel disfrutaba este placer de tirar tiros por gusto que había heredado directamente de Alfred Jarry, su antepasado dramático y antiguo artífice de la agresión purificadora. Las balas para Buñuel, más que una solución, eran una absolución.
Había encontrado además el país perfecto para su arte: México es una de las formas visibles de la superrealidad. Para demostrarlo, luego, ya vestido, don Luis, como lo llamé yo, o Luis a secas, como le decía Barbachano, coleccionaba recortes de la Prensa diaria mexicana, que mostraba a las visitas. Había algunos cuyo superrealismo era verbal: "Un Venado y un Cocodrilo chocan en Reforma", que quería decir que dos clases de taxis entraron en colisión en el famoso paseo mexicano. Otro que decía "Hebrio Avienta Escuincle por la Ventana" era local y quería decir que un borracho arrojó a su bebé de un tercer piso a la calle. Para Buñuel, estos titulares tenían la felicidad del hallazgo. Buñuel era, efectivamente, un humorista.
Humor privado
No otra cosa que humor privado era su sordera, que aparecía y desaparecía a voluntad. Cuando lo entrevisté días después oía las preguntas que quería y las que le molestaban las recibía con la mano tras la oreja y una única pregunta suya, hecha con su voz de bajo profundo y su bronco acento aragonés: "¿Cómo dice?", claro, era él quien decía, yo no hacía más que preguntar en vano. Otra de sus humoradas en el papel del Gran Sordo fue emplear a un experto mexicano en acento español para vigilar la pronunciación de Paco Rabal en Nazarín y que resultara más o menos mexicana. Un día vino el perito con un plurito: "Don Luis, que Rabal está hablando con ces y con zetas". Buñuel puso su mano detrás de la oreja eterna y dijo: "¿Cómo dice?". "Que Rabal está hablando con acento español". Buñuel se quitó la mano de detrás de la oreja y tronó: "¿Y qué quiere que haga? ¿Usted no ve que Rabal es español? ¿Con qué acento va a hablar? ¿De Veracruz?".
Desde los días de Goya, no ha habido un sordo más oído en las artes visuales. De cierta manera la oreja de Buñuel, siempre la misma, era como la oreja de Van Gogh, pero todavía en funciones. Buñuel usaba oído y oreja como quería. Así sus películas, o no tienen música, cómo Nazarín, excepto por los estruendosos tambores de Calanda al final: jamás un redoble ha significado el inminente fusilamiento de un alma como aquí. O la pide prestada a Wagner para el emotivo momento cumbre de Abismos de pasión: amor que mata a los acordes de "La muerte de amor", de Tristán e Isolda. O dejaba que Halffter usara una vieja conga cubana como un sonsonete siniestro en Los olvidados. Buñuel, es evidente, no tenía oído: tenía oreja.
Proyecto en Cuba
Irritados, o sorprendidos, o sorpresos molestos, pocos espectadores han visto que Buñuel es uno de los grandes humoristas del cine. No sólo en el humorismo impensado de Abismos de pasión o de El ángel exterminador, sino el humorismo calculado de las películas que prefiero -que no son, por cierto, sus películas francesas- Su gran humor mexicano (y español, por supuesto) está en La ilusión viaja en tranvía, en Subida al cielo y, naturalmente, en esa obra maestra del humor negro como una sotana, El, en que Arturo de Córdova es víctima de las formas más crueles del deseo. Aquí, como en ese final de Viridiana en que todos envidiamos a Rabal por tener de prima a Silvia Pinal y por segunda a una presencia de mujer que se hace inquietante porque Buñuel -como Hitchcock, como Von Sternberg, como todos los grandes erotómanos del cine- promete mucho más de lo que muestra, de lo que jamás mostrará.
Buñuel iba a venir a Cuba en 1959 a hacer Los náufragos de la calle Providencia, para Manolo Barbachano y para, cómo si no, el recién inaugurado Instituto del Cine. Yo era uno de sus directivos entonces, y entusiasta del proyecto. Pero la última palabra la tenía Alfredo Guevara (sin parentesco con el Che, llamado Ernesto), y su veredicto fue que la película no podía hacerse en Cuba bajo la revolución porque era, cita textual, "Una apología de la burguesía". Los náufragos naufragaron en Cuba, pero los hizo navegar en México Buñuel como el título de El ángel exterminador. Pocas veces una película, arte popular que paga el capitalismo, ha sido tan implacable con la burguesía, en tiéndase el término como lo entendía Flaubert o como lo entendió André Breton. No es una simple colisión del artista con la ideología. Luis Buñuel era no un ácrata a la moda, sino un verdadero anarquista, y su arte iba dirigido a subvertir todas las ideologías, sean de izquierda o de derecha. O sea, como ocurrió en La Habana, una manifestación momentánea del oportunismo. Buñuel quería decir, quiere decir, ser sordo a los ayes de todo poder, por poder, por joder.
Ante su muerte no hay que lamentar nada. Hay, por el contrario, que felicitarse de que este hombre haya vivido y que haya hecho de su vida un espectáculo: en cueros en el cine para mostrar con arte que todas sus partes fueron buenas.
Babelia
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