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Hombre del otro exilio

Conocí a Jorge Campos cuando ambos comenzamos a trabajar en una guardería para hijos de milicianos, en el verano de 1936. Jorge, que aún firmaba -clarocon su nombre civil de Jorge Renales, fue nombrado responsable del centro por el ministerio y con él colaborábamos, entre otros, los poetas Jacinto Luis Guereña y José Luis Gallego y yo. Unos meses de clases y de organizar expediciones de niños a Valencia, cuando la guerra iba arrojando hierro sobre Madrid. Aquel otoño nos dispersamos, cada uno hacia un frente. Poco más tarde, Jorge pasó a dirigir Ahora, el diario de las Juventudes, en cuya redacción tuvo también a Gallego. De aquella colaboración queda un libro inédito de crónicas de guerra: Cincuenta fusiles.No nos volvimos a ver hasta el verano de 1944, en la terraza del café Gijón, a la que vino en compañía de Ricardo Juan Blasco (Memoria de España), trayéndonos números de su revista Corcel, la primera que dedicó un homenaje a Vicente Aleixandre, al filo de Sombra del paraíso.

Jorge fue hombre del otro exilio. La voluntad de seguir a pesar de todo, en aras de una vocación, fue como una planta creciente en seudónimos (Garciasol, Pablo Herrera, Florentina del Mar, Jorge Campos ... ) muchos de los cuales han prosperado en la historia de la Literatura. La prosa fluida, expresiva, narradora eficaz de Renales se fue a buscar el Campos de un lejano apellido e irrumpió en libros y en revistas. Sobre todo en aquellas revistas que intentaban mostrar otra realidad. ¡Insula, Planas de poesía, Punto ... Planas fue uno de los mejores intentos poéticos canarios; Punto dio origen luego a Índice. En Ínsula se recoge una intensa labor crítica de Jorge, en tomo a la novela americana.

Menudo e inquieto, mirándonos con una sonrisa entre enigmática y triste, el retrato de Jorge Campos, que fue pintado por Manolo Millares con ceño profesoral, podría haber sido pintado por Eduardo Vicente, tanto como el de sus personajes. Gentes modestas, trajinantes del vivir diario, que van y vienen por sus narraciones y que, sea el que quiera el aire argumental, respiran humanidad entrañable. Como si hubiera ido a visitar a Baroja y luego hubiese pasado por casa de Azorín -itinerario ciertamente propio de Jorge-, el prosista Campos muestra la vida cotidiana y los primores, de lo vulgar. Siempre habrá un hombre que, como el Damián de Pasarse de bueno, fluctúe entre la estabilidad y la aventura, entre la generosidad y la cicatería, y acabe por tranquilizar su conciencia con unos cuantos duros.

Cuánta vida de España, Jorge, amigo, sobre las gentes de nuestra generación. Cuánto esfuerzo puesto a contribución; que no quede por uno, como decía -¿te acuerdas?- el pobre José Luis Gallego. No se borrará nunca de mi memoria una de las últimas veces que te vi, aún en tu despacho de la editorial en donde trabajabas. Corregías pruebas con una gruesa lupa, porque la ceguera que acabó por echarte su sombra encima estaba ya a punto. Me estremeció aquella vocación, aquella capacidad de trabajo. Sé que, ya ciego, seguía Jorge dictando sus artículos sobre literatura hispanoamericana.

Desde la guardería del verano del 36, cuando soñábamos con tanta claridad, hasta la ceguera de 1983, pasando por el campo de Albatera, por el Madrid de la posguerra. Jorge Campos, hombre del otro exilio. Del exilio definitivo. Adiós, amigo mío.

Leopoldo de Luis es poeta y crítico literario.

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