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La ocasión perdida

Fernando Savater

Una cosa es que uno no haya creído nunca en el advenimiento del milenio por vía electoral, que a estas alturas del curso desconfíe de cualquier denuncia retumbante de los socialtraidores, que comprenda las rebajas al programa soñado impuestas por el equilibrio de conflictos en que consiste el juego democrático; otra muy distinta es no ver la serie de deplorables y gratuitos repliegues en los que se está perdiendo lo que de modestísima savia utópica -que no ilusoria- parecía haber en el cambio prometido. Admito que pueda llegarse a la meta yendo despacio, incluso parando de cuando en cuando para tomar aliento, pero desde luego no marchando en dirección contraria. El Gobierno está logrando a la vez ser arrogante en lo trivial y timorato en lo esencial, ingenuo hasta el balbuceo en su estrategia de conjunto, pero maquiavélico hasta el autoritarismo en su táctica; aparatosamente capaz de proclamar sus decisiones por los medios de comunicación, pero no de utilizar éstos para un auténtico debate antes de tomarlas; por lo demás, confunde la tozudez con la firmeza y la debilidad ante las presiones con la generosidad pacificadora. Un conjunto de características que se cortocircuitan mutuamente y dan como resultado un desgasta máximo con resultados mínimos.No digo que el Gobierno no pueda equivocarse en tal o cual cuestión concreta sin dejar por ello de ser un buen Gobierno. Carezco de competencia para decidir si el señor Solchaga acierta en sus medidas de reconversión industrial (de cuya necesidad no cabe duda), aunque ello pueda dañar en lo inmediato de terminados y respetables intereses de trabajadores. Quizá la mejor forma de disminuir el paro sea aumentarlo primero un tanto: no lo sé, la economía es una ciencia misteriosa; de hecho, mucho más misteriosa que ciencia, y la dialéctica nos acostumbré otrora a buscar el cumplimiento leal de cada cosa en su contrario. Pero lo cierto es que creímos que no sólo iban a mandar otros, sino que iban a mandar de otra manera y sobre todo para otras cosas. Para que cambie el modelo de sociedad monolítica, mogigata, ineficaz y abusiva en la que tanto hemos vivido ya (y yo sí quiero que cambie, aunque moleste un poco a Fraga y a la Conferencia Episcopal), lo primero que tiene que cambiar es el modelo, no de sistema político, sino de gestión política del sistema. Hay cuestiones de estilo, incluso de higiene política, que definen más el talante de una Administración pública que cien medidas acertadas o inadecuadas.

Para empezar, ese síntoma deplorable de falta de imaginación política, apego a las más deshilachadas banderas, halago a lo que dentro de cada votante se militarizó patrióticamente en los textos de formación del espíritu nacional, papanatismo mitificador del pasado y voluntariamente oscurantista ante el presente, el grado cero de la propaganda en este país: me refiero al recurso a Gibraltar. En cuanto se empieza a potenciar el tema de Gibraltar, ya se ha tocado fondo en política: no se puede caer más bajo. Gibraltar es el único problema que indudablemente España no tiene, pero que hay que relanzar de cuando en cuando para desviar la atención de los que tiene y, de paso, cosquillear un poco ese punto bobo del alma que en los patriotas sustituye a la conciencia cívica. Entonces, ¿y la sacrosanta integridad del territorio nacional? Pues resulta que ni los españoles que hoy vivimos, ni nuestros padres, ni nuestros abuelos, ni nuestros bisabuelos, ni nuestros tatarabuelos hemos, conocido otro territorio que éste que ahora tenemos, con Gibraltar bajo dominio inglés. Por mucho que nuestro narcisismo, educacionalmente fomentado por los chantres de turno, haya podido sufrir por tal ignominia, ya va siendo hora de acostumbrarse, ¿no? Y además, ¿qué pasa con la famosa colonia del Peñón? ¿Hay allí una cultura esclavizada por el invasor o constantes hostilidades en la frontera o grave detrimento de la economía de la zona? Todo lo contrario: es un enclave pintoresco y próspero con bobbies que dicen ¡Ozú! que mantiene relaciones fructuosas y cordiales con los andaluces de la vecindad, aunque de cuando en cuando hay que estropearlas un poco para dar gusto al Santiago Matamoros y Mataingleses, que por lo visto está mandado que todos llevemos dentro. La verdad, ingenuamente creí que con el cambio empezaríamos a reeducarnos en el sentido común sobre este tema, en lugar de volver a hablar de derechos irrenunciables y de contárselo además... ¡a Reagan! No todos los gobernantes pueden ser Disraeli o Mendés France, pero al menos se les puede pedir un poco de sentido del ridículo.

A partir de este síntoma inequívoco se multiplican los índices negativos. El tema de la OTAN, por ejemplo, es una bandera que se ha regalado a los prosoviéticos por pura inconsecuencia y cacao mental, en perjuicio no sólo de la credibilidad del partido gubernamental, sino del auténtico neutralismo antimilitarista en este país. El plan ZEN tiene el aire menos tranquilizador del mundo, y no porque uno tema que vaya a acabar realmente con el terrorismo (preocupación secreta de alguno de sus detractores), sino por miedo a que acabe con todo salvo con el terrorismo, liquidando en primer lugar las posibilidades de diálogo político en Euskadi, que son comienzo de la desmilitarización del problema vasco. Y siguiendo con las imprescindibles desmilitarizaciones (cuyo último objetivo ideal sería la desmilitarización de los militares), la de la policía es de las más urgentes para cualquiera que haya reflexionado desde la izquierda sobre el tema. En lugar de eso, se sigue proclamando el carácter inequívocamente militar de la Guardia Civil, contra lo que ayer se dijo por bocas socialistas: ¿tan terriblemente provocador es plantear en voz alta lo que frecuentemente se susurra, a saber, que la Guardia Civil es un cuerpo a reformar radicalmente o a extinguir de una vez, pues encarna una idea de la Administración del Estado que no coincide con el sistema autonomista y democrático actual? Si no lo hacemos ahora, ¿para cuándo lo dejamos?

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Dos leyes importantes y progresistas han tropezado con decisivas rebajas en el momento de hacerse efectivas. Por un lado, la asistencia al detenido ha quedado finalmente neutralizada por sustanciales restricciones, lo que obliga a suponer que la práctica de la tortura va a seguir contando con las facilidades estructurales que verbalmente se le niegan. En cuanto a la LODE, que había despertado el alentador eco inicial de la indignación eclesiástica, parece ir a quedar finalmente domesticada ad maiorem Dei gloriam. Esperemos que en esta tanda de recortes no le toque alguno a la despenalización del aborto, ya de por sí recortadita la pobre, y a última hora resulte que para abortar hay que pedir autorización al obispo o algo así. En cuanto a la nueva legislación sobre refugiados políticos, baste decir que más bien consagra malos usos (antes por lo menos incodificados) en lugar de atreverse a proponer nuevas fórmulas realmente generosas.

En resumen, para qué seguir. Con cierta amargura dice uno estas cosas, no con el satisfecho recochineo del rentabilizador profesional de la disidencia. A algunos de los que desde el comienzo hemos prestado apoyo sin reticencias a esta operación de cambio, y pensamos seguir haciéndolo mientras el Gobierno o la conciencia no nos lo impidan definitivamente, nos viene dando cada vez más la impresión de que vivimos la gran ocasión perdida de la izquierda democrática.

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