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Reportaje:

El hombre que 'desenmascaró' a una tragaperras

Un cartero introdujo 680 monedas de cinco duros en una máquina electrónica para demostrar que estaba trucada

Era la primera vez que entraba en aquel bar de la avenida de Rafaela Ibarra y sólo pretendía refrescar la garganta, tomar una cervecita después de varias horas de patearse el madrileño barrio de Usera con la correspondencia de los vecinos a hombros. El trabajo de esa jornada estaba ya terminado y la siguiente, la del día de San Juan, era festiva para los funcionarios. Así que Fernando Hernández respiró satisfecho, dejó su bolsa sobre el mostrador, pidió una caña y dio un vistazo a su alrededor.El local era estrecho, apenas la barra y poco más, y estaba empapelado con multitud de carteles taurinos. Pero no fueron los carteles los que le llamaron la atención, sino aquella pequeña y solitaria máquina tragaperras situada al comienzo del bar, junto a la puerta, que con su musiquilla reclamaba dinero, dinero, dinero.

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El cartero no lo pensó dos veces: metió la mano en los bolsillos del pantalón, sacó las monedas de cinco duros que encontró y empezó a introducirlas por la ranura. Campanas, cerezas, peras y albaricoques giraron y giraron sin concederle ni una peseta. Entonces, Hernández cambié en la barra un billete de 1.000 pesetas, y luego otro, y luego un tercero. Para entonces ya estaba convencido de que el aparato no jugaba limpio y se lo comunicó al camarero. "El no notó nada raro. Sólo me dijo que hacía un par de días que no salía el premio máximo, el de 500 pesetas".

Fernando Hernández llevaba encima 17.000 pesetas y, a lo largo de tres horas, las fue convirtiendo en combustible metálico para las crueles e insaciables frutas del aparato. Y lo hizo. pura y simplemente, porque quería demostrarle al camarero, al fabricante, a todo el mundo, que su intuición era cierta, que allí había trampa. "No me salió ni un solo premio máximo, sino tan sólo cuatro o cinco de 100 o 200 pesetas".

Bajo de estatura, cargado de espaldas y ancho de estómago, en Fernando Hernández destaca sobre todo su cabeza: grande, calva en la frente y flanqueda por unas melenas rizadas de las que acostumbran a lucir los directores de orquesta. El funcionario es un hombre sosegado que en ningún momento de su peculiar combate contra el Juego electrónico perdió los modales. Estaba tranquilo, frío incluso, con el espíritu del que realiza metódicamente un experimento que va a confirmar sus tesis. No menos sereno está ahora, al relatar su historia en el salón de su casa, una pequeña pieza presidida por dos retratos de Juan Pablo II.

El piso del cartero es uno de los ocho que se agolpan en la cuarta planta de un bloque-colmena del barrio de La Elipa. Una fiera perra loba lo comparte con el soltero Hernández. "Mi trabajo es muy duro, toda la mañana cargando con el bolsón, por lo que en el tiempo libre procuro pasármelo bien. Y, bueno, una de las cosas que más me gusta es jugar con las máquinas electrónicas, aunque hasta ahora lo máximo que había gastado de una sola vez eran 5.000 pesetas".

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También le gustan los bingos, y cuenta que hace tiempo presentó denuncia contra uno de ellos porque no le habían devuelto el cambio de un billete de 5.000 pesetas. "Yo reclamé mi dinero y me trataron como si quisiera estafarles, y eso no lo admito. Sé que muchos dirán que soy tozudo, pero creo que España funcionaría mejor si todos conociéramos cuáles son nuestros derechos y protestáramos cuando alguien no los respeta".

No quiso que le devolvieran el dinero

La víspera del pasado día de San Juan, Fernando Hernández vivió la última de sus particulares batallas contra los posibles engaños en el juego. Fueron tres horas de titánico enfrentamiento, que asombraron a todos los que estaban en el bar de la avenida de Rafaela Ibarra. Pero cuando el número de billetes que desembolsaba el empeñado cartero empezó a alarmarle, el camarero del bar comprendió que el experimento estaban yendo muy lejos y llamó al mecánico responsable del aparato. "El mecánico me dijo que la máquina estaba bien, que devolvía en premios el 80% de la recaudación y que lo que pasaba era que yo estaba teniendo mala suerte". No le convencieron las explicaciones a Hernández y, ni corto ni perezoso, anunció que iba a denunciar a la policía el hecho de que no hubiera obtenido ningún premio de 500 pesetas después de 680 jugadas."Mientras llegaba la policía, el camarero y el mecánico, que estuvieron muy correctos, me dijeron que me veían muy abatido por haber perdido tanto dinero y me ofrecieron 2.500 pesetas si olvidaba el asunto y me iba a casa. No las quise tomar". Al poco, llegó un coche zeta de la Policía Nacional, cuyos ocupantes escucharon lo ocurrido, anotaron los datos del aparato y se llevaron a Hernández a la comisaría de Usera para que formalizara su denuncia. Aquello tampoco convenció al jugador. "Es que no precintaron la tragaperras para que la brigada del juego confirmara o desmintiera que estaba trucada, y, claro, luego cualquiera puede haberla arreglado", dice Hernández.

"En la comisaría me volvieron a preguntar si retiraría la denuncia en caso de que me devolvieran todo el dinero, y les dije que no, que si me devolvían mis 17.000 pesetas, yo se las daba a cualquier sitio benéfico y seguía adelante para demostrar que aquella máquina no estaba bien". A las seis de la tarde, cinco horas después de haber en entrado en aquel bar de Usera que no conocía de antemano, el cartero regresava a su casa del barrio de La Elipa, con la satisfacción de que ha probado la absoluta perfidia de un poderodo rival.

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