Reivindicacion del plagio
El marqués de Casamiranda dimitió de su cargo de director general para Latinoamérica, asumiendo así la responsabilidad de la utilización para un discurso del Rey de textos publicados anteriormente por Le Monde Diplomatique firmados por Felipe González. Gesto noble, pero excesivo, como injusta fue su aceptación, ateniéndonos a las modernas teorías sobre el plagio y la creación literaria; castigo para nosotros engorroso, pues su jurisprudencia, obligatoriamente retroactiva, nos fuerza a revisar obras y autores para someterlos a las exigencias de la ley. ¿Qué pena aplicar ahora al ensalzado Miguel de Cervantes -suprimirle el título de príncipe de los ingenios, propongo- o al fantástico García Márquez -confiscarle el Premio Nobel, cuando menos-, culpables ambos, como todos los que escribimos, de crimen de lesa literatura si se les mide con el mismo rasero?Es preocupación sensata, hasta de eximios escritores, ponerse bajo la advocación de alguna divinidad creadora en el instante azaroso de plasmar lo imaginario en texto. Podemos presumir que la mano,del alcabalero manco de Sevilla temblaba menos al escribir: "En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo..." porque en su mesa tenía un ejemplar de Las mil y una noches abierto por su cuento "Aladino y la lámpara maravillosa": "En la capital de un reino de cuyo nombre ahora no me acuerdo, en otro tiempo vivía un alfayate...".
Del mismo modo, el primogénito del telegrafista de Aracataca debió invocar al Juan Rulfo de Pedro Páramo ("El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir") al escribir las primeras líneas ("Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo") de lo que la inmensa mayoría iba a considerar como su gran novela, relegando a un plano inferior esa joya de la soledad que es El coronel no tiene quien le escriba.
Desde tiempos remotos, la creación literaria es la práctica del plagio. Cualquier frase, cualquier línea que se crean inventadas ya han sido escritas, figuran en algún libro anterior, Por ello todo libro es, como piensa Umberto Eco, un diálogo de libros. Los formalistas rusos aseguraban que sólo existe un texto original en perpetua transformación, lo que corrobora Jean Giraudoux: "El plagio es la base de todas las literaturas, excepto de la primera, que, por otra parte, nadie conoce".
En realiciad, la noción del plagio infamante apareció muy tarde, hacia el año 1735. Su divulgación coincide con la de la propiedad literaria. Voltaire, que sabía mucho de ambos asuntos, nos ofrece la primera definición de ese neologismo, al tiempo que revela sus avatares personales: "Si un autor vende las ideas de otro como si fueran suyas, le llaman plagio a este pecadlillo". La etimología de esta palabra es sumamente reveladora, pues originalmente un plagiario era la persona que robaba, apropiándoselos, los esclavos ajenos; metáfora que nos lleva a considerar lo inadmisible: el texto, esclavo de su autor.
Antes, en los siglos XVI y XVII, se practicaba el plagio de los autores griegos y latinos con absoluta regularidad; era raro que los escritores del mismo país se copiasen, y la escena de la galera de Les fourberies de Scapin, de Molière, tomada textualmente de Le pèdant jouè, de Cyrano de Bergerac, es una excepción, un fenómeno que no afectaba todavía la ideología de la literatura.
Eran tiempos en que Gracián, en El criticón ("De modo que la dulce conversación, banquete del entendimiento, manjar del alma, desahogo del corazón, logro del saber, vida de la amistad
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y empleo mayor del hombre"), plagiaba a Mateo Alemán ("... que la buena conversación, dondequiera es manjar del alma, alegra los corazones de los caminantes, espacia los ánimos, olvida los trabajos, allana los caminos, entretiene los males, alarga la vida y, por particular excelencia..."), y se inspiraba ampliamente ("la muerte del hombre está en el tropezón de su lengua más que en el del pie, porque el desliz de su lengua puede costarle la cabeza, pero el del pie pronto se cura") en alguno de los autores anónimos de Las mil y una noches ("De su lengua el tropiezo, / al hombre mata, / no el que dan los pies torpes / cuando resbalan. / Pueden de éste curarse, / pero del otro / no hay quien salvarlo pueda. / Lo lleva al hoyo"). Y por no cansarme citando, concluiré con la anécdota de la noche 765, idéntica a la que inserta Hurtado de Mendoza en El lazarillo de Tormes (tratado tercero): "Y cuentan también de Abú Nuas que iba una vez con un hombre muy pobre y se cruzaron con un entierro. Y la viuda del muerto le hacía llanto y duelo, y entre otras cosas decia así:
"-¡Ay, marido mío, pobre de ti, que te llevan a la casa donde no hay lecho ni techo, ni comida ni bebida"
"Y Abú Nuas volvióse a su amigo y le dijo:
"-Me parece que te lo llevan a tu casa, hermanito!".
Al abrirse las fronteras europeas, el plagio, en cierto modo se internacionalizó. Diderot plagió a Goldoni; Marivaux, en Las falsas confidencias, a los autores de la Restauración inglesa, y Moliére no sólo a los autores de la comedia italiana, sino también a Tirso de Molina (Don Juan), así como Corneille hurgó en nuestro romancero (El Cid).
Hay que esperar a Lautréamont, y más tarde a los superrealistas, para hallar una reivindicación neta del plagio, "necesario, que el progreso exige -escribió aquél-; desmenuza mejor la frase de un autor, utiliza sus expresiones borrando las ideas falsas y sustituyéndolas por otras justas".
Con la irrupción del psicoanálisis y la impregnación de sus principios en la literatura sabemos que ocurre con un libro lo mismo que con el río de Heráclito: será el mismo libro, pero no dirá lo mismo en cada lectura. Tampoco el lector será el mismo en una segunda lectura: nuevas experiencias modifican su percepción. Y ampliando este concepto al terreno del plagio, el mismo texto, firmado por dos personas diferentes, no aportará idéntico mensaje.
En este sentido, es una revelación cotejar el texto de Felipe González con el del Rey. Ambos son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.) Aquél, por ejemplo, escribió:
"... Superada una época en la que España e Iberoamérica han estado más cerca en lo formal que en las cuestiones de fondo, se inicia una nueva etapa, en la que las relaciones entre nuestros pueblos pueden y deben adoptar un común proyecto de auténtica dimensión histórica".
Redactada en el mes de abril, redactada por el primer ministro González, esa encomiable intención es un mero elogio retórico de la historia. El Rey, en cambio, dijo:
"... Superada una época en la que España e Iberoamérica han estado más cerca en lo formal que en el fondo, se inicia una nueva etapa en la que las relaciones entre nuestros pueblos pueden y deben adoptar en común un proyecto de auténtica dimensión histórica".
Dimensión auténtica de la historia. La idea es asombrosa. Con soberano proyecto, la historia, para él, no es lo que pueda suceder, sino lo que decida que suceda.
También es vívido el contraste de estilos. El estilo arcaizante de Juan Carlos -Rey, al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
Esta técnica nueva enriquece el arte detenido y rudimentario de la lectura. Los textos dejan de pertenecer a sus autores, y cada hora que pasa cambia su sentido. Por eso, tan injusto es atribuirle hoy a nuestro primer ministro la violenta diatriba contra la OTAN que pronunciara Felipe González el 15 de noviembre de 1981 ante 250.000 personas como haber aceptado la dimisión del marqués de Casamiranda.
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