El séptimo vuelo
En la madrugada encuentro mi vieja maleta en el cuarto del hotel. Para ella, el séptimo vuelo de mi recorrido de trabajo por Estados Unidos ha sido largo. Creo que se fue hasta Canadá, en vez de llegar conmigo al aeropuerto de Nueva Orleans, donde me esperaban el doctor Paolini y su esposa esta mañana. Dentro de la maleta estaban los papeles que suelo llevar en el bolso. Los textos de mis conferencias y este libro de notas donde ahora escribo. En un espejo veo con disgusto mi vieja cara aguileña y pomulosa que observó con tanta simpatía como curiosidad el matrimonio Paolini mientras nos estrechamos las manos y yo les hablaba -alucinada aún- del irrepetible espectáculo de las nubes. Un museo de estatuas de nieve flotando en el azul: centenares de esculturas que pudo haber tallado Henry Moore, entre las que nos deslizábamos.-Suponemos que habrá comido en el avión. Como mañana es día de descanso, antes de seguir su viaje, y el cónsul de su país la va a acompañar en la visita a la ciudad, tenemos esta tarde un programa apretado... La ceremonia, la boda...
Comprendí que mi cabeza flojeaba. Que entendía mal. Desde ayer a mediodía un banquete me había quitado las ganas de comer. Por la mañana, en el aeropuerto rechacé, fascinada por la conversación, el desayuno que me ofrecieron los amigos que fueron a despedirme. ¿Había comido en el avión? No. Un sorbo de coca-cola, dos cigarrillos, las nubes... y el aterrizaje. Pero aún seguía en mi séptimo vuelo y deseaba tomar un café en seguida, en el aeropuerto. Y ¿no podría librarme de esa ceremonia de la boda? (¿se casaba el rector de la universidad?). Me hubiera gustado descansar un poco, repasar mis papeles antes de la conferencia... El doctor Paolini no pudo seguir informándome porque acabábamos de darnos cuenta de que mi maleta no había llegado al mismo tiempo que yo y hubo que hacer diligencias para que fuese rescatada (¿en Alaska?, ¿en Canadá?) y llegase a mis manos antes de mi octavo vuelo. Nos olvidamos del café en el bar del aeropuerto. En automóvil hicimos un largo y encantador trayecto por el Garden District, con sus villas de columnatas blancas, sus robles centenarios y el césped con los rieles sobre los que
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El séptimo vuelo
Viene de la página 11se desliza el único tranvía, el tranvía llamado deseo (por Tennesse Williams). Nos detuvimos en mi hotel "para avisar la llegada de la maleta y hacer la inscripción". Confieso que me porté mal. Mientras los Paolini se encargaban de hacer mi inscripción, mientras los Paolini seguían creyendo que aquel desayuno que yo anhelaba era producto de mis "originalidades de escritora" (un desayuno como postre de un almuerzo), una fuerza irresistible me arrastró al restaurante del hotel, donde reinaba la animación en las mesas adornadas con flores y plata y cristal. Los Paolini me encontraron tomando el café que había pedido mientras me servían el plato elegido al azar en la minuta.
Ellos se reían. Yo también. Debían de considerarme una especie de Pantagruel. Al parecer, después de recibir una carta del doctor preguntándome por mis gustos en cuestión de comidas y si mis horarios debían ser los españoles o americanos, yo había contestado que no se preocupasen, que a mí la comida me daba lo mismo: "Cualquier cosa, a cualquier hora".
Pero, en verdad, eso podía interpretarse de muchas maneras. Entre risas mías y de ellos, el doctor Paolini me explicó que a las tres en punto teníamos que estar en la capilla de la universidad. Comenzaba la ceremonia de la Sociedad Hispánica, Sigma Delta Pi, y después de la admisión de los aspirantes Paolini mismo iba a imponerme la insignia de la Orden del Quijote. Ya sabía él que me habían impuesto la de la Orden de los Conquistadores en California. Ya conocía la ceremonia.
El café me había despejado. Teníamos contados los minutos. Me puse en pie en el momento en que un solemne camarero seguido de dos acólitos se acercaba a nuestra mesa llevando en cazuela de plata algo que debía ser un guiso suculento (¡qué asombro en los ojos del maestresala y qué risueño alivio en los de mis amigos cuando huimos, corriendo entre las mesas, de aquella maravilla culinaria!).
-Es cuestión de la boda, que comienza a las cinco. La capilla es transformable. Se oyen misas católicas en ella, hay ceremonias protestantes, también sirve para conciertos, obras de teatro incluso. La ceremonia de admisión de nuevos aspirantes y de ingreso de nuevos miembros de honor la conocen muchos colegas escritores españoles. Tiene un regusto a viejos cuentos de masonería: velas rojas encendidas en candelabros amarillos sobre la mesa cubierta con repostero bordado con el escudo y las armas de España. Velas encendidas en la mano de los nuevos miembros, que firman sus promesas de contribuir y ayudar en todo momento a la expansión y conocimiento de la cultura española, de su literatura en particular, del conocimiento de las personas representativas de esta cultura. Soy persona poco impresionable en cuestión de ceremonial, pero es impresionante para mí saber que, desde su fundación, Sigma Delta Pi ha llegado a contar en Estados Unidos con 300.000 miembros hispanistas que conocen mucho mejor que nosotros a nuestros escritores, filósofos, poetas, ensayistas, novelistas, dramaturgos...
Pensaba en estas cosas cuando me impusieron el pequeño distintivo de la orden, y ya me iba a retirar a mi asiento cuando el doctor Paolini me retuvo, sonriente, con un gesto y anunció que en ese momento comenzaba mi anunciada conferencia... Durante una fracción de segundo invoqué a las mujeres de siglos pasados que en momentos como éste sabían desmayarse con elegancia.
Mi invocación no fue atendida por los fantasmas de esas desaparecidas damas. Y, sin saber cómo, empecé a hablar -qué remedio-. Después las cosas fueron bien. Comenzaron las preguntas. Me animé.. A las cinco en punto, el doctor Paolini anunció que las preguntas seguirían en su casa, donde se daba una recepción en mi honor a la que todos los asistentes estaban invitados... Mientras salíamos, la capilla se había vuelto a convertir en iglesia y ya llegaban los invitados a la boda que no era la del rector, ni tenía nada que ver con la universidad.
En la recepción, en las salas de la casa del doctor Paolini, volaban las bandejas con copas, dulces y saladillos, que rechacé porque ya no tenía gana, porque estaba conmovida por el interés de los que me hacían preguntas y me presentaban libros para firmar. No sabía si estaba soñando que ya había terminado mi trabajo en Nueva Orleans; quizá aquellas figuras que se movían a mi alrededor eran nubes como las blancas estatuas que nunca olvidaré; quizá seguía aún mí séptimo vuelo. Pero no soñaba. Después de la recepción nos trasladamos a un antiguo y tradicional hotel del viejo Nueva Orleans, donde se celebró un banquete. Las prisas habían terminado. Al oír mi versión de aquella tarde, dentro del aturdimiento de mi séptimo vuelo, el doctor Paolini se reía conmigo y con su mujer de tan buena gana que les di permiso para que hicieran un cuento cómico tomando mi despistada persona como protagonista. Y así nos despedimos. Con la cordialidad, con la necesidad de seguir aún el diálogo con que me he despedido de todos los profesores hispanistas en todos mis vuelos. Mañana volveré a ver el puerto sobre el Misissipi, la plaza mayor española en el viejo barrio francés, la casa donde William Faulkner escribió su primera novela. El séptimo vuelo ha terminado. Hasta dentro de 24 horas no volveré a pensar en mi trabajo... O mejor dicho, en el trabajo, las atenciones incontables, el interés con que los hispanistas me han recibido y me van a seguir recibiendo -desde aquí mi gratitud- en el octavo y noveno y décimo vuelo que aún me esperan.
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