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Tribuna
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Cinco siglos de historia y desventura / y 2

"No me espantan ni me embarazan las cosas que vienen a mis manos", escribía Vitoria en una carta de 1534, "excepto trampas de beneficios y cosas de Indias, que se me hiela la sangre en el cuerpo en mentándomelas"; y más abajo, en la misma carta: "Si yo desease mucho el arzobispado de Toledo, que está vaco, y me lo hoviesen de dar porque yo firmase o afirmase la inocencia destos peruleros, sin duda no lo osara hacer. Antes se me seque la lengua y la mano que yo diga ni escriba cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad ( ... ). Y no faltará, etiam intra Ordinem Predicatorum (aun entre los propios dominicos), quien los dé por libres, immo laudet et facta et caedes et spolia illorum (y, aún más, llegue incluso a alabar tanto sus hechos como sus matanzas y sus depredaciones)".Ni siquiera en la Orden de Predicadores, que, frente a franciscanos y jesuitas -siempre indulgentes hacia cualquier vesania o rebatiña de los blancos-, había sabido honrarse con la defensa de los indios, confiaba Vitoria en encontrar unanimidad en cuanto a condenar los actos de los peruleros. Pese a lo cual, aun el mismo Vitoria, que tan horrorizado se mostraba ante las cosas de Indias en el terreno de los hechos, en cambio, por lo que atañe al terreno del derecho, resultó al cabo más débil y acomodaticio de lo que acaso él mismo hubiese querido o sospechado ante el furor de dominación y de rapiña en que consiste el músculo y el nervio de la historia universal.

Sus Relecciones de los indios acabarían, en efecto, por configurar, de hecho, todo el sistema de coartadas y eximentes morales y jurídicas a que se agarraría en adelante -como a un prontuario de recetas inmunizadoras de conciencias- toda colonización cristiana posterior, tanto católica como protestante, hasta los boers o Cecil Rhodes o Leopoldo de Bélgica. Servicio que, por cierto, no dejaría de serle agradecido del modo más unánime y cordial por toda la canalla predatoria -germánica o latina- de la vieja Europa, que no ha andado remisa en concederle el grotesco entorchado de "creador del Derecho internacional". ¿Qué horror y qué vergüenza ante este título, qué sentimiento de repudio hacía los propios escritos por los cuales le ha sido acreditado, no sentiría hoy tal vez, si levantase la cabeza, aquel cristiano de piadoso corazón, aquel pobre fraile tan consternado como acorralado y rebasado por el fúnebre huracán de la historia universal?

Soto y Setino

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El carácter de lucubraciones ad hoc, siempre típica y necesariamente casuísticas, o sea de racionalizaciones y moralizaciones demandadas y lucubradas a posteriori, a partir de unos hechos consumados, que presentan tratados morales y jurídicos como los de Vitoria o el padre Suárez, se nos desvela, del modo más ingenuo, en una frase de fray Domingo de Soto en el informe sobre la disputa entre Las Casas y Sepúlveda, donde el propósito se enuncia como "examinar qué forma puede haber cómo quedasen aquellas gentes subjectas a la majestad del Emperador, nuestro señor, sin lesión de su real conciencia". (Hoy como ayer: sí ayer no era cuestión de la lesión de los cuerpos y las almas de los indios, sino de la lesión de la real conciencia del Emperador, hoy tampoco es cuestión del atentado a las personas singulares, sino del atentado a la real Carta de los Derechos Humanos.) Bien se trasluce en la fórmula de Soto cómo el criterio moral es arbitrado ad hoc, en interés de un fin ya decidido y emprendido, y en función de coartada que lo ponga a salvo frente a cualquier posible impugnación de la conciencia. Lo que se intenta salvar, en realidad, no es siquiera la conciencia, sino el fin, ya que no es éste el que se mueve para ponerse a la par con la conciencia, sino la conciencia la que se desplaza y se reajusta para adaptarse al fin. Más lúcida y cínicamente lo decía, en Tito Livio, aquel pretor lacial, Anio Setino: "Facile erit, explicatis consíliss, accomodare rebus uerba" ("Fácil será, una vez puestos en marcha los propósitos, ajustar las palabras a los hechos"). Veinte siglos de historia contemplaban realmente al emperador de los franceses cuando dijo aquello de "nous nous engageons et puis on verra".

Por supuesto que el precedente, el modelo y el pretexto para la conquista y colonización de América fue el Imperio Romano; y ya en la última época republicana Posidonio había esbozado una respuesta no menos ad hoc para zanjar la famosa quaestio de Carneades -"¿Cómo puede el conquistador llamarse justo?"-, sugiriendo que la fuerza cruenta se legitimaba si tenía como fin el de elevar a los pueblos sojuzgados hasta un estadio de cultura superior. La tan magnificada creación histórico-político-cultural romana supuso, entre otras cosas, que, sin haber todavía armas de fuego y en solos cinco años de campana, César llegase a matar hasta un millón de galos de entre una población estimada por alto en 10 millones. Ahora, eso sí, también la Galia entró, a partir de entonces, por supuesto, en la historia universal. No obstante, no se puede olvidar que lo que ocurrió en América ocurrió después de predicado el Evangelio y bajo el signo de la Cruz, y eso es lo que desoladoramente multiplica el estigma y el escándalo.

No en vano, empero, ya en Nicea la sangre del Redentor había sido vendida, al precio del ya mísero, ya opíparo, plato de lentejas de las subvenciones imperiales, al príncipe de este mundo, y en él, a todos los poderosos de la tierra.

Dina y Siquem

Por otra parte, no hay falacia histórica más cínica ni escamoteo antropológico más desvergonzado que el de decir que en América hubo fusión de pueblos o de razas. Y la falacia está en no distinguir entre fusión y mestizaje y pretender colar lo uno por lo otro. La fusión, si se me admite como término preciso, comportaría una reciprocidad, una bilateralidad, en cuanto al sexo de las uniones mixtas, tal como la que el jeveo Hamor, en nombre de su hijo y de su tribu, propuso a Jacob-Israel, tras el rapto de Dina, hija de éste, por el primogénito de Hamor, Siquem, que, enamorado de ella, había rogado a su padre que se la, pidiese a Jacob en matrimonio: "Dadnos vuestras hijas y tomad vosotros las nuestras".

Nada de esto sucedió en América, sino que los partenaires exclusivos de la presunta fusión fueron el varón blanco y la hembra india o negra. Y por mucho que en 1514 se autorizase el matrimonio de españoles con mujeres indias (probablemente más por remediar, poniéndoles en regla los papeles, el vivir en pecado de los españoles arrejuntados con indias en barraganía que por dar a esas indias y a sus hijos alguna forma de protección legal frente a posibles irresponsabilidades de sus amantes blancos), tal mestizaje no puede recibir, étnicamente hablando, otro nombre que el de violación de los pueblos conquistados por los conquistadores, violación de los dominados por los dominadores, de los siervos por sus señores, de los esclavos por sus amos. La hembra blanca permaneció, étnicamente, virgen.

Gracias a esta virginidad -y realcanzando con ello el sentido originario y más profundo de la subordinación femenina- pudo sentirse dignificada en su inferioridad respecto del varón, recompensada de ella, con el íntimo orgullo de ser depositaria de la superioridad étnica (de su propia estirpe.

En el propio episodio de Dina queda bien sugerido el hecho de que el sentido originario de la su

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bordinación femenina no sea otro que el que la refiere a las relaciones entre pueblos diferentes -relaciones de igualdad o de superioridad-inferioridad-, y, en consecuencia, con el siempre antagónico orgullo de la propia identidad, que es siempre también, de modo inevitable, sentimiento de superioridad. Y así vemos que el pueblo más celoso y más pagado de su propia identidad, más ensoberbecido y endiosado en su superioridad, el pueblo bíblico de Jacob-Israel, era también el que llevaba a su límite más bajo la inferioridad de la mujer. No es Dina misma la que es vengada y purificada mediante el degüello de todos los varones de la tribu de Hamor por las espadas de Simeón y de Leví, sino la estirpe de Jacob-Israel, profanada y manchada en su identidad, a través de Dina, por la simiente de una estirpe extraña e inferior. El que la unión de Dina con Siquem fuera una unión maldita asentaba la superioridad de la estirpe de Jacob sobre la de Hamor; del mismo modo, la proscripción social de las uniones entre mujer blanca y varón indio o negro es el índice más profundo e incontestable de la radical jerarquización étnica en que se configuró y se conservó, lo mismo en el Norte que en el Sur, la colonización americana.

Walter Raleigh

Hay un pasaje de una carta de sir Walter Raleigh a su reina Isabel de Inglaterra que haría sin duda -y, por una vez, acaso con razón- las delicias de cualquier psicoanalista: "La Guayana es una tierra que tiene todavía intacta su virginidad, jamás saqueada, arada o trabajada; la faz de la tierra, sin romper; la virtud y la sal del suelo, sin gastar por el abono; las tumbas, sin abrir para sacar el oro; las imágenes de los dioses, aún por derribar de lo alto de los templos". Como puede apreciarse, todas las representaciones enunciadas convergen, de la manera más enfática, en imágenes de atropello y violación, como un largo bramido del que Mairena llamaba "el eros genesíaco", "el bíblico semental humano".

Pero tal interpretación sería parcial e insuficiente. Por mi parte, me inclino a pensar, más bien, que la violación específicamente sexual de los pueblos sojuzgados no es sino un ítem más, un síntoma entre otros, si se quiere especialmente simbólico, mas no por eso mínimamente extrapolable del síndrome predatorio general de la conquista, del abstracto y unitario esquema de motivación autoafirmativa que puso en movimiento a tantos millares de hombres y que podía abarcar, como una misma cosa y bajo un único furor, la tala y la deforestación, la degollina y la desfloración, el sojuzgamiento y el expolio, el sacrilegio y la profanación. No otro es el verdadero espíritu motor de la conquista, el tenebroso viento de galerna que hincha el velamen del galeón de la historia universal.

Preguntaos de una vez, sinceramente, qué dios o qué fetiche insaciable y despiadado ha de ser éste de la historia universal para que sus fastos salten así, olímpicamente imperturbables, por sobre las cabezas de los hombres, indiferentes a 500 años de endémicas miserias, desastres recurrentes, cíclicos y recrudecidos desencadenamientos de sangre y de martirio; qué ídolo inhumano, extraño a cualquier cosa que concierna al afán de cada día de los mortales, no ha de ser éste que se permite anticipar sus conmemoraciones saltando en el vacío del tiempo abstracto con una pértiga de 10 años de largo, inmune, impune, soberanamente ajeno a lo que hoy mismo está pasando, a lo que sobre el más próximo mañana tan amenazadoramente se presagia o, en fin, a lo que apenas ayer acaba de pasar. La general catástrofe de América, hoy incluso en uno de sus trances más sombríos y más desesperados (y en el que la ponzoña de la tan magnificada "creación histórico-políticocultural hispana de Ultramar", lejos de perder fuerza con el tiempo, no parece sino aumentar la virulencia de su poder maléfico, subiendo a cada nueva recurrencia otro peldaño más, aún no alcanzado, en la escala creciente del horror, pues jamás antes se había conocido espanto comparable al de las desapariciones argentinas) debería hacer sentir como una burla cínica y perversa esta especie de Acción de Gracias a la Historia Universal -que no otra cosa vendría a ser la conmemoración del centenario- por el imperial regalo del Descubrimiento; debería hacerla sentir como un escarnio ultrajante para quienes, justamente, menos tendrían que agradecerle. Si es que hay alguna esperanza concebible, lo mismo para América que para el mundo entero, de quebrantar la perdurable maldición de la Historia Universal, lo que sin más parece procedente es empezar por dejar de celebrar sus cumpleaños. Y éste, en concreto, vendría a ser, como fiesta, y tanto más ante la situación presente, especialmente obsceno y deshonroso.

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