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¡Ah, farsantes!

Desde 1946 hasta 1961 trabajé en una importante empresa, propietaria de uno de los más populares balnearios de la costa uruguaya. Ingresé como pinche de contaduría y egresé como gerente , después de haber recorrido todos los grados del escalafón: auxiliar, oficial, jefe de contaduría, secretario del directorio, etcétera, y de haber recogido en cada uno de esos niveles los fragmentos de una sabrosa leyenda: la del fundador de la compañía, don Francisco, ya fallecido en la época de mi incorporación.Famoso rematador (así se llama en el Río de la Plata al encargado de una subasta pública), fue sobre todo un pionero, no sólo en el negocio inmobiliario, sino en las artimañas anexas. Según narraban los empleados más veteranos, allá por los años veinte las exigencias fiscales, catastrales y administrativas no eran todavía muy rigurosas, de modo que aquel adelantado podía organizar en plena plaza de la Independencia de Montevideo remates de terrenos situados en determinados lugares del interior de la República. La propaganda se basaba en un plano gigantesco donde por lo general había un arroyito, una colina, un croquis de plaza y varias calles en proyecto. Como es usual en estas operaciones, los promitentes compradores debían abonar una seña cuando el rematador les adjudicaba un solar, que luego debía ser pagado en cómodas cuotas mensuales. La inflación era entonces un fantasma remoto, de modo que no había inconveniente en que la venta fuera a 20 o 30 años de plazo.

Por lo general, don Francisco vendía todos los terrenos que ofertaba, ya que su poder de convicción mercantil y de seducción inmobiliaria era verdaderamente ilimitado. Una vez concluida la subasta, reunía los importes percibidos en concepto de señas, llamaba a uno de sus hombres de confianza, ponía aquel dinero en sus manos y le daba instrucciones: "Mañana te vas a Durazno (o a Maldonado o a Río Negro) y no regreses aquí hasta que no consigas y compres un buen campo, más o menos como el que figura en el plano; si es posible, con una lomita y un arroyo cercanos". Por lo común, el emisario efectuaba cómodamente la adquisición y a veces hasta le sobraba plata. Eso quería decir que todas las cuotas mensuales que ingresarían por 20 o 30 años en las arcas de la empresa iban a ser poco menos que ganancia pura. En definitiva, don Francisco no estafaba a nadie: a cada comprador le adjudicaba religiosamente su solar. Sólo cometía una módica transgresión: en el momento de la subasta, aquel terreno, como tal, aún no existía.

Con ese y otros procedimientos no menos ilegales y / o ingeniosos terminó haciendo una cuantiosa fortuna. Años más tarde fundó el célebre balneario, en una época en que todavía ese lugar no estaba unido por carreteras a la capital. Para diversas actividades anexas contrató en Europa a varios reputados técnicos y los trajo al balneario con tentadoras promesas que luego, por supuesto, no cumplió. Cuando los técnicos advertían la trampa ponían el grito en el cielo, intentaban abandonar el trabajo y pretendían escapar a Montevideo, pero el único medio de transporte era entonces un barquito que, como era previsible, pertenecía también al dueño del balneario. No había billetes disponibles; o sea, que los damnificados debían elegir entre quedarse trabajando o hacer más de 100 kilómetros a pie.

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A los hijos de don Francisco les gustaba mucho disfrutar de la creciente fortuna amasada por el viejo, pero les atraían bastante menos las fatigas para lograrla; de modo que don Francisco se fue desencantando paulatinamente de su descendencia. La historia de la grandeza y decadencia de esta familia siempre me pareció la de unos Buddenbrooks criollos, y realmente hay en ellos suficiente material para una saga a la orientala, que acaso algún día me decida a escribir siguiendo el consejo del menor de los nietos de don Francisco (un buen muchacho del que fui bastante amigo y que se burlaba ruidosamente de la retórica familiar): "Vos tenés que escribir sobre nosotros; aquí sí que hay tema".

¿Qué hacer?

Hasta edad muy avanzada, don Francisco siguió ocupándose personalmente de los remates, casi siempre con el acompañamiento de una pintoresca bandita de músicos, que se incorporó al folklore nacional y amenizaba las subastas convirtiéndolas en una suerte de ferias o tinglados populares. Cuando aquel hombre fuera de serie murió parece que estaban junto a él los hijos, las nueras, los nietos, los altos funcionarios de la empresa y ansiosos varios. Cuenta la inexorable leyenda que el viejo compatriota, en su colchón de muerte, miró uno a uno a sus ineludibles herederos ya sus presuntos legatarios. Tras esa última subasta, dijo claramente: "Ah farsantes!", y a continuación crepó (del italiano crepare: reventar, rajarse, morir) como un bendito. Hay quienes piensan que para exhalar un último suspiro tan conspicuo los latifundios son indispensables.

A mí esa peripecia (transmitida oralmente por varias promociones de empleados) me impresionó tanto que varios decenios más tarde me llevó a escribir un poema con un título involuntariamente leninista (¿Qué hacer?) y con un epígrafé de la mexicana Rosario Castellanos (¿Qué se hace a la hora de morir?), en el que llegaba a la conclusión de que en esa instancia única e irrepetible más vale (como don Francisco) improvisar, ya que si uno programa decir algo pujante y después solloza como un perro apaleado, o si se propone soltar un llanto digno y luego canturrea como un orate, o si planifica extender la mano abierta y después es un puño, y no queda claro si es por tacaño o por comunista, puede ser tildado de inconsecuente o frívolo, y ésa no es buena lápida.

Todo ello no impide que en plena vida, con más acreedores que estertores y más deudas que deudos, uno sienta a veces la incontenible tentación de citar a aquel veterano bribón inmobiliario y murmurar un ecuménico "¡Ah farsantes!", sobre todo si comparecen y desaparecen ciertos fascistas que por fortuna se volvieron demócratas, ciertos fervorosos defensores de la vida que exigen sin rubores la pena de muerte, ciertos ricos que se trepan al camello para ver sí pasan por el ojo de la aguja, o ciertos panegiristas de un american way of life que incluye las. cenizas de Hiroshima. Sin embargo, a esta altura me asalta una duda vergonzantemente sudaca: la palabra farsante, ¿tendrá en España los mismos matices que en el ámbito rioplatense? Recurro sumisamente a la enciclopedia Larousse, y en su volumen. IV, página 736, ángulo superior izquierdo, no sólo me aseguro de que la acepción es la misma, sino que además encuentro una cita confirmatoria, extraída de V. Blasco Ibáñez y que más bien parece de estos tiempos: "Decían que era un farsante que había huido para comerse en el extranjero los millones robados a sus clientes". Válgame Dios, cuando parece que la vida imita al arte es porque el arte ha logrado anunciar la vida. Quizá podría complementarse con otra cita, pero de Horacio: "Bis repetita placent", que en traducción libérrima al hispanosudaca de Carlos Gardel significaría aproximadamente: "Ten cuidado, mariposa".

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