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Tribuna
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El talante de Margaret Thatcher

El triunfo electoral del conservadurismo británico es ante todo la victoria de un talante. No es que haya de olvidarse lo que de positivo cuente en el haber del Gobierno conservador de Londres desde su vuelta al poder. Reducir la inflación de un modo drástico, aun a costa de aumentar la cota del desempleo, es una operación que pocos gobiernos occidentales han intentado y logrado en tan breve espacio de tiempo. Sujetar la preponderancia sindical en términos razonables abriendo el diálogo de las relaciones industriales en el seno de las empresas con lenguaje realista es quizá otro de los factores positivos del balance gubernamental. Pero la verdadera cuestión sometida al electorado en el pasado jueves ha sido ésta: "La entereza, la convicción, la tenacidad, la persistencia, la fe inconmovible de la primera ministra ¿debe ser ratificada o no por el voto de la mayoría?". La respuesta ha sido afirmativa. Muchos millones de electores británicos han dicho sí al talante de Margaret Thatcher.¿Contiene su programa un renovado dinamismo neocapitalísta? ¿Proyecta acaso un mensaje actualizado y más europeo, del liberalismo monetarista americano? ¿Ofrece soluciones concretas, de alivio al desempleo, de estímulo a las inversiones, de reconversiones industriales audaces, de modernización tecnológica imaginativa? Sí, en parte; pero no de forma dogmática ni perentoria ni definitiva. El thatcherismo es un clima de gobierno, una forma típica -¿o atípica?- de ejercer el poder en el Reino Unido. No se arredra ante el peligro, ni ante el descalabro, económico, social, político o internacional que pueda sobrevenir en el curso de la legislatura. Antes al contrario, parece saborearlo y lo hace paladear amargamente, a la opinión de su pueblo. Ya sean conflictos laborales, crisis de la libra esterlina, fricciones intercomunitarias en Bruselas o asalto militar sorpresivo a las islas Malvinas, el thatcherismo ha ofrecido en estas contrariedades un gesto altivo de permanente fidelidad a unos personalísimos criterios. Ni la mayoría de sus colegas del conservatismo ni sus rivales laboristas supieron hacer de la necesidad virtud o, como decía el general De Gaulle, "sacar oportunidades de victoria de las tempestades". La dama de hierro afrontó en cambio con impávida serenidad los acontecimientos adversos más serios, insistiendo tercamente en la solidez de sus propósitos y de sus trayectorias.

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Ver a esta líder política, plantada en el cuadrilátero de los Comunes de Londres, en el período de ruegos y preguntas, es ya, de por sí, un espectáculo de alto dramatismo que yo he presenciado alguna vez. Frente al obligado ataque de los opositores, directo y enconado, replicaba Thatcher con un sangriento sarcasmo. Sus respuestas volaban como dardos afilados en el cargado ambiente del primer Parlamento del mundo.

Dos mujeres

Dos mujeres han protagonizado la imagen del Reino Unido en estos últimos años. Sus talantes son bien distintos. Sus funciones, también. Conor Cruise O'Brien ha llegado a escribir en sus crónicas electorales que el Reino Unido se acerca a una monarquía dual debido al empuje arrollador de esta mujer excepcional: "No sólo dirige sino que también simboliza las virtudes de la nación. Se acerca a los módulos de la realeza en la forma de establecer sus contactos populares. Se le nota un cambio en su íntima personalidad. Tiene -como escribió Victor Hugo de Bonaparte en los últimas días del Consulado- un ceño que pugna por asomar su perfil imperial a través de su habitual fisonomía. Su marido, Denis Thatcher, ejerce con discreción su papel de príncipe consorte". La fuerza de ese temperamento femenino no sólo ha removido las aguas más estancadas de la política británica, sino que está llevando a la nación a un posible nuevo tipo de estructura de poder, quizá un presidencialismo del primer ministro, desconocido en los anales anteriores, una suerte de monarquismo ejecutivo, paralelo a la monarquía ceremonial. Por vez primera en la historia, ella llama mis ministros a los miembros de su Gabinete.

Anthony Sampson llama a la reina Isabel, "la pequeña dama vestida de azul" que discurre con elegante y sobria prestancia en los inmensos salones de Buckingham y que conoce, como muy pocos estadistas en la Europa de hoy, los expedientes más importantes de la política mundial. "La Corona", escribe Sampson, "es el tótem central del sistema institucional que sobrevive a lo largo de los siglos y constituye la fuerza estable del Reino Unido". Walter Bagehot, en su célebre trabajo de 1867 sobre la inexistente constitución inglesa, dice lo siguiente: "La idea de que una fámilia ocupe el trono es muy interesante porque rebaja el orgullo de la soberanía al nivel de la vida humana corriente". De las dos mujeres que rigen el Reino Unido puede decirse que Thatcher es un talante plebiscitario y carismático y la reina es una institución. En todo caso, la mujer, la condición femenina, ha triunfado plenariamente en el Reino Unido de nuestros días, demostrando con hechos visibles la inexistencia de cualquier discriminación por razón de sexo en el área de la gran política. "La medicina interior económica del thatcherismo se ha llevado a cabo con un elevado costo social.

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El problema es el de saber si esa terapéutica puede seguir aplicándose indefinidamente o traerá consigo rupturas y contradicciones demasiado peligrosas. Pero lo que está claro es que hay que aceptar a Margaret Thatcher como es, o rechazarla íntegramente", escribía el Economist pocos días antes de los comicios.

¿Qué ha cambiado usted en estos años de su Gobierno?", le preguntaron a la señora Thatcher en una reciente conferencia de pren sa. "Lo he cambiado todo", contestó. Pero, en realidad, más que una modificación en profundidad, lo que ella ha transformado es el contenido del debate político. Y esa metamorfosis no lo es tanto por las reformas establecidas como por el decisivo factor de su temperamento.

Algunos comentaristas sostienen que este fenómeno supone el retorno del Reino Unido a sus mejores tiempos de gran potencia mundial con mando efectivo en el contexto internacional y renovado orgullo nacionalista marítimo-colonial. Ningún británico razonable estaría de acuerdo con este pronóstico simplista. Una cosa es el patriotismo como ingrediente de cohesión social, tejido cuyas fibras estremecidas manejó con indiscutible maestría la primera ministra en la guerra de las Malvinas -que le fue impuesta por la aventura disparatada de los gobernantes de Buenos Aires-, y otra muy distinta que los dirigentes de Londres no sean plenamente conscientes de las limitaciones que impone la situación internacional.

El patriotismo por sí solo no es suficiente para navegar en las turbias aguas de un contexto tan contradictorio, tan interdependiente y tan cargado de violencias como el del mundo actual aunque sirva como catalizador popular de una nación en trance de emergencia.

Implacable certeza

La implacable certeza con que afirma y en que apoya sus convicciones ha dado el triunfo a Margaret Thatcher. En tiempos de mudanza profunda, de metamorfosis viscerales, de cambios históricos, la firmeza del gobernante es, en si misma, un elemento de atracción para la gran masa indecisa o confundida ante el giro sorprendente y angustioso de los cotidianos acontecimientos mundiales. Muchos votantes de Thatcher han procedido seguramente de las capas sociales más afectadas por el desempleo quizá subyugados por la apasionada seguridad de sus palabras. "Hay que esperar que un buen estilo no sirva para vender una mercancía equivocada", comentó un periodista americano, seguidor de la fulgurante campaña triunfadora. Pero el talante mismo, el modo o manera de ejecutar una cosa ¿no constituyen en la era de la imagen en que vivimos un activo supremo en la cotización del político?

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