La caída consorte
Pues estamos todos muy contentos de que Carmen Romero se haya caído estrepitosamente en México.Me explicaré. No es que seamos malvados, ni siquiera sádicos. No es que nos guste ver a las esposas de los presidentes barriendo el suelo con el trasero. Bien sabe Dios que ni siquiera nos complacería contemplar a los presidentes en semejante situación. Lo que ocurre es que estos acontecimientos son como la faldita escocesa del duque de Edimburgo, como ver a Carolina de Mónaco en el telediario luciendo en el hombro izquierdo una espléndida huella de mordisco: humanizan al personal.
Lo dice mi asistenta:
-Pues se cae como usted y como yo.
Claro, hijos míos. Y saber eso puede convertirse en nuestra última, preciada esperanza, cuando parezca que ya nada se puede esperar. Se caen, luego existen. Se caen, luego incluso pueden desprenderse de la silla gestatoria. Se caen, luego incluso podemos empujarles. Eso es, en definitiva, el cambio.
La caída consorte a mí me ha caído especialmente bien porque, empezaba a desbordarme la angustia de ver cómo Carmen Romero se dejaba invadir, aparentemente sin oponer resistencia, por el espíritu de Carmencita Villaverde, un espíritu que con tenacidad de Juan Sin Tierra se iba apoderando del peinado, la sonrisa, el envaramiento facial y hasta los moarés de la señora de González.
Atónito, el pueblo asistía a la transformación y se la transmitía en morse después de cada aparición pública de la dama. Un hilo de sudor frío ribeteaba los comentarios, y hasta hubo quien se atrevió a aventurar que se trataba de un auténtico caso de reencarnación, al estilo de Otra vuelta de tuerca, de Henry James. En el fondo, todos temíamos verla aparecer con mantilla y peineta presidiendo una corrida de beneficencia para llegar a la cruel constatación del desastre.
Pero estamos salvados. Se ha detenido el maleficio. La poseída va y se cae. Y, como bien sabemos, Carmencita Villaverde no se caía, sujeta y bien sujeta como estaba a la yugular de todos los españoles.
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