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Tribuna:Crónicas urbanas
Tribuna
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Una dama en la noche

Manuel Vicent

Había decidido asistir a la fiesta de palacio y a media tarde comenzó a acicalarse con todos los productos de un arcón del siglo XVIL Se puso un vestido blanco de moaré ajado que le llegaba hasta los botines de tafilete; se adornó con una diadema de zafiros y diamantes, con una gargantilla de perlas y un kilo de oro distribuido en distintos broches, pulseras, camafeos, arracadas, guardapelos y sortijas; se colgó de las paletillas una boa de plumas de marabú; cogió el bastón de ébano, el pequeño bolso de nácar donde se traslucía un pañuelo de encaje y el billete de 1.000 pesetas, y arreada de tal forma esta antigua cortesana de Alfonso XIII descendió solemnemente del nido en una especie de montacargas hasta el zaguán, cogida del brazo de su criado, que la acompañó a la esquina para tomar un taxi. Ésta es una historia verídica. El próximo día 24 de junio, festividad de San Juan Evangelista, hará un año que sucedió.-¡Taxi!

-Por favor. Lleve a la señora a la plaza de Oriente.

-¿A qué parte?

-A la puerta principal de palacio.

El criado dejó estibada a la marquesa en el taxi, le hizo algunas recomendaciones al conductor y éste arrancó en dirección al sarao. No tenía pérdida. En las cercanías de la calle de Bailén, el primer control de policía filtraba ya a los invitados. Dentro del espacio acordonado por una orla de furgones, como carretas del Oeste puestas en círculo, se movían las comitivas que iban llegando a la fiesta real. Había una elegancia media, según el modelo Cortefiel para bodas y bautizos, vestidos en tono pastel con una maraña de gasas en el casquete, trajes gris marengo con corbatas plateadas. Por eso, aquella anciana ataviada de pedrería, centelleando quilates y guiños de joya, atravesó barreras, verjas y portalones con gran majestad en las clavículas, sin tener que dar cuenta de su estirpe a ningún guardia introductor. Aunque, una vez metida en el cotarro, ella no conocía absolutamente a nadie.

En palacio había varias salas abarrotadas y en aquel cúmulo de carne sudada se veían héroes del rock, políticos socialistas, académicos, cómicos, filósofos, políticos de derechas, figuras de la canción melódica, militares con medallas, poetas laureados, bailarines de flamenco, políticos comunistas, escritores reaccionarios, deportistas famosos, jueces supremos, payasos de circo y otra gente inconcreta, pero con barba. Algunos llevaban la mano pringada con la mayonesa del canapé, que limpiaban discretamente con un cortinaje. Otros aplastaban las colillas de puro contra las alfombras de la Real Fábrica. Todos abrevaban zumos y licores, se daban abrazos y las lámparas del techo iluminaban el mejor género que produce nuestra patria.

Parte de la nobleza también había sido invitada. Los Grandes de España estaban arrumbados en un pasillo, aparecían varados con un montado de falso caviar en los dedos y ciertos aristócratas de pergamino aún se sentían con fuerzas para maldecir ante el espectáculo de su mundo asaltado por los plebeyos. La anciana marquesa no se dio cuenta de nada, no llegó a encontrarse con ellos ni logró saludar al Rey o a la Reina. Anduvo flotando entre los corros con la dulzura de su artereoesclerosis en las sienes, sin abrir la boca durante un par de horas, hasta que se aburrió de ver tanta barba y abandonó el palacio de Oriente cuando el crepúsculo se, cerraba ya por el Campo del Moro con unos nubarrones color caldero. Salió a la calle de Bailén y paró a un taxi.

-Lléveme al cortijo del Tomillar.

-¿Dónde queda eso?

- Por el centro.

-Usted dirá.

De momento, la vieja dama había confundido su mansión en Madrid con la antigua propiedad de olivos en la provincia de Córdoba, pero el taxista iba ya hacia la Gran Vía mientras ella le hablaba de una lejana fiesta de juventud. El taxista supo en seguida que aquella señora no regía bien. Parecía muy enfadada todavía con el general Primo de Rivera y mezclaba de forma inconexa relatos de Biarritz, de la cría de cerdos, del suicidio de un pariente conde-duque, de un baile con los Medinaceli, de las goteras del palacio, de aquel día en que la infanta quedó embarazada de un violinista húngaro. Aunque: lo grave no era esa tabarra, sino que, de pronto, aquella anciana había olvidado el nombre de la calle donde vivía. Sólo recordaba que cerca de su casa había una farmacia, o tal vez una pastelería, o sería probablemente una iglesia porque ella oía campanas cada mañana. La calle llevaba el nombre de un santo o de una santa y era más o menos estrecha. Sólo sabía eso.

A las diez de la noche, aquel taxista se hallaba con una marquesa de 80 años a bordo, toda cubierta de joyas auténticas, vestida de blanco moaré hasta los pies, dando vueltas por el centro de la ciudad para encontrar un punto de referencia que abriera una luz en el seso de la anciana, pero a ella tampoco parecía importarle mucho. Hablaba como una cotorra de lances fenecidos de los tiempos de Maura, lanzaba risitas histéricas, ji, ji, ji, cuando volvía a contar por cuarta vez aquello de la infanta con el músico y el taxista llevaba ya una hora de reloj con la nariz pegada al parabrisas tratando de guipar alguna casa con blasón, algún portal con escudo, cualquier entrada de carruajes. Había pensado abandonarla en una comisaría o depositarla en un dispensario de la Cruz Roja. De pronto, la marquesa se asomó a la ventanilla y dijo:

-Pare. Es aquí.

-¿Está usted segura?

-Gracias, caballero. Hemos llegado.

-¿Cómo lo sabe?

-Estoy oyendo maullar a mi gato.

Había comenzado a caminar por la acera y su figura parecía un pálido alabastro en esa calle oscura del Madrid antiguo. Estaba totalmente perdida y en realidad no quería llegar a ninguna parte. Se dejaba llevar por los botines de tafilete como un mosquito hacia el primer punto de luz, cruzaba mayestáticamente la calzada y entonces se producían en torno a ella bocinazos y chirridos de coche cuyos faros iluminaban contra el asfalto la imagen de una dama alta y seca, llena de relámpagos de oro, vestida de largo y con una boa de plumas de marabú. A veces se detenía frente al escaparate de una mercería o en la puerta de un figón. Había sonreído cuando se vio rodeada por aquel grupo de tunos con guitarrón y hasta el momento no hacía más que mirar cochinillos de cera en el hueco de los restaurantes turísticos, ristras de chorizos en las ventanas de las tascas y todo la excitaba mucho. Era la noche de San Juan con un cielo poblado de signos algebraicos. La vieja marquesa andaba extraviada muy lejos de su palacio. En la calle se oían risotadas con vientos de música.

Fue una larga travesía apoyada siempre en su bastón de ébano por un tiempo sumergido. La anciana tenía vagamente en la memoria un mundo de cornucopias con telarañas, un sueño de grandes aposentos con arcas y tapices. Su palacio estaba en otro barrio de Madrid. Aquella tarde había asistido a un sarao real y Alfonso XIII le había dado un beso en la mejilla. Las hebras de su bigotito de espadachín le habían rozado levemente los labios y aún podía oler aquel perfume. En un fondo de aguamarina le bailaban esfumadas siluetas de adolescencia cuando a ella la cortejaba un primo conde-duque, que luego se colgó de una viga en la casa solariega de Extremadura. Se veía a sí misma recostada bajo una sombrilla en traje de baño con rayas de avispa en la playa de Biarritz y ahora confundía la peste porcina, que había asolado 3.000 cabezas del latifundio de Huelva en 1917, con, la muerte de una parte de su familia en la guerra civil de 1936. En este momento salían bocanadas de rock de un garito y por donde ella pasaba había antros de luz caliente, cervecerías y colmados de pornografía. Nadie la molestó en absoluto. La ilustre dama iba caminando por la Costanilla de los Ángeles con toda la solemnidad en su frente perdida y algunos pasajeros nocturnos se volvían para mirarla sonriendo con cierta maldad. Traía 10 millones de pesetas encima, que despedían haces de serpiente emplumada.

La ciudad ya no olía corno antaño. No podía relacionar ningún aroma con el recuerdo de su antigua mansión. Con un aire desvaído en los ojos atravesó la Gran Vía a medianoche, contempló algunas tiendas de zapatos y luego fue dejando una estela de lívido alabastro por la trasera de la Telefónica, ese puerto de mar para lobos de asfalto. No comprendía nada. A veces se detenía a jadear contra una pared o se sentaba en el poyo de cualquier portal y no sentía ninguna clase de angustia. Hacía navegar el cerebro en una esclerosis acuática y embarcaba la memoria hacia los parajes de una niñez llena de columpios. Hay que creer que nadie se había preocupado por ella, aunque a esa hora el mayordomo había llamado a la policía, había preguntado a todos los hospitales, había. telefoneado a los aristócratas conocidos que pudieran haber estado en la fiesta de palacio. Ninguno la había visto. Tampoco los coches de patrulla habían logrado dar con ella.

A las tres de la madrugada, la señora marquesa, que era Grande de España, estaba acurrucada en el bordillo de una acera entre dos cubos de caucho y fue una casualidad que pasara entonces el camión de la basura. Los faros iluminaron la visión de aquella anciana cubierta de joyas. Desde el estribo, el hombre gritó:

-Para, Tonín.

-¿Qué sucede?

-Aquí hay una mujer muerta.

-Buenas noches, caballeros.

-¿Qué hace usted aquí?

-Nada.

Aquellos señores recogieron las bolsas de basura y cargaron igualmente a la marquesa para llevarla a la Dirección General de Seguridad. La ayudaron a subir a la cabina del camión, la sentaron al lado del conductor y, mientras el estruendo de la máquina trituraba los residuos putrefactos de la ciudad, ella fue hablando a los basureros de un baile de infantas, de un veraneo en Biarritz. No sabía volver a casa, pero recordaba en la raíz; del olfato cierto olor a bombones con moho que guardaba en el bargueño para las vis¡tas. De pronto, en la cabeza de la vieja dama se encendió un tejido. El hedor dulcísimo que despedía la basura del camión la había llevado a otro perfume de salones cerrados, donde había óleos de Goya, de Ribera, tapices florecidos y murciélagos en las cañerías. En su naricilla se hizo el contacto. Aquellos bombones los había comprado en la pastelería de San Onofre.

-Detenga el coche, caballero.

-¿Qué pasa?

-Vivo en la calle de San Onofre.

La calle de San Onofre estaba cerca de allí. El camión de la basura dio la vuelta a la esquina y llegó en seguida a su destino. Se detuvo frente a un caserón blasonado y la señora bajó de la cabina elegantemente ataviada con diademas de zafiros, broches, camafeos, con el cuello rodeado por una boa con plumas de marabú. El mayordomo abrió el portalón y ella se sumergió otra vez en el fondo de los siglos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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