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La 'cumbre' de los ricos

El encuentro de los jefes de Gobierno de los siete países más industrializados ha servido, por de pronto, para montar un escenario televisivo de primer orden como si fuera un final deportivo de rango mundial. Es la concesión obligada a la imagen del poder que subyace en la política democrática de nuestro tiempo. La secuencia de los helicópteros relucientes combinada con las doradas carretelas del setecientos colonial representan el mejor esfuerzo del show espectacular en que son maestros los realizadorei de Hollywood. La serie de las cumbres de los países más ricos que inventara el presidente Giscard durante su mandato y que tuvo su última y fastuosa exhibíción en el Versalles restaurado, se ha completado ahora en el evocador pastiche de Williamsburg, con el veterano y talentudo actor Ronald Reagan auspiciando el acto con protocolaria hospitalidad. ¿Cuál será el alcance real que se obtenga de estas jornadas de estudio y reflexión de los rectores del mundo desarrollado? ¿Tendrá lugar, en ese clima distendido, sin testigos, ni traductores -como parece que estaba previsto- un diálogo íntimo, descarnado, ajeno a las segundas intenciones de los interlocutores?Pienso que es improbable que tal cosa pueda lograrse fácilmente. Los que acuden a la cumbre llevan consigo el zurrón repleto de sus urgencias políticas nacionales. La intrépida Mrs. Thatcher solamente dispone de 36 horas de paréntesis en su agotadora y activísima campaña electoral británica. Amintore Fanfani tiene la fecha de sus elecciones generales italianas a la vuelta de la esquina. Helmut Kohl se halla, a su vez, con el pie en el estribo, para volar a Moscú y entrevistarse con Andropov en una visita llena de incógnitas y riesgos. Mittérrand, que no ocultó su escepticismo sobre esta cumbre antes de salir de París hacia Norteamérica, vacila en lanzar allí la iniciativa necesaria de convocar un nuevo "Bretton Woods"` monetario, de gran alicance. El primer ministro japonés estará rumiando su estrategia defensiva ante el clarnor general de quienes se sienten invadidos por la imbatible competencia comercial, de la modernizada y arrolladora industria nipona. Trudeau puede aprovechar la ocasión para Sorprender a los reunidos con alguna de sus originales y brillantes invectivas, Pero en cualquier caso, todos, ellos estarán calculando cuál ha de ser el reflejo de la imagen que en sus respectivos países produzcan sus palabras o sus actitudes en la conferencia de la cumbre. Los pases de la corrida los darán los matadores, mirando al tendido doméstico.

Las grandes cuestiones irresueltas del contexto internacional, es decir: el desarme sustancial de las superpotencias; el desempleo de tantos millones de trabajadores; la inflación; las deudas del Tercer Mundo; el creciente abismo que separa el nivel de unos grupos de países, de otros; el desorden nionetario; las tensiones militares y comerciales de la dialéctica Este-Oeste; el horror a la guerra nuclear; el eventual retorno al crecimiento... ¿pueden encontrar sus vías de solución en estas tres jornadas de reclusión en el dieciochesco urbanismo escenificado de Williamsburg, con el verde paisaje virginiano, en derredor?

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La 'cumbre' de los ricos

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Dicen que el anfitrión presidencial ha cuidado de forma minuciosa la preparación de esta cumbre con un largo intercambio epistolar previo, destinado a evitar obstáculos y remover motivos de eventual fricción. Reagan representa en eita reunión el papel del político optimista. Está convencido de que la recesión se aproxima a su fin, al menos en la economía de Estados Unidos. Y que ese pronóstico sería también válido, a plazo medio, para las restantes economías en crisis. La palabra clave de Reagan ha sido el vocablo convergencia, en,el sentido de aunar al Occidente. A coordinar los esfuerzos a realizar entre todos. Es más que nada un clima psicológico, lo que se trata de lograr. Convergencia significa un estado de ánimo que empuja hacia el entendimiento mutuo de los siete. ¿Será contagioso ese talante animoso -y un tanto sonrosado- del presidente americano? ¿Querrán participar en esa convergencia los demás países industrializados cuyas economías no ofrecen todavía síntomas de clara recuperación? ¿Podrá superarse el síndrome proteccionista que se registra en sus medidas de Gobierno en forma creciente? El general De Gaulle solía decir que "en el club de los grandes hay tantos egoísmos sagrados como miembros inscritos".

La primera cumbre empezó en el castillo de Rambouillet en 1975, cuando el presidente Giscard d'Estaing, que mantenía con el canciller alemán Helmut Schmidt una estrecha relación de amistad y un diálogo muy frecuente sobre temas de índole económica y monetaria, pensó en invitarle a unas jornadas de conversación junto a la chimenea cinegética del viejo castillo francés para examinar de modo informal los problemas más urgentes de Europa. Decidieron ambos estadistas que habría de ser útil extender la iniciativa hacia algunos jefes de Gobierno del Occidente europeo y también a los de Japón y Norteamérica. Así nació la cumbre de los países ricos. Entonces se escribió que lo mejor y más productivo de aquel coloquio había sido la ausencia de un intercambio de papeles y documentos altisonantes y unilaterales. Y el haberse logrado, en cambio, mantener el acento preponderante en las conversaciones informales directas; en los paseos por los senderos del inmenso bosque y en las interminables veladas ante los leños chisporroteantes convertidas al atardecer en tertulia política. Luego, en los años siguientes, la burocracia gubernamental se apoderó de la iniciativa para institucionalizarla. Vino con ello el gigantismo de las ulteriores reuniones; el show espectacular, los pronunciamientos para la galería y los comunicados finales, enfáticos y distantes de la opinión pública.

Un periodista americano se ha preguntado a propósito de esta cumbre: "¿No sería bueno volver a los bosques?" ¿No resultan, en efecto, más convenientes las confidencias bajo el arbolado? ¿No habrá que aislar a estos hombres para que dialogaran de verdad, desnudando sus conciencias críticas, confesando sus dudas abiertamente entre sí, comunicándose sus angustias y sus escepticismos? ¿Qué hombre de Estado moderno, democrático, no tiene hoy el alma sumida en un mundo de perplejidades? A lo largo de estos últimos ocho años, las cumbres de los países más desarrollados, se han ido convirtiendo en un solemne asunto de Estado de las que la opinión espera resultados tangibles y a veces, espectaculares. Y no fue ése, ni remotamente, el sentido, ni el propósito de sus inventores.

Nos conformaríamos. con saber que los siete políticos que gobiernan el mundo libre, más industrializado, hayan sido capaces durante unas horas de reflexionar en profundidad sobre los temas que agobian y preocupan al hombre de la calle, de nuestro tiempo, al homo qualunque, al common man de la Europa occidental, de Norteamérica y de Japón. Y que la meditación de los siete en la cumbre haya discurrido como un reflejo puntual de las ansiedades y las aspiraciones de los que viven, no en las cumbres, sino en los valles y en las llanuras.

Antoine Pinay solía repetir que el jefe de un Gobierno debía pensar más en las necesidades del Estado que en la opinión pública. Pero uno de los nuevos fenómenos de la sociedad informatizada es precisamente la creciente existencia de grandes corrientes de opinión que brotan del torrente social al margen de los partidos y que resisten en su espontaneidad a la presión de las manipulaciones intoxicadoras. Y con esas olas gigantescas de tendencias nuevas y en la colectividad, que se halla cada vez mejor informada en los países de libertad, han de contar los que gobiernan las naciones del mundo que encabezan el progreso tecnológico.

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