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Tribuna
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Caballo torero

El sol rompe la corteza de la tierra. La semilla trae vida y da vida. El campo se viste de nuevo, y entre sus flores nacen en las dehesas y llanuras toros bravos y caballos salvajes.Del impulso que la naturaleza le da a los animales, empujándoles de la tierra hacia el cielo, de esa savia que les hace crecer, nace también una inquietud en su vitalidad que les provoca el deseo de retozar.

Cuando el caballo se cría con el toro, comparten su entusiasmo si aún la naturaleza no les ha dado comodidades. Se divierten y son felices jugando para calentar sus músculos sobre la escarcha que la noche fría les dejó; la rompen con sus pequeñas pezuñas en veloces carreras de veletas desorientadas. El potro guiña las orejas expresando su alegría. El becerro las pone hacia adelante, seleccionando los ruidos, y sobre la joven primavera dibujan su inocencia con las huellas caprichosas de sus giros.

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Cuando el sol se deja sentir, en su piel y calienta su sangre, el campo es para ellos como un paraíso; pero los animales, cuando tienen todo lo que necesitan, también buscan ese algo que siempre existe más allá del horizonte, y sienten una nueva curiosidad: la de medir sus fuerzas.

El caballo y el toro quieren saber a quién corresponde pasar primero los cancelines, quién tiene preferencia en los pesebres y quién ha de beber primero el agua del arroyo, para quedar en la llanura como capitán al frente de la manada. El potro da cabriolas en el aire, coceando al viento. El becerro cornea los matojos buscando sus astas. Todo parece un juego de niños, pero su desafío es idéntico al de los mayores. El becerro topa de frente al potro. Éste trata de morderle. La pequeña mancha de piel brava hace surcos entre las flores persiguiendo las crines que galopan y la cola que él sueña peinar un día con sus pitones, mientras el caballo le abanica la mirada con ella.

El becerro confunde la imagen y la distancia, se siente burlado, ceba sus músculos en su bravura. Han llegado frente al regato por donde baja el agua acariciando las orillas del prado. El potro, de un salto, pasa al otro lado. El becerro, menos ágil, lo atraviesa al trote, y sus patas quedan presas en el lodo. La naturaleza compensa a los seres dotándoles de distintas cualidades, protegiéndolos con ellas, para que puedan crecer y reproducirse; porque la única que tiene el derecho de, destruir es la que da el derecho a nacer. En el toro pone la fuerza, y en el caballo, la agilidad.

La bravura se sintió humillada, y el viento lanzó la voz de triunfo, levantando las crines del caballo.

El silencio repartía palabras de tranquilidad mientras los dos amigos, crecían. El secreto de volver a luchar lo guardaban en el misterio de la noche perdida en el llano. El cielo, cada. día más azul, dejaba llegar los rayos del sol como espadas de oro sobre la hierba. Las moscas provocan a los becerros, haciéndolos cucar al introducirse entre las pezuñas. El caballo da un grito de primavera y su relincho lo interpreta el becerro como un nuevo desafío. Corre tras él; éste le mira. Están lejos del regato; al volver la cabeza tropieza, y el becerro le llega a sus ancas. La impresión de muerte le despierta otro sentido de defensa; le da dos coces al becerro y queda vencido como un pequeño mapa en el verde mar, con olas de trébol y espumas de flores salvajes.

Las alas del viento repartían el aroma del amanecer, mientras el nuevo día iba dibujando las montañas al fondo del paisaje, donde el potro era como el rey. Volvieron a caminar juntos durante un tiempo, tranquilos, aparentemente como buenos amigos.

El coraje es el signo del mando, y el becerro, ya utrero, no lo olvida. La tarde se perdía. con lazo ensangrentado en su cabeza, teñido en la muerte del sol. El toro mugía desafiante a orillas del río. Sus astas se dibujaban en el agua. El caballo, crecido en su cuello de cisne, las vio como delgada luna convertidas en lanzas. Las olas, formadas por su galope dentro del agua, pusieron en movimiento el dibujo de la cabeza del toro; sintió miedo. No necesitó luchar; desde aquel día lo respetaba, mientras éste, orgulloso de su fortaleza, atravesaba cancelines, acudía al pienso y al agua del arroyo con la preferencia del jefe del cerrado.

El toro había olvidado que cuando se vence a los que no son semejantes hay que seguir luchando con los compañeros de camada, y éstos, con la bravura también metida dentro, bajaban la cabeza, torciendo el cuello para mirar atravesado, levantaban sus astas burdeando, pidiendo pelea.

El horizonte enviaba pelitos de la mar. Los cambios atmosféricos influyen en la agresividad del toro y lo barruntan antes que llegue, corneando al viento como si la vida se les fuese a escapar.

Aquel día sembraron de bravura, de lucha y de sangre el cerrado, hasta que uno logró hacerse reconocer como el más poderoso.

El toro destronado amaneció abochornado entre las aneas del lucio; vencidas estaban sus fuerzas, entregado su mando, pero nunca su orgullo y su coraje. Su vista subía al cielo atraída por el paso de los ánsares, desafiándoles; quería atacar al vaquero que le daba el pienso y cada día apuntaba con sus astas las direcciones por donde corría el caballo.

El vaquero intentó llevarlo a las pilas del pienso, pero su mirada no era clara. El hombre también sintió respeto a la agresividad del toro, y cuando estaba envuelto por el miedo vio al caballo que huía como una sombra ya en la noche sobre las flores del campo. El vaquero guardó la escena para su sueño: los dos unidos venceremos las acometidas del toro.

Y es así como nació el toreo a caballo.

Ángel Peralta es rejoneador y ganadero.

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