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OCTAVA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

El bajonazo

Hace algunos años, en Madrid no había orejas para quienes mataban de bajonazo. Y antiguamente, ni para quienes no hicieran la suerte como mandan cánones. Ahora, en cambio, un torero puede culminar su faena con el clásico sartenazo, y lo mismo obtendrá trofeo. Como Campuzano ayer.Tuvo la fortuna de que le correspondieran los dos mejores toros de la corrida, y la sensibilidad de torearlos con gusto, principalmente al primero, cuya nobleza era excepcional. Varios de los muletazos en redondo que dio Campuzano a este toro, muy largos, muy suaves, y a la vez muy ligados, más los cambios de mano y los de pecho, de cabeza a rabo, fundamentaban el triunfo que se estaba ganando a pulso. Añadió afarolados, molinetes ayudados, la exótica rúbrica del martinete, que eran toque de fantasía a unas faenas cimentadas en las suertes esenciales, y otros detalles que denotaban oficio, como en el quinto, que se le paró al iniciar un pase de pecho, para encelarle lo descolocó con uno de tirón, y en el nuevo cite, prácticamente ligado, pudo instrumentar el muletazo con largura.

Plaza de Las Ventas

21 de mayo. Octava corrida de San Isidro.Cinco toros de Felix Hernández Barrera, bien presentados, manejables, algunos con poder y otros flojos; tercero de Carmen Ordoñez, inválido. Ruiz Miguel. Pinchazo bajo y bajonazo descarado (silencio). Dos pinchazos bajos y estocada desprendida (silencio). José Antonio Campuzano. Bajonazo descarado , (oreja con algunas protestas). Bajonazo descarado (oreja con protestas). Salió a hombros por la Puerta Grande, con muchas protestas. José Luis Palomar. Estocada trasera y descabello (silencio). Estocada contraria y descabello (palmas y pitos).

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También hubo detalles negativos, como el abuso del pico, sobre todo en su segunda faena, pero el público se los toleraba por no emborronar la calidad con que había ejecutado las suertes. Y llegó la hora de la verdad.

A la hora de la verdad, suerte suprema, culminación de la lidia, Campuzano le hizo una grosera mueca al arte y pegó la puñalá. En vez de ejecutar el volapié, entró a toda velocidad, estilo samurai, blandiendo el estoque con mal aire, y lo hundió por un costado. El toreo de las cavernas se hacía con estas trazas. Afortunadamente, el Cúchares y restantes padres de la tauromaquia abominaron de ellas y las convirtieron en suerte gallarda, sujeta a normas, pues de continuar vigentes, la fiesta ni existiría.

Le dieron la oreja en ambas ocasiones. Qué bochorno. Porque ninguna plaza, ni las de talanqueras, puede legitimar con premios el bajonazo, el cual, además de romper la vocación estética del espectáculo, es infamante para el propio arte de torear. Los malos matadores que deliberadamente recurren al bajonazo y los malos presidentes que premian semejante carnicería, avergüenzan a cuantos sustentan con dignidad su afición a los toros.

Antes de la corrida llovió de forma torrencial y tuvieron que acondicionar el ruedo, por lo que empezó con gran retraso. Los toros, bien presentados en general, varios de ellos muy flojos, salieron manjeables. Ruiz Miguel parecía bajo de forma, escaso de inspiración, incapaz de aguantar las embestidas con su habitual valor y de templar los pases. José Luis Palomar banderilleó muy mal a su primero, que por cierto estaba inválido, e hizo una faena decorosilla, sin hondura porque el animalito se le podía derrumbar. En fin, lo de cualquier tarde.

Pero salió el sexto, cuajado, hondo, agresivo de cabeza, pletórico de casta y poder. Derribó dos veces con estrépito, corneó al caballo, puso en apuros al picador, caído al descubierto. A los monosabios se les acumulaba el trabajo, y también a las cuadrillas, que debían emplearse a fondo en la brega, multiplicar los quites. Durante muchos minutos el ruedo de Las Ventas fue escenario de una lidia emocionante; de nuevo se producía el incomparable espectáculo del toro bravo, que pone en juego toda su pujanza. Espoleado en su torería el propio José, Luis Palomar, en esta ocasión reunió mejor con los palos y se mostró más decidido durante la faena de muleta, aunque todavía no era aquel Palomar de la temporada anterior, valiente, recio, dominador. Mediado el trasteo perdió acometida el toro e ilusión el torero. Nuevamente la hora de la verdad, Palomar cobró una estocada que curiosamente quedó contraria, quizá para compensar los bajonazos horribles que se habían producido con anterioridad.

"¡Esta es la plaza del bajonazo!", gritó un aficionado. Y otro: ,"iRuiz Miguel, que a tí no te van los toros con química.'". La cátedra madrileña apunta siempre donde debe -y duele-, y esto es lo que mortifica a los taurinos. Hubo toros demasiado flojos, para la fachada que lucían, e incluso para la potencia de su empuje, como el colorao que abrió plaza, grandón y basto, que no se tenía en pie, pero que derribó al caballo con una fortaleza sorprendente. Y junto a estos, ese sexto, tremendo, el más fuerte de la feria. Curiosos contrastes que no se entienden demasiado bien.

Orejas por bajonazos, cojos que derriban, galanes de apabullante trapío que se derrumban, de todo ello hubo en la tarde. Serían pintorescos despropósitos si no fuera porque en Las Ventas casi siempre pasa lo mismo. El senado, nada menos, intenta averiguar por qué.

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