Yo, editorialista-funcionario
Alguien está voluntariamente confundiendo el culo con las témporas. Muchos, a juzgar por el tesón con que la oposición parlamentaria y determinados diarios ejercitan un cerco de asfixia en torno a los editoriales que cotidianamente llegaban a los periódicos de los Medios de Comunicación Social del Estado. El cerco ha sido un rotundo éxito. El ministro de Cultura, en reciente intervención en el Congreso, y quizá para librarse del latazo de tanto acoso, concedió: "A partir de mañana voy a dar órdenes para que esto no vuelva a suceder". Y así, al día siguiente los modestos diarios con plantillas de cuatro redactores esperaron inútilmente esos tres folios de consigna totalitaria que un guardia motorizado les obligaba a publicar metralleta en ristre. Los directores se: habían liberado, al fin, de la humillante imposición socialista.Pero, ¿qué eran esos editoriales de los que tanto se habla: peligrosas armas de penetración ideológica? ¿O vergonzantes lavados de cerebro al servicio de tan oscuros intereses que hasta el propio ministro exclamó, en un intento de exculpación digno de mejor causa: "No soy yo quien hace los editoriales"?
Pues bien. Descubramos al monstruoso funcionario chepudo que, en las más lúgubres covachas del Ministerio de Cultura, se dedicaba al trabajo sucio que nadie quería asumir.
Me levanto de mi silla, me quito el sombrero casposo y humildemente me inclino y confieso: "Yo soy el editorialista-funcionario. Yo soy el que prostituye cotidianamente su pluma de poeta y novelista en este bajo oficio de intoxicación. Yo soy el que recibe las rudas consignas del camarada X, y mi pluma se vuelve totalitaria al vomitar gases propagandísticos de destino fatal. Aquí me tienen, señores, para lo que gusten mandar.
La opinión pública española se ha visto liberada de estas "permanentes operaciones de propaganda promovidas desde el poder y para servicio del mismo". La opinión pública española puede quitarse las caretas antigás: la intoxicación ha terminado. Yo recojo mi pluma vendida
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al mejor postor, desconecto los cables que me unían a las consignas del camarada X, cierro el portón del sótano-covacha del Ministerio de Cultura, subo las escaleras sorteando como puedo las miradas censoras de los auténticos funcionarios. Afortunadamente no me he tropezado con el señor ministro, que ignora mi existencia. Además, ¿qué hubiera podido decirle si él mismo reconoció en el Congreso que un equipo de su Gabinete elabora los editoriales de los MCSE? ¿Seré yo ese equipo?
Cuando salgo a la avenida soleada me siento un tanto incómodo en mi piel porque, como ha dicho un periódico madrileño, he puesto "en gravísimo peligro la credibilidad de este Gobierno y su fe en la libertad de expresión". Creo que ya sólo valgo para sentarme en un banco público y allí esperar el santo advenimiento. Pero, en verdad, ¿no habrá sido todo un mal sueño? ¿Qué es lo que aquí ha pasado? Lo cierto es que yo no uso sombrero, no soy funcionario, no soy del PSOE, hace más de 10 años que no piso el Ministerio de Cultura (entonces Información); soy sólo un periodista profesional independiente de izquierda. ¿Y entonces, cómo he podido caer tan bajo? Recupero la memoria, perdida en estos días ante la, avalancha de acusaciones periodísticas y parlamentarias. Me quito la careta y digo: me llamaron hace unos tres meses por teléfono de la dirección técnica de los MCSE y concordamos que escribiría un editorial diario para la cadena. No firmé papel alguno. Dos consignas recibí: escribirlos con total independencia y con espíritu estrictamente profesional. Así lo hice hasta ayer, en que, después de la intervención del ministro en las Cortes, me llegó una tercera consigna telefónica: "Esto se ha terminado".
Quisiera ser sencillo de explicación: escribía los editoriales en mi casa, a máquina; a eso de las cinco, un mensajero de los MCSE recogía el sobre con la colaboración; al final de mes me traía un cheque. Del edificio de los MCSE sólo conozco en persona a la directora y al mensajero. Realicé mi trabajo según mi leal saber y entender, con mi mejor buena voluntad, siguiendo los dictados de mi conciencia apartidista y mi capacidad profesional. En todo este tiempo no recibí de nadie ni una sola orientación o consigna. Ni una sola. Los que hayan leído los editoriales podrán testificar de su exigencia democrática, habrán podido comprobar en ellos alabanzas y también críticas al Gobierno (incluido el Ministerio de Cultura).
No vale la pena seguir el relato. La hipocresía debe terminar. Todos sabemos el trasfondo del juego. Hay quien quiere televisión privada. Hay quien quiere la privatización de esta cadena estatal. Vale. Ni entro ni salgo en el asunto. Lo que resulta impúdico es utilizar como cabeza de turco unos editoriales, cuando lo que está en cuestión es el periódico en sí mismo y en su totalidad. Lo que resulta poco edificante es tergiversar sistemáticamente dos hechos comprobables:
1. Los periódicos de la cadena tenían total libertad para publicar o no esos textos (de hecho, los de mayor envergadura los publicaban sólo de cuando en cuando).
2. Los editoriales no suponían intoxicación propagandística alguna, puesto que estaban fuera del control del Ministerio de Cultura y realizados por un servidor, que presume de ética profesional e independencia.
El juego está hecho. El ministro entregó -él sabrá por qué- los editoriales en bandeja de plata como si fueran la cabeza de Holofernes. Ya se acabó. Los que legítimamente piden una televisión privada y una privatización de los MCSE tendrán que buscarse otro blanco sobre el que disparar. Me permito sugerirles uno: presten atención a los crucigramas de los MCSE; despiden un tufillo intoxicador que a mí me parece peligroso.
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