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Tribuna
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Volver a empezar

Como en esa película tan en boga ahora, como dice su título, la vida parecía comenzar de nuevo para mí en el antiguo paraninfo de la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, en tanto explicaba a los alumnos de hoy otros tiempos y obras allí surgidas tras los remotos días de la guerra. Por entonces, en aquella desgarrada ciudad de estudios, poco antes frente de guerra, sólo unos cuantos edificios se mantenían en pie. El Clínico era aún el nombre de un frente de batalla, como el famoso puente de los Franceses o las orillas temibles del Jarama.Allí, en aquellos pasillos, por aquel mismo paraninfo donde ahora sonaban mis palabras, andábamos un puñado de jóvenes intentando poner en pie un teatro, el primero de los que poco a poco fueron naciendo por Madrid a fuerza de vocación, sacrificio y entusiasmo. Era ese tiempo en el que la juventud, apenas salida de la adolescencia, no sabe claramente qué camino tomar, cómo dar forma a lo que lleva dentro, y si escogimos el de la escena poco antes de orientarnos hacia el de la novela se debió justamente a aquel mismo estrado, entonces convertido en escena. Luego, cada cual seguiría adelante; algunos, con sus versos amparados en prematuros libros; otros, hacia el cine o el teatro, cuando no rumbo al tranquilo rincón de escondido ministerio.

Apenas se hablaba de política, y aunque la había no se hacía notar demasiado, salvo en pintadas como aquella que cierta mañana apareció pidiendo libertad para la Universidad. Fue preciso picar los muros hasta borrar el alquitrán y la inquietud de los rostros de algunos profesores. Allí empezamos a influir unos en otros, a estudiar sin verdadera vocación, a vagar por el bar y los pasillos, montando a la postre aquel teatro donde se dio por vez primera en España a Tennessee Willianis y Saroyan en sus primeras obras de un solo acto.

Hasta que cierto día volvimos a empezar, esta vez al amparo de Revista Española. Allí colaboramos todos. Josefina Aldecoa tradujo Maese Miserias, de Truman Capote, y Sánchez Ferlosio, Totó el bueno, de Zavattini, que en cine habría de titularse Milagro en Milán.

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En aquellas páginas fueron apareciendo nuestras obras primeras: relatos, obras en un acto, crítica y ensayo, según la vocación o el humor de cada día, pues se escribe como se es, no por afán de provocar, sino como interpretación del mundo en torno y también de lo que nunca fue y se desea que hubiera existido.

Dice Faulkner, hablando de novela, que la finalidad de todo artista es detener el movimiento de la vida, de suerte que 100 año s después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a ponerse en movimiento en virtud de que es vida precisamente. Y puesto que el hombre es mortal -añade-, su única inmortalidad consiste en dejar tras de sí algo imperecedero, porque siempre será capaz de moverse. Es la forma que tiene el escritor de decir: "Yo estuve allí".

Yo estuve allí, entre aquellos muros, igual que aquellos jóvenes ahora, herederos de un tiempo de ilusión y esperanza, menos abierto a los vientos de afuera, quizá más pobres en lo material, pero igualmente decididos a buscar formas nuevas. Pues se escribe hasta cierta edad sobre un mundo que los años borraron a medias, y más tarde, por ganar uno nuevo que se adivina o sueña. El esritor se agota cuando comienza a repetirse, cuando no se sucede a sí mismo, tal como aconsejaba Lope, en la multiplicidad que siglos más tarde el mismo Nietzsche predicaba.

Los editores de entonces se resistían a publicar novelas de españoles jóvenes a los que al fin se decidieron a lanzar, resucitando el mecanismo de los premios, al que, por cierto, no fue ajeno ni el mismo Cervantes. Nosotros, más modestos, llenábamos el tiempo entre capítulo y capítulo, recalando a la noche a orillas del Manzanares en la casa de Ignacio Aldecoa, siempre abierta, como estación final de vesperti.nos viajes. Allí la noche huía poco a poco en eternas y vagas discusiones, según la madrugada recortaba las copas de las acacias vecinas y amigas. Hasta que un día, y como siempre sucede, aquella especie de ritual trashumante concluyó; en parte, porque Ignacio y Josefina se mudaron al centro de Madrid, y porque era preciso hacer frente a las necesidades imateriales. Ignacio hacía colaboraciones; a mí, en cambio, el cine me lanzó por los caminos de una España bien distinta a la actual, dispuesta a levantar la frente y afrontar su destino como fuera. No diré que fueran años fáciles, pero tampoco trágicos, para aquellas primeras novelas. Todo el mundo en la España literaria de entonces tenía su obra maestra en casa, como antaño su comedia en el cajón de su mesa de trabajo, a la espera de que el diluvio concluyera, pero es el caso que cuando la última gota se secó sólo permanecieron los nombres de siempre.

En todo ello pensaba yo mientras contestaba a las preguntas de los jóvenes, en que, tal como afirma Ortega de la filosofía, también la novela es el algo cuya más concreta condición e índole es el hombre. Olvidar esto, alejarse de ella será cosa vaga y utópica. Y sobre todo, en que la actitud del novelista, como la del filósofo, tiene que consistir en la resuelta humildad de decir sólo lo que hay que decir o la pura verdad, y no reservarse para emitir palabras o técnicas sorprendentes o vacías.

Cada día vuelve a empezar, la historia se repite entre la tradición y la perpetua rebeldía, desde horas de vino y rosas, de amigos y amigas, hasta un afán de llenar de algún modo la soledad del hombre y de las cosas.

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