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Tribuna:SEGUNDA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Los ojos del toro

Me pongo a recordar en esta madrugada, una de tantas, aunque a esta de hoy le ha tocado caer en primavera, me pongo a recordar, a preguntarme: ¿Qué son los toros para mí, desde aquellos lejanísimos días colegiales, allí, en las dehesas, en los egidos enretamados de El Puerto, adonde iban a pastar las vacas y becerrillos bravos de mi tío José Luis de la Cuesta? Primero había que eliminar a pedradas al pastor o a los zagales que los custodiaban, tranquilos, en las abiertas horas mañaneras. Éramos siempre tres o cuatro alumnos del colegio de los jesuitas los ilusos y precoces toreros, que soñábamos ya con un porvenir lleno de tardes gloriosas en los ruedos inmensos, entre aplausos y músicas, fotografiados en las revistas, popularizada nuestra gallarda imagen en aquellas cajillas de fósforos que coleccionábamos y remirábamos con tanta complacencia. Ya desde aquellas iniciales horas taurinas, durante el sueño, abiertos o cerrados los párpados en la oscuridad, comenzaron a obsesionarme los Ojos de los toros o los de aquellos becerrillos que nos derribaban por tierra, pateándonos y hasta chorreándonos a veces, con una vengativa y úrica descarga, de la que nos enorgullecíamos después ante otros alumnos del primer curso de latín o aritmética. Luego, algo más tarde, ya viviendo en Madrid y yendo para pintor, vi toros de verdad en las corridas de los aún muyjóvenes espadas Belmonte y Joselito, impresionándome -todavía se agita en mi recuerdo- la tremenda conmoción, la oleada de indescriptible asombro que causó en toda España la muerte de aquel mágico diestro sevillano -José Gómez Ortega, Gallito-, cogido por un toro en la plaza de Talavera de la Reina, tocándole matar al toro matador a Ignacio Sánchez Mejías, su cuñado. Nunca he podido ver, hasta ahora, los ojos de algún toro que haya matado a un toreiro. Porque cuando Granadino, el toro que partió la arteria femoral a Sánchez Mejías, 14 años después en la castellana plaza de Manzanares, yo me hallaba en Moscú, enterándome allí de su muerte por José María de Cossío.Largos años, casi todos los 39 de mi exilio por tierras suramericanas e italianas, me pasé sin asistir a ninguna corrida (salvo una que presencié en Colombia y otra en Venezuela). Ahora, después de mi regreso a España, he vuelto algunas veces a los toros, incitado por mi amigo el doctor José Luis Barros, galaico aficionado a la fiesta, y por José Bergamín, ilusionado siempre en encontrar nuevas visiones taurinas, que poquísimas veces se cumplen.

Y ya me suele suceder ahora, casi siempre, que apenas si oigo o veo los toros, ajeno a la relampagueante belleza de la corrida, obsesionado con ese final, esa cumbre del sacrificio, tantas veces coincidente frente al número de mi barrera, ese supremo instante en que el toro, chorreado de sangre y banderillas, te mira con sus redondos ojos, como dos tristes y diminutos ruedos, de una terniara sin fin, algo lejanos y fijos a la vez, como la mirada de un niño suplicante. Y yo entonces me veo en sus pupilas, estoy dentro de ellas y escucho como si me dijeran mudamente:

Voy a morir. / Me han clavado esta espada, toda entera, en lo alto. En mis ojos de toro veo que todo se nubla, en mis ojos que son, tristemente agrandados, / los de un niño que está dentro de mí, / traspasado también por esa espada. / Yo, toro, tú, niños los dos, agonizantes, / sintiendo entre los párpados que ya van a cerrarse / ese último sol de los tendidos, / los aplausos, la gente que: se borra, / las dehesas oscuras que nos entran, / calladas, en la noche.

Rafael Alberti es poeta y dramaturgo

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