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'El Sur', de Erice: motivos de una expectación

Tomàs Delclós

La presentación de la película de Víctor Erice El Sur ha despertado una enorme expectación. Los pocos escogidos que ya han disfrutado de la primicia dan excelentes avisos. Que el señorial Festival de Cannes aceptara reservarle, hasta última hora, una plaza dentro de su concurso y que su máximo responsable vaya diciendo por ahí que Cannes no podía perderse este nuevo clásico de la historia del cine, alimenta un interés que ya estaba creado por el simple anuncio de que Erice había, por fin, vuelto a dirigir una película.Más paradójico resulta que el crédito de Erice le venga de un único largometraje. El simple recordatorio de lo que fue El espíritu de la colmena justifica sobradamente esta ansia general por ver El Sur.

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Una sinfonía inacabada

Hace diez años, Víctor Erice contó la mentira más gorda, importante y poética, del cine español, El espíritu de la colmena. Empieza como un cuento, con el érase una vez. Suena el infantil Vamos a contar mentiras y vemos el prólogo de Frankenstein, el tercer aviso, la tercera cautela. El presentador del filme, delante de unos teatrales cortinajes, termina diciendo: "Pero yo les aconsejo que no la tomen muy en serio".

Más allá de los cronistas meticulosos, que porque salía un señor del Opus en tres planos de dos secuencias ya pensaban que habían, metido un gol a la ficción creada, por el poder, y mucho más allá de quienes mentían para hacernos; creer en los teléfonos blancos, Erice pecó contra el octavo mandamiento para imponer la verdad por encima de lo creíble. El personaje principal, Ana, llegó a la esperanza que poseen los fantasmas, los monstruos, porque no aguardó que esa esperanza, como su madre, se la trajera la Renfe o el correo de la Cruz Roja ni, como su padre, estaba pendiente de la crónica mediatizada de una radio degalena. Ana encontró, fugazmente, el futuro porque no le dio miedo.

Su amistad con el maquis y con Frankenstein en la España de posguerra era algo imposible para un paisanaje pendiente de misérrimas certezas, que sólo descifraba el orden de la apicultura y que temía lo que no podía conocer porque no hablaba (el monstruo) o no le dejaban explicarse (el maquis). De la misma manera que Ana llegó a la poesía de los monstruos desamparados, Erice recurrió a la advertencia sobre la intrínseca mentira del cine para narrar un cuento de hadas que todos necesitábamos creernos y cuya creencia era, en sí, revolucionaria. Todo estaba obviamente calculado, desde las octogonales ventanas de la casa de Fernando Fernán Gómez, su triste colmena, al paralelismo entre el maquis y Frankenstein, cuyos cadáveres se exponían en el mismo lugar, el viejo y provisional cine del pueblo. Los vecinos de aquel pueblo sólo los podían ver muertos. Ana, por el contrario, supo verlos vivos. Y la existencia de Frankenstein confirmaba, a su vez, la existencia de gente que luchaba, de gente que soñaba.

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