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Franjas rojas

Estoy seguro de que a Joan Manuel Serrat, ducho en vedas a ambos lados del Atlántico, no le habrá asombrado que le prohibieran la entrada en Uruguay. Es posible, en cambio, que lo hayan dejado estupefacto los fundamentos del veto. Según ha informado EL PAIS (17 de abril), el coronel Washington Varela, jefe de policía de Montevideo, ha dicho que la prohibición se debía ,"a la militancia y actividad política de Serrat en ese concierto internacional que orquesta una sistemática campaña de difamación contra nuestro país y que integran todos aquellos que quieren ver franjas rojas en nuestra bandera".Al parecer, en Uruguay la dictadura no se resigna a ejercer la represión lisa y llana; por el contrario, siempre pretende justificarla. Y es ahí donde suele incurrir en graves errores de, información. Por lo pronto, eso de "sistemática campaña de difamación" tal vez sea un prudente circunloquio para referirse a la serie de documentadas denuncias sobre violaciones de derechos humanos, torturas a presos políticos, atentados a la libertad de prensa (en los últimos meses han sido clausurados varios periódicos), partidos democráticos prohibidos, líderes proscritos (Wilson Ferreira Aldunate, entre otros), dirigentes presos (el general Líber Seregni, entre otros), etcétera, vale decir hechos muy concretos que la dictadura, no puede borrar del mapa con el mero calificativo de "difamaciones". ¿Quiénes llevan adelante esa campaña? "Aquellos que quieren ver franjas rojas en nuestra bandera".

Aparentemente, no es una referencia a países comunistas (digamos la URSS, China, Vietnam, etcétera), ya que sus banderas no suelen limitarse a franjas rojas, sino que son rojas en su totalidad. Franjas rojas en sus banderas sí las tienen países como España, Austria, República Federal de Alemania, Bélgica, Canadá, Colombia, Costa Rica, Holanda, Italia, México, etcétera. Hasta Chile tiene una franja roja que ocupa la mitad del emblema, y ni siquiera Pinochet, tan cercano ideológicamente al actual Gobierno uruguayo, se ha atrevido a quitarla. Pero hay un dato más curioso aún: la nación que tiene más franjas rojas en su bandera es nada menos que Estados Unidos. Tantas como pecados capitales.

Pero la desconcertante opinión sobre franjas rojas del jerarca montevideano es más grave aún si se la relaciona con emblemas de su propio país. Además de la bandera oficial (a franjas blancas y celestes, con el sol en un ángulo), la República Oriental del Uruguay tiene otros dos emblemas de hondo significado histórico y patriótico (la llamada bandera de Artigas y la de los Treinta y Tres), que suelen izarse en las celebraciones públicas junto al pabellón nacional. Pues bien: ambas tienen sendas franjas rojas.

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No es improbable que este desdén oficial hacia las franjas rojas y, por tanto, hacia las banderas de los libertadores tenga causas que van más allá de la simple distracción. Por lo pronto, la indirecta alusión a Artigas tiene una historia que no es de hoy. La conspiración contra el héroe ha sido sobre todo de silencio. Los historiadores de la oligarquía se han preocupado siempre de que la imagen oficial de Artigas no damnificara sus intereses. En consecuencia, han destacado al vencedor de la batalla de Las Piedras, pero han ignorado virtualmente al autor del Reglamento Provisorio de 1815, documento artiguista ejemplar en que consta la primera reforma agraria de América Latina. En ese texto, el fin primordial era la reivindicación de los desposeídos ("los más infelices serán los más privilegiados"), o sea, de un proletariado campesino que, según el reglamento, incluía "los indios, los negros libres, los zambos de igual clase y los criollos pobres". Y un dato adicional: los títulos de propiedad que en 1825 rep artió Artigas a los campesinos nunca fueron reconocidos por los sucesivos Gobiernos (democráticos o dictatoriales) que, desde su independencia hasta hoy, ha tenido Uruguay.

Batallas ganadas

Hace siete años, el ex presidente Bordaberry, en sus últimas semanas de Gobierno, y ya teledirigido por los militares, prohibió que en la nueva base del monumento a Artigas figuraran algunas de sus ideas fundamentales y (precisamente él, que estaba a punto de perder su última reyerta) sólo autorizó la inscripción de batallas ganadas. Ahora bien, si se examina el ideario de Artigas, ya no parece irracional que a Bordaberry le resultaran tan incómodas aquellas ideas como al coronel Varela las franjas rojas. No hay oriental que desconozca ciertas frases de Artigas: "Mi autoridad emana de vosotros y cesa por vuestra presencia soberana", "no venderé el rico patrimonio de los orientales al bajo precio de la necesidad", "el despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos", "la cuestión es sólo entre la libertad y el despotisino", "podrán arrancarme la vida, pero no envilecerme", "con libertad no ofendo ni temo" y, sobre todo, ésta, escrita el 21 de abril de 1811 desde el campamento de Mercedes: "A los tiranos no les queda' más recurso que el triste partido de la desesperación". Cualquiera de estas frases iba a sonar como un estampido frente a la Casa de Gobierno, que es donde está situado el monumento al héroe.

Se ve que Bordaberry las conocía. Pero la precaución le sirvió de poco.

La prohibición de Serrat, ya no sólo para cantar sino también para entrar al país, viene a ser, después de todo, una actitud que se corresponde con ese "triste partido de la desesperación". En los últimos tiempos, el canto popular ha sido una de las pocas válvulas de escape para un pueblo oprimido por el colapso económico, azotado por la represión, diezmado por el exilio. Ese público ha sabido entender y aplaudir las entrelíneas de esos cantantes, a los que reconoce como portavoces. Hace pocas semanas, la dictadura arremetió también contra ellos, acentuando la censura y prohibiendo recitales. Un recital nada menos que de Joan Manuel Serrat (cantante particularmente querido y admirado por los jóvenes de mi país) habría sido una ocasión para que esa juventud reconociera y reencontrara, en las viejas y nuevas canciones, su propia e indeclinable vocación de libertad. Según parece, la dictadura no está para esos lujos. Maligna ingenuidad, tal vez, ya que ¿quién puede verosímilmente impedir que una canción traspase una frontera?

Un país no es mejor ni peor porque su bandera tenga o no franjas rojas. En cambio, puede ser francamente peor si mantiene y tortura en sus cárceles a hombres y mujeres que se jugaron la vida y la libertad por sus ideales y principios. Quizá por eso sea comprensible que al severo jefe de policía de Montevideo no le agrade escuchar aquellos sencillos versos en la cálida voz de Serrat: "Y si no estuviera en su mano/ poner coto a tales desmanes/ mándeles copiar cien veces/ que esas cosas no se hacen".

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