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Vudú, vodevil y voz de la ciudad

Durante la campaña electoral de 1980, George Bush, a la sazón precandidato del Partido Republicano, se burló del programa económico de su rival Ronald Reagan, llamándolo "economía vudú". Según Bush, sólo la magia negra podría conciliar las contrastadas proposiciones de la llamada Reaganomía: reducir la inflación, disminuir los impuestos y aumentar el gasto bélico, todo ello sin provocar desempleo y sin incrementar el déficit presupuestario.Convertido en vicepresidente al lado de Reagan, Bush ya no puede mencionar sus antiguas críticas a la brujería neoconservadora. Pero su afán de encontrar hechiceros en las selvas de la historia no ha disminuido.

Hace días, ante una distinguida asamblea de hombres públicos latinoamericanos reunidos en el centro Wilson, de la ciudad de Washington, Bush expresó su perplejidad de que clérigos y católicos colaborasen con revolucionarios marxistas en América Latina.

George Shultz, el secretario de Estado, manifestó idéntico asombro ante una comisión senatorial. Quedó claro que no se trataba de exabruptos de los dos funcionarios, sino de una política intencionada en vísperas de la visita papal a Centroamérica: Bush y Shultz estaban denunciando una teología vudú, simple escena en el teatro de una historia concebida como vudú-vil.

Lo cierto es que tanto Bush como Shultz ignoran (o fingen ignorar) que la historia de América Latina ofrece constantes ejemplos de la cercanía entre el clero y filosofías políticas activas. La independencia de Latinoamérica (para evocar el ejemplo más saliente) no sería comprensible sin la presencia de un clero ilustrado e insurgente, de Miguel Hidalgo en México a Camilo Enríquez en Chile.

Estos sacerdotes católicos eran lectores apasionados de Montesquieu, Rousseau y Voltaire: de la pléyade de pensadores rojillos, subversivos y exóticos de la época. Admiradores de las revoluciones francesa y norteamericana, muchos de ellos publicaron periódicos, como Enríquez y su Aurora de Chile, o encabezaron ejércitos rebeldes, como Hidalgo y Morelos. Todos fueron excomulgados. Muchos fueron ejecutados. Nuevos sacerdotes, como el cura Matamoros en México, vinieron a ocupar sus puestos.

Ninguno de ellos sintió contradicción alguna entre la fe y el racionalismo, ateo o simplemente anticlerical, de la Ilustración. El grito de guerra de Voltaire -Écrassez I'infame!- se dirigía sólo al alto clero mediatizado, al servicio del legitimismo y los privilegios aristocráticos. Para los sacerdotes de la independencia, como para el padre Rutilo Grande o el arzobispo Óscar Romero en El Salvador, el cristianismo inmediato, el que sigue el ejemplo de Cristo, es un cristianismo que convive con los pobres, desafía a los opresores y hace causa común con los rebeldes de toda estirpe contra los fariseos y los mercaderes.

Ellos son los padres remotos de la llamada teología de la liberación, que tanto asombra a los funcionarios norteamericanos y tanto irrita a Juan Pablo II. Sin embargo, los nuevos curas rebeldes de América Latina no fueron inventados en Moscú: su origen cercano es la puesta al día del catolicismo iniciada por Juan XXIII y reforzada, en su contenido social y militante, por Pablo VI en el congreso episcopal de Colombia en 1968.

Sin duda, Juan Pablo II tiene conciencia de que el Gobierno norteamericano auspicia una resurrección protestante y azuza a los grupos evangélicos contra la Iglesia católica en Centroamérica. El caso de los miskitos en Nicaragua y el apoyo al protestantismo genocida de Ríos Montt en Guatemala anuncian una desagradable guerra religiosa en Centroamérica, encima de la guerra civil y militar.

Este es el espectro de una confusión anacrónica y debilitante que ya se manifestó en el episodio de las Malvinas: los conflictos latinoamericanos, representados como un capítulo más de la guerra más vieja del mundo, la guerra entre los imperios británico y español, entre Isabel y Felipe, entre Roma y Wurtemberg. Los generales argentinos no hubiesen actuado sin el visto bueno de la embajadora Kirkpatrick y el subsecretario Enders. Lanzados a la aventura por Estados Unidos, en seguida fueron abandonados a favor del aliado atlántico, el Reino Unido: vodevil.

Si a esta confusión se añade otra nada anacrónica, que es la de abstraer los conflictos centroamericanos de su circunstancia histórica, de su raíz local, de su cultura política, de su necesidad humana, para convertirlos en problemas de la confrontación entre Este y Oeste, el resultado es un gran monigote de paja, la historia-vudú que sólo merece perecer en el fuego. A la luz de sus llamas, el actual Gobierno de EE UU puede cavar simultáneamente su propia tumba y la de los países centroamericanos. La razón es que la escalada bélica en América Central, en nombre de la confrontación de bloques y la teoría del dominó, condena a todos los países de la región a buscar fuera de sí mismos las soluciones a los problemas.

La única política coherente para América Central y el Caribe consiste en buscar las soluciones dentro de los países, no fuera en la verdad, no en el vudú. Los problemas de El Salvador son salvadoreños, pero dejan de serlo si se le niega toda oportunidad a la diplomacia para sólo dársela a las armas. Las armas norteamericanas no sirven para derrotar a los rebeldes: sirven para que el ejército y los grupos para militares asesinen a civiles salvadoreños. Los guerrilleros de El Salvador ni reciben ni necesitan armas de origen soviético: les basta con capturar las del Ejército desmoralizado e inepto del general García.

Los problemas de Nicaragua son nicaragüenses, pero dejarán de serlo si a ese país se le priva de toda posibilidad de supervivencia normal. Los problemas de Cuba son cubanos, y volverán a serlo cuando Estados Unidos comprenda que negándose a hablar de Cuba con Cuba sólo debilita a Cuba y a Estados Unidos y fortalece a la Unión Soviética.

Nada de esto será resuelto por el aumento del gasto y de la intervención militar de Estados Unidos en El Salvador. La región requiere una alternativa diplomática, no sólo latinoamericana, sino española y europea. ¿Quién mejor que Felipe González puede explicarle a Estados Unidos que el problema de Centroamérica no es el de optar entre los dos bloques, sino el de liquidar viejas estructuras económicas y sociales heredadas de la colonia española? ¿Quién mejor para hacerles entender que los métodos políticos y las opciones económicas que resulten de las revoluciones en Centroamérica tienen menos que ver con el comunismo soviético que con una determinada cultura histórica (también asociada a España) que no excluye la presencia de la religión católica como factor de identidad?

La visita de Juan Pablo II a Centroamérica demuestra la complejidad de ese factor, pero también sus contradicciones.

El Papa quiere separar al clero de la política, pero él mismo se inserta vigorosamente en ella, pues defender los derechos humanos en Guatemala es hacer política, y también pedir negociaciones en El Salvador, exigir reformas en Haití y regañar a Ernesto Cardenal en Nicaragua. Todo ello es hacer política.

Política compleja: el Papa ha promovido, como sus antecesores inmediatos, fuerzas a favor de la reforma económica y de la insurgencia política en Centroamérica: no puede llamarse a engaño si la dinámica de esas fuerzas rebasa los límites con los que el Pontífice mismo rebasa a las oligarquías locales.

Política contradictoria: el Papa intenta restarle fuerza a la revolución nicaragüense, donde lo que él pide en Guatemala o en Haití ya se está haciendo, y los sandinistas se niegan fuerza a sí mismos inventando una iglesia del pueblo que juega en manos de la fragmentación protestante.

¿Cuius regio, eius religio? La verdad es que las iglesias paralelas a Roma nunca han funcionado, de la papisa Juana al patriarca Pérez. Si queremos separarnos de Roma sin sacrificar la cultura del cristianismo no hay más recurso que volvernos protestantes o crear una sociedad civil fuerte. Cubanos o salvadoreños, nicaragüenses o guatemaltecos, mexicanos o colombianos: la pregunta que nos espera en el umbral de la verdadera historia es esta: ¿Somos capaces, con todos los instrumentos de nuestra cultura, cristiana y laica, de crear sociedades libres? La política tradicional de Estados Unidos nos impide responder libremente a esta pregunta. Pretexto o realidad, la presencia de armas, intervenciones, presiones, bloqueos y amenazas de Estados Unidos nos permiten justificar el aplazamiento de la respuesta: con ellos, como Guatemala; contra ellos, como Cuba.

La Iglesia, eterna, juega su propia carta, y el Papa apolítico regresa a Roma y se arroja en brazos del arzobispo de Varsovia. La historia de Polonia no se entendería sin la presencia política del Papa, el clero y la religión. Ni vudú, ni vodevil; a la Iglesia católica le corresponde tan sólo ser una parte de la voix-de-ville, de la voz de la ciudad, de la cultura de la polis (en Varsovia, en San Salvador o en Managua).

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