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La hora del cambio

Kiu se estrenó como obra dramática el 11 de marzo de 1980, con el título de El cero transparente. Ha variado muy poco para el paso a libro de ópera: precisamente se trataba de eso, nos dice Luis de Pablo: de componer sobre prosa, o en torno a ella; de sacar para la música el valor de la prosa castellana, fuera de los marcos rítmicos, del octosílabo, de la rima. Y de permitir a la ópera un buen regreso al teatro. El lenguaje de Alfonso Vallejo fue discutido en aquel estreno: no sólo había prosa, sino también prosaismo -deliberado, agresor-, que se injertaba en un clima de misterio y de angustia.El argumento estaba obtenido de lo que Jung vino a llamar inconsciente colectivo, de una serie de mitos que vagan, más o menos, por la humanidad: el viaje como símbolo de la muerte, la locura como una especie de sacralización, la ceguera como adivinación. Bastante como para provocar a Luis de Pablo a que realizase sobre él su ópera. Es un compositor literario: se ha apoyado muchas veces en textos -o ha apoyado los textos con su música-, pero no había llegado nunca a la definición de la ópera.

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El texto -el idioma- de Alfonso Vallejo es, en este caso, pre-texto. No llega demasiado bien a los espectadores-oyentes. En parte, porque, como pasa tanto con la ópera, y a pesar de la lucha de Luis de Pablo, la voz sigue apareciendo como instrumento más que como literatura; en parte también porque algunos de los intérpretes extranjeros -sobre todo la tiple Julia Conwell, de Estados Unidos- no pronuncian suficientemente el castellano. Cuando llega, produce la inquietud habitual del texto comprendido, de las frases y palabras habituales cuando se expresan con el énfasis musical de la ópera. No sólo los compositores, no sólo los intérpretes, han derivado hacia la voz instrumento, sino que también los poetas-libretistas se han plegado siempre a las necesidades musicales: el público tiene la costumbre de escuchar así la ópera y de recibirla en idiomas extranjeros, lo cual añade mucho a su instrumentalidad. Parece que precisamente en ese punto está la batalla de teatro musical que emprende Luis de Pablo con Alfonso Vallejo: se trata de crear otra costumbre, aunque costumbre más adecuada, más contemporánea.

No me da la sensación de que hayan intentado una ruptura, sino una gradación. Y hablo exclusivamente desde el punto de vista teatral y literario. Todavía hay una especie de diferencia entre la parte narrativa, dialogada, y la musical. En cuanto a lo que podemos llamar argumento, tiene las suficientes dotes de misterio, angustia, opresión y esperanza como para formar parte de una narración de ópera.

Estética de televisión

Son sorprendentes la dirección y la escenografía. Aunque las comparaciones tiendan siempre a la injusticia, es inevitable el recuerdo de la escenografia de la obra dramática, hecha entonces por Julián Navarro y que quedará siempre como una muestra antológica de lo que se puede hacer en el teatro. La directora de Kiu, María Francesca Siciliani, y su escenógrafo, Uberto Bertacca, han decidido esta vez no utilizar más que aproximadamente una quinceava parte del escenario de la Zarzuela: sobre el fondo negro de lo que se supone -y no se ve- que es un vagón de ferrocarril, se abre la pared de un compartimiento de tamaño menor que el natural, donde se desarrolla la acción y se debaten los personajes. Es una estética de televisión.

La deliberación parece que procede de otra idea: la de crear la sensación de encierro, de angustia, de opresión. Pero el resultado es el de una pantalla de televisión colgada en el centro casi geométrico del escenario. Aparte de los problemas de visión desde los laterales del teatro, sucede que priva de movimiento a los actores. Dicho de otra forma: no es la sensación de unos personajes encerrados en un espacio ínfimo la que llega al público, sino la de unos actores-cantantes que apenas pueden moverse. Si la música y el texto no son fáciles, para un público acostumbrado -por abono- a la otra ópera, la falta de movimiento añade dificultades innecesarias. Un ciclorama parcial, donde se proyectan nubes y estrellas, y unos juegos de luces no consiguen dar animación. El descarrilamiento del tren no está, técnica y estéticamente, conseguido, y el añadido final de las almitas vestidas de blanco de los que se salvan por el amor, subiendo una cuesta que parece conducir al cielo, es tan obvio como de mal gusto.

Todo el conjunto del espectáculo es, sin embargo, abierto y . esperanzador. Da la sensación de lo posible, de que incluso en España se puede conseguir una apertura importante sobre la ópera defensiva de otros tiempos. Ciertas intemperancias de una parte (mínima) del público al final de la obra son explicables y justificables: está abonado a otra cosa, lleva 20 temporadas viendo y escuchando otra cosa -con importantes excepciones-, y nadie le ha preparado -ni él ha sentido curiosidad- para una evolución. Está en su derecho, sobre todo cuando durante casi toda la representación mantuvo un considerable y admirable res peto. Lo importante es la aceptación y la aclamación de quienes esperan, también en la ópera, el cambio.

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