¡Olé!, Miles, eres el más grande!
ENVIADO ESPECIALHacia las 11.30 de la noche del viernes unas cinco mil personas eran engullidas por una suave noche primaveral con un penetrante tufo de pinchitos morunos, salchichas de insondable filiación y hamburguesas guerreras. Tan solo medía hora antes, en un rapto incontenible de entusiasmo, chillaban, pateaban, aplaudían, palmeaban delirantes sobre el borde de¡ escenario. El clamor de la turba y su recién improvisada sección de tambores reclamaban la reaparición de Miles y sus chicos, la exigían con la vehemencia del delirio. En esos instantes lo de menos era calibrar si acababan de asistir al mejor concierto de jazz de los diez, veinte o treinta últimos años en la ciudad. Con la desorientación radical que sólo puede provocar el pasmo, con las pautas de referencia totalmente traspapeladas, seguían reclamando, erre que erre, que se prolongará un poco más uno de los conciertos de su vida. Y Miles, el inaccesible Miles, tras 15 minutos ininterrumpidos de ovaciones, volvió a escena.Tambaleante, los pantalones desabrochados, libre ya del sencillo suéter negro que había lucido durante el concierto aunque todavía escondido tras sus gafas solares y un sombrero vaquero -negro también, como sus pantalones de negra piel, como su piel- del brazo de un rubicundo mozalbete culón que cualquiera hubiera jurado que fue el modelo humano inspirador del Obélix, Miles blandía en alto su trompeta mientras con la otra mano arrastraga una toalla reconfortante. ¿Dónde descubre Davis tantos y tan impresionantes músicos? Nadie tan sereno como él sobre un escenario, nadie tan entregado a sus compañeros -discípulos y a la música que juntos ayudan a crear, nadie con un dominio tan total de la situación. Allí todo es fácil, con la sencillez de los milagros, con el toque sublime de lo que excede a lo razonablemente humano. Bach, Mozart, Beethoven compusieron mucha y grandiosa música, pero creo que Davis no les va a la zaga. Tocar es componer, un estadio innegablemente superior al de la mera composición estática, y Davis lleva casi cuarenta años haciéndolo. Los grandes monstruos de cultura musical sacralizada por la academia han pasado a la historia con mayúsculas con sólo haber diseñado un cosmos sonoro personal, y resulta penoso ver con que impunidad se menosprecia el genio de quien ha revolucionado la música de nuestro siglo en no menos de cuatro ocasiones. Miles es un monstruo que sobrepasa esquematismos (dentro y fuera de su ámbito de procedencia) para alzarse endiosado hasta el olimpo de los gloriosos. A ese hombre habría que grabarle hasta las ventosidades, pues resulta inimaginable un soplo salido de su cuerpo sin la impronta de la genialidad. Por lo que sabe, lo que demuestra y cuanto enseña, Miles es emperador en una música de reyes. Miles, lo tuyo duele de puro bueno. Como gritaban en pleno descontrol extasiados citoyens, olé. Con palabras, explicarlo mejor no se puede.
Miles Davis
Miles Davis, trompeta y teclados; Bill Evans, saxos soprano, tenor y teclados; Mike Stern, guitarra; Al Foster, batería; Marcus Miller, bajo eléctrico y Minu Cinelu, percusionesPalais des Sports, Lyon, 15 de abril.
Babelia
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