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Tribuna
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Alsino y el cóndor

Entre las muchas que se disputaban este año, la postulación para el Oscar a la mejor película extranjera, cuatro llegaron con márgenes muy estrechos a la decisión final: la turca Yol, que compartió con Missing, de Costa Gavras, la Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado; Fitzcarraldo, alemana, de Werner Herzog, que ganó en el mismo certamen el premio a la mejor dirección; La noche de San Lorenzo, Italia, de los hermanos Taviani, que en el mismo certamen se llevó el premio especial del jurado, y Alsino y el cóndor, de Nicaragua, dirigida por el chileno exiliado en México Miguel Littin, que andaba dando sus primeros pasos por el mundo. Las tres primeras las conocía muy bien, porque me correspondió discutir sobre ellas en mi condición de jurado en Cannes, y todas son de una calidad tan alta que en un momento determinado se disputaban el primer lugar para la Palma de Oro.En cambio, tenía muy buenas referencias de amigos que habían visto Alsino y el cóndor en privado, pero no había tenido oportunidad de verla.

Acabo de verla ahora, sorprendido por la noticia de que fue escogida en Los Ángeles como candidata al premio de la mejor película extranjera, en medio de competidores tan bien calificados. Es muy buena.

Sin embargo, tal vez su excelencia no es su mérito mayor, sino el hecho de que lo sea a pesar de las condiciones casi inverosímiles en que fue realizada. Al principio no había ni argumento ni plata, pero el Instituto del Cine de Nicaragua quería que Miguel Littin hiciera una película para ellos, y Miguel Littin quería hacerla, tenía una idea antigua y no muy promisoria, inspirada en un cuento del escritor chileno Pedro Prado, sobre un niño del campo que se tiraba de los árboles porque quería volar.

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Era un buen ejemplo de la obsesión lírica de Miguel Littin, que es el aspecto más vulnerable de sus películas, pero a la cual se rinde siempre como a una amante ilusoria, a pesar de las duras críticas de los críticos y de las aún más duras y secretas de los amigos que lo queremos. Por fortuna, no hay maestra más cabeza dura que la realidad. Recorriendo los campos de Nicaragua en busca de ambiente para su niño volador, en busca de árboles para que volara, en busca de justificaciones sociales para que fuera creíble la aventura de su Ícaro tropical, Miguel Littin descubrió en la memoria colectiva los recuerdos nunca contados de la guerra de liberación de Nicaragua, y se encontró de pronto -tal vez sin saberlo- con una película distinta, pero mucho más verídica y conmovedora que la que buscaba. No hay en esto nada nuevo ni raro: así ha sido el arte desde siempre.

Las circunstancias en que fue realizada podrían servir de argumento para otra película. El Gobierno de Nicaragua participaba con toda clase de recursos-civiles y militares, materiales y morales-, pero sumando todo lo que se pudo conseguir en efectivo no se alcanzaban a reunir más de 60.000 dólares, que era mucho menos de lo que iba a cobrar un actor norteamericano, indispensable para el drama. Cuba contribuyó con equipo técnico, e inclusive con uno de sus directores de fotografia mejor calificados -Jorge Herrera, de 56 años-, que había asentado su prestigio con Lucía y la primera carga del machete; México contribuyó con tres actores y otros se ofrecieron como voluntarios. Nicaragua hizo la contribución más sustancial con tropas armadas, carros de combate y la única tanqueta de que disponían y con un helicóptero que estaba destinado a ser una de las estrellas de la película. Su gloria duró muy poco: al cabo de una semana de rodaje sufrió un accidente mortal, con catorce personas a bordo, mientras hacía labores de rescate en una zona de inundaciones, y hubo que rehacer todo lo hecho hasta entonces.

El otro helicóptero, marca Bell, que es el único de que dispone el Gobierno nicaragüense, cumplió su misión artística hasta el final, pero con veleidades que ningún productor le habría permitido a su estrella mejor cotizada. Cuando menos se pensaba, tenía que desplazarse a las zonas de conflicto de la frontera con Honduras, y el rodaje quedaba en suspenso hasta que el helicóptero volvía a quedar disponible. Nada, en general, permitía hacer planes definitivos. Las propias tropas de la película tenían que rnovilizarse cuando menos se pensaba para la defensa de las fronteras, y cuando volvían llevaban caras nuevas, armas distintas y, a veces, hasta un ánimo distinto, y había que rehacer muchas escenas para no incurrir en contradicciones visuales. El alguna ocasión, al volver de un combate protagonizaron una escena con proyectiles reales, sin que el director se diera cuenta porqur, se habían acabado los cartuchos de fogueo. En otra ocasión los habitantes del pueblo quisieron incendiar una tanqueta-como lo hacían durante la guerra- porque gracias a ella los somocistas de la película habían ganado un combate, de acuerdo con el guión. Un actor nicaragüense hizo con tanta propiedad el papel de sargento de Somoza que despertó las sospechas de la población, pensando que tal vez era un antiguo miembro de la Guardia Nacional infiltrado en la película. Un mal día, mientras filmaba a bordo del helicóptero, el fotógrafo Jorge Herrero se apretó las sienes con las dos manos y se quedó inmóvil con una mirada de deslumbramiento. "Era como si estuviera viendo algo que sólo él podía ver", dice Miguel Littin. Había muerto de una congestión cerebral fulminante.

El resultado de tantas contrariedades e incertidumbres fue esta película, donde el niño que quería volar no es más que un elemento circunstancial. Lo interpretó Alan Esquivel, el hijo de un trabajador de la construcción, que no sabía leer a los trece años y se aprendía los diálogos que un asistente le leía en voz alta. Es, sin duda, un actor nato, y el propio Miguel Littin dice que al cabo de pocos días le bastaba con hacerle las mismas indicaciones que a un profesional. Sin embargo, a mi modo de ver, muy personal, el verdadero drama de esta película ejemplar, el que de veras convence y conmueve, es el del capitán Frank, un instructor norteamericano interpretado dé un modo magistral por su compatriota Dean Stockel; no es un actor muy conocido en la actualidad, pero los que tengan buena memoria para los nombres del cine recordarán sin duda que es el mismo que a los diez años hizo el papel de El niño del caballo verde, de Joseph Losey. Stockel no sólo aceptó hacer la película por una cantidad irrisoria, sino que soportó con estoicismo y buen humor los contratiempos innumerables y resistió con seriedad a las presiones políticas que se le hicieron de distintos frentes. No hay duda de que es un hombre inteligente, que sabía muy bien lo que estaba haciendo.

En realidad, el capitán Frank, que se pasea a lo largo de toda la película más solo que nadie en su helicóptero solitario, no lo hace por dinero, ni por espíritu de aventura, sino por la convicción de que su tarea, y aun su sacrificio, es un tributo al triunfo de la justicia y la verdad. Es esa la dimensión más patética de los equivocados. Y en el caso del capitán Frank lo es todavía más porque es un ejemplar perfecto, lúcido y humano, de la tercera generación que Estados Unidos manda a morir en sus guerras sucias posteriores a la última guerra mundial. Toda una cosecha invaluable de muchachos como éste fue mandada al matadero de Corea, otra al de Vietnam, y una tercera, ahora, al infierno de América Central, donde el Gobierno del señor Reagan está demostrando, una vez más, que el país más poderoso y fascinante del mundo es refractario a las lecciones terribles de su propia historia. No es posible que Dean Stockel no sea consciente de que el capitán humano y un poco mesiánico que encarna se ha dejado meter en una trampa sin salida, donde lo menos grave que le ocurre es que nadie le quiere. Estoy seguro de que lo sabe, y ese es el gran servicio que le ha prestado a su país, al ponerlo frente a este espejo revelador de su extraño e inmerecido destino.

1983 Gabriel García Márquez-ACI.

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