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Monotonía y sutil variedad en los bodegones de Luis Meléndez

Luis Meléndez (1716-1780) es sin duda el pintor español del siglo XVIII que, descontado Goya, ha alcanzado mayor nombradía fuera de nuestras fronteras. Sus obras han ido entrando en museos de Europa y de Norteamérica en mayor número que las de cualquiera de sus colegas hispanos de esa época (siempre dejando aparta a Goya). Y acerca de Meléndez se puede formar una antología crítica internacional más rica que la que cabría hacer de un Luis Paret y Alcázar o un Antonio González Velázquez, por citar dos pintores coetáneos que son de valía no inferior a la suya.Lo que mayor y más persistente impulso ha dado a la fama de Luis Meléndez ha sido la extraordinaria representación que de él posee el Museo del Prado, compuesta por 39 cuadros, todos ellos con tema de bodegón, procedentes del palacio real de Aranjuez. Parte de estos cuadros estaban dispersos desde hace mucho tiempo, cedidos en depósitos a diversos museos del país, y otros habían quedado fuera de la visita pública como consecuencia de las reformas que se están llevando a cabo en el edificio de la gran pinacoteca madrileña. La exposición que podía verse hasta este fin de semana en Barcelona ha vuelto a reunirlos al completo, con el añadido de algunos otros ejemplares del monasterio de El Escorial y de colecciones particulares: en total, 45 piezas, lo que viene a ser casi la mitad de toda la producción que hoy día se conoce de este artista. Se trata de la misma exposición, con alguna pequeña variante, que el Museo del Prado organizó y tuvo abierta en sus salas en diciembre y enero pasados. Ha sido ésta, si no me equivoco, la primera vez que dicho museo monta una muestra monográfica basada en sus propios fondos y luego la presta para su exhibición temporal en otra ciudad; un hecho que satisface subrayar como prueba concreta de los propósitos renovadores que ahora animan a la dirección del Prado y de los que tanto cabe esperar también desde provincias.

Pese a las investigaciones recientes su vida y su obra presentan todavía considerables problemas. Así, sabemos que éste había trabajado en Madrid durante seis años, sirviendo en los retratos al óleo, como ayudante del francés Louis Michel Van Loo, pintor de cámara de Felipe V y de Fernando VI, primer director (1752) de la Academia de San Fernando y retratista eminente, que sabía alternar la pompa barroca y la adulación palaciega con un modo directo de abordar el modelo, que en ciertos casos, como en el retrato de Mayans y Siscar, constituye una clara anticipación de Goya. De este aprendizaje con Van Loo es una consecuencia plenamente madura el espléndido Autorretrato de Meléndez, que se conserva en el Museo del Louvre (con réplica autógrafa en el Museo de Los Angeles), fechado en 1746, y que ha sido calificado, no sin razón, como quizá el mejor retrato de autor español del setecientos antes de Goya. Ahora bien, pese a trabajar en el ámbito cortesano y de poseer tan buenas dotes para el retrato, el caso es que Meléndez, por causas no aclaradas, que tal vez tengan algo que ver con su mala relación con la Academia, no llegó a abrirse camino en esta especialidad. Ni siquiera nos consta que obtuviese alguna vez un encargo de ese tipo, de lo más frecuente y remunerativo de su época. Y la única obra suya de género retratístico que se ha reconocido hasta ahora, aparte las dos citadas, es precisamente otro Autorretrato (colección particular, Madrid), el cual constituye un documento biográfico de mucho interés: el joven satisfecho de 1746 es aquí, unos quince o veinte años más tarde, un hombre que nos escruta con expresión entre orgullosa y amargada, alguien que no se siente bien tratado por la vida y que (sin que ello quiera sugerir una comparación de calidad o de estilo) hace pensar en el viejo Rembrandt. Este testimonio visual concuerda con la información allegada por otros conductos. Meléndez, que no logró ver cumplida su aspiracion de ser nombrado pintor de cámara del rey de España, afirma en un documento no tener medios..., ni aun los precisos para alimentarse, pues se halla sin más patrimonio que sus pinceles. Y en su testamento hubo de declararse pobre de solemnidad por no tener bienes que testar. No sé si le hubiera servido de consuelo recibir entonces la revelación de.que doscientos años más tarde un pequeño óleo suyo iba a cotizarse en el mercado de Londres en 65.000 libras.

Pero si no pudo o no quiso ganarse la vida pintando retratos de sus semejantes, Meléndez se convirtió en un personalísimo retratista de vituallas, como bien puede apreciarse en la presente exposición. Para la teoría dominante de su tiempo, la del idealismo académico, la pintura de bodegones constituía el último peldaño del escalafón de los temas tradicionales pintables, el grado al que no debían descender, salvo por incursión muy ocasional, los profesores de primer rango. Y, de hecho, si no me equivoco, ninguno de los principales maestros que por entonces vinieron del extranjero a Madrid llamados para desempeñar la plaza del primer pintor de la corona, Van Loo y Amigoni, Giaquinto y Tiépolo, y no digamos Antonio Rafael Mengs, el pintor filósofo, se dignó realizar jamás un cuadro de este asunto. Y creo que hay que interpretar como una especie de desafio más o menos divertido frente a ese juicio depreciativo de la Academia el qué Meléndez ponga en el último de los lienzos de esta exposición (de 1774) la firma personal más extensa que probablemente se haya escrito alguna vez en una obra de arte (desarrollando abreviaturas, la firma dice: "Luis Eigidio Meléndez de Rivera Durazo y Santo Padre"). Por lo demás, según parece, el propio Meléndez debió empezar a cultivar con asiduidad este género en una fase relativamente tardía en su vida.

Orígenes napolitanos

No están nada claros los orígenes del estilo de Meléndez en cuanto pintor de bodegones. Parece indudable que, de una parte, hay que entroncarlo con la escuela de Nápoles (ciudad natal del artista), si bien la crítica no ha conseguido aún llegar a puntualizaciones más o menos firmes en este sentido. El registro fanático del detalle, hasta límites obsesivos, que es una de las características que más llaman la atención en estas obras se relaciona obviamente con la actividad juvenil de Meléndez como pintor de miniaturas y con sus trabajos de iluminador de libros. Y a los estupendos ejemplos de bodegonismo realista español de la primera mitad del seiscientos (Sánchez Cotán, Van der Hamen, Zurbarán) se remonta el fuerte tratamiento luminoso, que en Meléndez es menos solemne y metafísico, de menor rigor y unidad, más fraccionado y disperso, típico de un hombre del rococó. No es cuestión de entrar aquí en el análisis detallado de un modo de ver y de formar que es altamente indívidualizado, inconfundible. Al visitante impaciente la exposición le parecerá probablemente monótona por la escasa variedad de formatos y tamaños, de motivos, de mise en cadre, de enfoque, de luz. Aunque las fechas, como he apuntado, dan para la ejecución de la serie un término de quince años, podría creerse que ha sido realizada de un tirón, tal es la coherencia y uniformidad de estilo.La fórmula de presentación es, con pocas excepciones, la misma, con objetos dispuestos sobre una mesa cuyo borde corre paralelo y próximo al margen inferior del lienzo. En ocasiones, el fondo, por lo común igual y oscuro, se abre a un paisaje, pero sin que incida en la trama luminosa del conjunto. Las composiciopnes se vienen a un primer plano fortísimo, potenciador del efecto de realidad, forzando la inmediatez de aprehensión; es un efecto de implicación visual equíparable al que rige la estupenda serie de escenas de género de Lorenzo Tiépolo, que se conserva en el palacio Real de Madrid.

Aparente monotonía, pero sutil variedad. Los juegos de oposiciones y alianzas, de armonías y disonancias, varían grandemente de cuadro a cuadro, es una especulación formal y cromática que corijuga sabiamente los espacios, las frutas y otros cuerpos orgánicos, la geometría de alcuzas y garapiñeras, de botellas, jarras, cajas de dulce y utensilios de cocina. Una flexible inteligencia de estructura, a menudo agazapada tras una impresión accidentalizada, sostiene la presencia de las cosas, que aparecen descritas con abnegada aplicación micrográfica, con una complacencia verista insaciable, pero también no sin cierta sequedad que las acorteza ligeramente, las distancia y, de algún modo, les confiere una dosis de irrealidad. La vieja y misteriosa frontera verdad/ficción tiene en esta muestra una versión que merece ser vista y degustada con toda calma.

De la exposición hay catálogo (en Barcelona, traducido al catalán), que ha sido redactado por Juan José Luna, conservador del Prado, con muy buena información y que reproduce todas las obras expuestas. En el aspecto crítíco, entre no pocas observaciones atinadas, el entusiasmo ha llevado al catalogador a emitir juicios que van más allá de lo razonable; así, escribe que los cuadros de Meléndez, revelan, merced a su sinceridad interpretativa, la verdadera esencia de las cosas, una revelación que en verdad no es asequible ni para éste ni para ningún otro pintor, y tampoco es de recibo la idea de que alguno de los cuadros de mayor severidad geométrica apunte a un cubismo incipiente (el cubismo, claro está, es muy radicalmente otra cosa).

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