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Tribuna:Crónicas urbanas
Tribuna
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Una historia de amor

Manuel Vicent

Primero él tuvo que dejar la costumbre de cortarse las venas o de tragarse un tenedor cada vez que recibía una carta de la novia con un beso de carmín estampado en el último pliego. Aquellos ardientes papeles siempre le hacían saltar por dentro un mecanismo de destrucción. No solía arremete contra nadie que no fuera él mismo; eso era una ventaja y podía pasar largo tiempo barriendo la celda con una mansedumbre de lego. Sólo después de leer una carta de su novia se volvía un ser peligroso. Un golpe de sangre le inundaba el cráneo totalmente y entonces cogía el primer hierro de su entorno y se lo introducía en el cuerpo enamora do por el agujero que encontraba más a mano. Mientras el cirujano le abría en canal se cruzaban apuestas en la enfermería acerca de qué cosa contundente se habría comido esta vez, y bajo los efectos de la anestesia el galán oía voces confusas que hablaban de su hazaña.-Te lo dije. Se trata de una llave inglesa.

-No la veo.

-En el esófago.

-Ahora.

-Parece que este joven quiere mucho a la chica.

Hay pocos hombres capaces de llevar su pasión por una mujer al extremo de zamparse una llave inglesa. Muchos no se atreverían ni con un sacapuntas. Ante este caso de amor desesperado, un funcionario prometió al recluso Julián Requejo Gómez que si en adelante se portaba bien y abandonaba el hábito de engullir cucharillas, culos de botella y clavos roñosos un día no lejano podría estar a solas con su novia durante tres horas en ese cuarto de abajo. Hasta entonces la había visto en los ratos de visita a través del plástico amarillento del locutorio. Después de algunos años de prisión conservaba en la memoria una imagen biselada de ella y al final la chica se había convertido en esa silueta esfumada al otro lado de la reja que le traía un salchichón cada semana y le contaba a gritos cosas de la fábrica, lances de la película del sábado, el viejo relato de aquella excursión a. Chinchón, siempre la misma canción, la misma sonrisa húmeda y los besos volados al despedirse.

-Te escribiré mañana.

-Hazlo.

-Pero no te tragues nada.

-No.

-¿Lo juras?

Luego él se quedaba alelado contra los barrotes contemplando la grupa, las pantorrilas y el dibujo de su nuca cuando la chica atravesaba la sala destartalada hacia la salida. Por ella había intentado atracar en dos ocasiones la nómina de una oficina de patentes en Chamartín y de una factoría en Villaverde. Sólo era un buen chico que quería comprar un piso para casarse. Incluso había visto uno a su medida en Alcorcón. Noventa metros cuadrados, baños alicatados hasta el techo, armarios empotrados, cocina Forlady, terraza con vistas al rebaño de merinas en el descampado, sauce famélico en el jardincillo de la entrada, dos columpios y un parapeto de piteras en el terraplén: total, cinco millones; uno, a la entrega de llaves, y el resto, a convenir. Sólo tenía una solución: coger una escopeta de cañones recortados y hacer un par de visitas.

Cuando estaba tumbado con la novia bajo los chopos en las afueras de Chinchón, los dos soñaban a un tiempo en este pequeño paraíso suburbano. Ella iría con el carrito de la compra al supermercado del otro bloque y él alquilaría un local en la zona para montar un taller de motocicletas y formarían una de esas parejas que toman un aperitivo de mejillones en el bar los domingos arrastrando un niño con gorro de lana en el cochecito. El dinero del atraco sería para salir adelante en la vida, y mientras eso llegaba, la chica sólo se dejaba acariciar un poco por el exterior allí en la chopera, le daba besos de novia antigua, pero le impedía el paso tenazamente si al galán se le iba la mano. Ella quería hacer el amor en un piso propio, con lámparas, ceniceros, televisor y flores de papel, porque la virginidad era el único bien parafernal que la muchacha podía aportar al matrimonio. Fue un asunto de mala sombra. Un día de cobro, el tipo agarró la escopeta y del primer golpe escapó sin botín a duras penas, pero algunos testigos le echaron el ojo y en el segundo le trincaron de huida con la saca, y además, en la escueta refriega salió un policía accidentado, aunque leventemente. Carecía de facultades, y allí acabó un sueño de clase media.

Sueños como éste hay algunos estampados en las paredes de este cuarto en la cárcel de Carabanchel. Por regla general allí se producen cada día unos combates crudos cuerpo a cuerpo sobre la tabla de pino con el tiempo cronometrado por un celador. A veces, desde el pasillo, se oyen leñazos sordos que dan en la carne del otro, grititos ahogados o alguna fiera risotada, todo eso hasta que el funcionario mira el reloj y entiende que el último asalto ha terminado. Entonces toca la campana y arrea simplemente un par de puñetazos en la puerta del nido.

-Se acabó.

-Un momento.

-Que eso no es Hollywood.

-Ya vamos.

-La gente está esperando.

La manga ancha del celador

Hay que caerle bien. El celador encargado de este servicio de amor tiene cierta manga ancha para decidir si el preso puede estar una o tres horas allí dentro. Si uno desea realizar el crucero por esta bahía de ocho metros cuadrados debe acreditar buena conducta, tener un expediente limpio, llenar algunas formalidades con meses de antelación, escribir una instancia a la junta y demostrar que la visita esperada es la mujer legítima; pero si el preso ha sido bueno, alguien puede hacer la vista gorda. En ese caso, las novias, compañeras y queridas con dos trienios también cuelan, siempre que exhiban modales. Algunas señoras traen para la cita camisón rosa y colchoneta hinchable, adornan el cuarto con un ramo de rosas y cuelgan de la pared objetos familiares: aquel retrato ovalado de los abuelos que el amante prisionero vio tantas veces en la alcoba de matrimonio. Durante una hora hay que recrear un mundo en ese sumidero de aire denso. Se agitan las caderas femeninas en una danza del vientre sobre el banco a salvo de las cucarachas, se hablan palabras cálidas contra el muro de cemento, se galopa brevemente con el piloto automático y la esposa maternal excita al marido con frases de mucho efecto.

-No hagas ruido, que se van a despertar los niños.

-¿Qué dices?

-Verónica duerme al lado.

-Estás loca. Fuera sólo hay un guardia.

-Cariño, no me entiendes. Anda, termina de una vez.

De una forma casi diabólica, las ardientes cartas de aquella chica llegaban a la cárcel con besos de carmín, y el recluso Julián Requejo Gómez ya no se metía ningún hierro. El funcionario mantenía la promesa en pie Si seguía siendo un buen muchacho, un día no muy lejano podría estar a solas con su novia en el cuarto. Ese día había llegado. Tuvo que formalizar todos los requisitos firmar volantes y esperar tres meses. Finalmente, un papel sellado por la junta del establecimiento, a modo de pasaje para embarcar, cayó en sus manos. El galán podía presentar ante el tribunal un cuerpo troceado por el amor. Varios costurones le cruzaban la tripa y en la garganta le brillaba una cicatriz de tranqueotomía con una tonalidad azul. Mientras se acercaba el momento de palpar sólidamente la esfumada silueta de aquella mujer, él cumplía con ahínco la penitencia diaria sonriendo. Barría la celda con la humildad de un fraile motilón, soldaba cañerías, se comía el rancho dejando la cuchara aparte, saludaba a los carceleros con un "buenos días nos dé Dios", asistía a misa y ponía paz en las reyertas de la galería. Luego, en el patio, se sentaba en un rincón para soñar. Veía pasar aviones y palo mas torcaces por el cuadrilátero del cielo y pensaba en aquellas excursiones de domingo a Chinchón o al Jarama con ella. Aún sentía en la palma el suave volumen de unos senos bajo la blusa estampada y recordaba aquellos pelillos dorados como el vello del melocotón que la brisa hacía irisar en los muslos de la chica. Esa felicidad campestre se había ido al demonio por culpa de un maldito piso en Alcorcón. La chica se resistía a entregarse fuera del matrimonio y él tuvo que coger una escopeta para cazar unos millones.

La chica sentía miedo

El primer jueves de visita se lo dijo en el locutorio. Ella le traía el salchichón y las noticias de los amigos, iba a contarle la película de Paul Newman, y entonces a través del plástico arañado se lo soltó gritando de golpe.

-¡He conseguido el permiso!

-¿Para qué?

-El sábado podré estar contigo una hora.

-¿Dónde?

-Aquí dentro. En un cuarto. Los dos solos. Hay una tabla.

-¿Y qué vamos a hacer?

-No seas bruta.

La chica había excitado la memoria de su amante encarcelado durante años con una cartas ardientes. Y ahora dudaba. Simplemente sentía miedo. Podría creerse que su escrúpulo era demasiado cruel, pero la chica tenía motivos para recelar de esos guardianes de mirada lasciva, de unas rejas oxidadas, de, un ambiente miserable con aspecto de basurero e incluso de la pasión de aquel hombre que en un instante de furia amorosa tanto tiempo reprimida sería capaz de estrangularla en un zarpazo. Ella todavía pensaba para su amor en un piso de lámparas rosas, en una almohada con iniciales conyugales bordadas por sí misma; pero el recluso Julián Requejo luchó a muerte por el derecho a comunicación que le establece la Constitución democrática, lloró, suplicó de rodillas, se mordió los puños, tampoco se introdujo esta vez ningún hierro por la boca, y después de unas semanas de zozobra la novia transigió, y aquella tarde de sábado cruzó la reja como una gacela asustada.

Previamente él se había ofrecido voluntario para limpiar el nido. Con una fregona y un cubo de agua con zotal frotó el suelo, las paredes y la tabla de pino. Pasó un trapo por la bombilla y puso una mata de geranio en la cabecera del banco. Compró refrescos de naranja del economato y extendió una sábana sobre la madera de la operación. Ahora el hedor a besugo podrido se había mezclado con una veta de desinfectante mortal.

Legado el momento, un funcionario hizo pasar a la doncella hacia una zona social donde la esperaba el galán de las cicatrices. Allí la cogió de la mano, ambos penetraron en el cuarto y el guardián quedó en el pasillo cronometrando la hora. No tenían nada que decirse. La novia se sentó temblando como un pájaro en el filo de la tabla y, primero, se bajó el borde de falda con dos tironcillos nerviosos sonriendo con la cara fija en la pared. Él la pellizcó suavemente un brazo. Y murmuró:

-Por favor.

-¿Qué vas a hacer?

-Querías un piso. ¿Te acuerdas?

-Sí.

-Esto es un piso.

Entonces la chica comenzó a acariciarle el pecho por dentro de la camisa y con la yema de los dedos recorrió los dientes de sierra de unos costurones mal cosidos que su amante tenía repartidos por el tronco. Después de un suave forcejeo ella abandó el cuerpo y entonces él acudió en una galopada de caballo a tomar posesión de su heredad. Fuera, un celador leía un periódico, a veces miraba el reloj y ponía la oreja en la puerta del nido. Y no lograba oír nada.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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