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Las exigencias de un catolicismo plural

JOSÉ LUIS L. ARANGUREN

A la mayor parte de nosotros, europeos de Occidente, por muy interesados que sigamos en el método y los análisis de Marx y en algunos de los marxistas teóricos actuales, el socialismo real de la URSS y los países satélites está muy lejos de parecernos un deseable modo de vida, y la URSS misma, tras su máscara ideológica paleomarxista, se nos revela como desnuda voluntad de imperialismo mundial, enfrentado con el otro insensato imperialismo, el de EE UU, en una atroz carrera armamentista. Y es el peligro de nuestra situación geográfica, en el teatro o escenario de la guerra de euromisiles, el que prima hoy sobre cualquier otra consideración. Pero es grave error, proviniente de nuestra limitada o, mejor, situada perspectiva, no reconocer que paralelamente a como, actualmente, en el plano teórico, no debe hablarse de marxismo, sino, en plural, de marxismos, en el plano de la praxis hoy hay que hablar también de una pluralidad de actitudes en cuanto al marxismo como realidad o realización. Ésta, a nosotros, europeos -y diga lo que quiera una derecha que, agitando el espantajo del socialismo comunista, lo único que se propone es conservar todos sus privilegios- no nos incumbre, no es un temor -tampoco una esperanza- que, razonablemente, podamos tener. El temor que nos afecta, y muy directamente, es, ya lo he dicho, el de la destrucción atómica.Pero, evidentemente, la cuestión atañe de manera muy diferente a otros países. Así Polonia, a la que la URSS ha impuesto su socialismo real, es explicable que sienta al comunismo como su peor enemigo y que, apoyándose en un paleocatolicismo, inviable ya en la Europa occidental, añore como su salvación, con el apoyo de un Papa demasiado polaco, un modelo de Estado católico y antimarxista en el que Juan Pablo II no ha puesto de nuevo sino el estilo de propaganda de masas

Versión relativamente occidentalizada de ese catolicismo que ahora, un tanto retrasadamente, es antimarxista, como en el siglo pasado antiliberal y en el XVII contrarreformador, es el catolicismo estilo Opus Dei, que, con la cooperación muy afectiva de éste y hasta de la marca comercial de la abeja en los paraguas de la Santa Comunión, vino a predicar Juan Pablo II a España. Para mí no hay duda de que las dos únicas concepciones católico-políticas forjadas en el siglo XX son ésta, de un integrismo vergonzosamente político -privado, para acudir a la caracterización de Xavier Rubert-, que, de labios para fuera, acepta la democracia -una democracia vaciada de todo contenido-, pero que, en el orden de los preceptos y comportamientos, procede o intenta proceder por pura fuerza de imposición, como en el siglo XVII, y un catolicismo progresista, que puede sernos simpático, pero que, en nuestro actual estado de secularización y laicidad (no digo laicismo), ha quedado ya, para nosotros, tan atrás, por relativización de am bos términos, como aquellos sus concomitantes diálogos cristiano-marxistas de los años sesenta.

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Pero -igual y a la inversa que en Polonia- en Centroamérica el catolicismo realmente vivo, el que pugna por la liberación de la explotación norteamericana, de su oligarquía interior, al servicio de ella, es, justamente, ese catolicismo progresista. Detengámonos por un momento en el contraejemplo de Guatemala, donde una política no sólo proamericana sino protestante fundamentalista, que quiere convertir el cristianismo tradiciónal de aquel país en una religión de sectas que predican una salvación puramente espiritual, persegiíidora de todo intento de liberación del pueblo, intenta raer del país todo vestigio de un catolicismo sensible a la efectiva situación de los pobres de éste, de aquel mundo.

El caso de Nicaragua es, visto con objetividad, dejados a un lado nuestros resabios europeos y puesto entre paréntesis nuestro posmarxismo, la experiencia, tal vez última ya, de un catolicismo revolucionario que, aliado por necesidad con el marxismo, busca una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo; lo cierto es que en Latinoamérica la suerte de la religión y la de la política se hallan estrechamente entrelazadas. En Nicaragua, el hegemónico partido sandinista busca la cooperación de los sacerdotes progresistas, que constituyen la inmensa mayoría, y éstos ven en tal cooperación la única perspectiva de futuro para un catolicismo de liberación. Laforma política o del Estado en Nicaragua que, por lo demás, está todavía haciéndose, puede no parecer aún plenamente democrática pero ¿lo es más la forma política de Guatemala o, para ir más lejos, la de Chile? Sartre vivió, en el inicio de la revolución cubana, la esperanza de que ésta se hiciese a sí misma, creativamente, lejos de todo modelo preexistente. ¿No tendríamos el Papa y nosotros que albergar -albergarla, sí, para que no se nos enfríe- la esperanza de que los católicos de Nicaragua fueran capaces de realizar una experiencia absolutamente única en la Historia?

Una situación como la actual, de heterodoxia -en la acepción que yo doy a esta palabra-, en la cual se acepta a un monseñor Lefebvre, en abierta rebeldía antivaticanista, ¿no puede tolerar el catolicismo progresista nicaragüense? Es lástima que Juan Pablo II no hubiese preparado su viaje a Nicaragua con la lectura del libro de Teófilo Cabestrero Ministros de Dios, ministros del pueblo. Testimonio de tres sacerdotes en el Gobierno revolucionario de Nicaragua (Desclée de Brouwer, Bilbao, 1983). Son los testimonios del ministro del Exterior, Miguel D'Escoto; del gran poeta Ernesto Cardenal, ministro de Cultura, y de su hermano Fernando, vicecoordinador nacional de la Juventud Sandinista. Es un libro que todos los católicos de buena fe y un mínimun de dispo nibílidad para pensar libremente deberían leer. Después de hacer lo, no se concebiría fácilmente la terquedad vaticana en su exigencia de cese en sus cargos políticos de tales ministros. La historia del catolicismo político está llena de sacerdotes partícipes activamente en la política, desde el cardenal Cisneros entre nosotros, pasando por los grandes políticos, pero no tan grandes cristianos, cardenales Richelieu y Mazarino, hasta los fundadores de la Democracia Cristiana italiana y del Zentrum germánico. ¿Por qué estos escrúpulos papales, tan empeñados en la separación de Iglesia y Estado en este punto y tan antimodernos en casi todo lo demás? Es una lástima que el Papa haya viajado a Nicaragua tan escasamente preparado para comprender el fenómeno nicaragüense y, en general, latinoamericano, de un catolicismo noblemente comprometido en la liberación de los oprimidos. El comportamiento en Managua durante la misa, nos parezca bueno o malo o regular, no fue sino la reacción de frustración ante una incapacidad para comprender e incluso una negativa a orar. Y la visita clandestina en San Salvador a la tumba del cardenal Óscar Romero fue cualquier cosa menos gallarda. El paso de Juan Pablo II por España, donde no levantó sino una sucesión de fervorines, fue innocuo. Del viaje que ha hecho a Centroamérica no puede decirse lo mismo y, en el mejor de los casos, debe ser calificado de confuso y fomentador de confusión. En general, la cerrazón ante el fenómeno del catolicismo popular, en contraste con la comprensión para los catolicismos integristas, es deprimente. Antes hablábamos de la descatolización de Guatemala. Frente a la cerrada intransigencia vaticana, ¿no cabe prever el peligro de la formación de una secta católico-cismática en Nicaragua? Estricta obligación de la jerarquía sería evitarlo. Pero, para ello, es menester una concepción pluralista del catolicismo.

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