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Tribuna:Crónicas urbanas
Tribuna
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Retrato de familia

Manuel Vicent

Se trata de una familia tan moderna, que gracias a ella el psiquiatra ha podido comprarse un chalé en la sierra equipado con refugio atómico. El padre empina el codo, el hijo se mete salsa de tomate en las venas, la madre tiene depresiones suicidas y la hija se ha escapado de casa. Ahora la chica está sentada a mi lado, oliendo a tocino, en una discoteca-bar de butacas raídas y desiertas, a media tarde, mientras una lluvia de marzo extrae un hedor de rata caliente de las alcantarillas del barrio del Carmen, en Valencia. Los cuatro elementos de este retrato se han despellejado los riñones en el diván del psiquiatra, pero hasta el momento, ese barbudo de bata blanca no ha logrado descifrar el enigma principal. No sabe si el padre se emborracha porque su hijo se pica con la jeringuilla, o si el hijo se droga porque su padre se embriaga, o si la madre quiere tirarse por el tendedero porque su hija se ha fugado con un guitarrista, o si la hija ha puesto tierra por medio para no asistir al gran desenlace que se avecina. En la penumbra de la discoteca-bar, la chica exhibe las botas crudas sobre la mesa junto a la copa de anís, se sube la manga y me enseña con vanidad algunos callos sonrosados en las venas.Lo peor era de noche

-¿Qué te has metido por ahí?

-Cosas. De todo.

-¿Estás con el jaco todavía? -Quiero ponerme bien para volver a Madrid. En casa no saben nada de mí desde hace cuatro meses. ¿Cómo anda aquella ciudad?

-Bien, el alcalde hace bandos neoclásicos.-Oh. Lo peor era de noche, cuando el padre regresaba al hogar a cuatro patas y se oía el llavín arañar la cerradura inútilmente. La mujer abría la puerta y entonces comenzaban los insultos. Él cruzaba dando tumbos el salón, y el hijo adolescente le miraba en silencio, con ojos de albóndiga, y después se sentía la vibración de un golpe hondo al final del pasillo, seguido de un sollozo con moquillo maternal en el cuarto de baño. Llegó a resultar insoportable. La chica recuerda con terror aquellas treguas herméticas de los cuatro en la mesa. El padre leía el periódico detrás de la sopa, la madre engullía canelones con un nerviosismo de oca, el hijo pálido metía la lengua de oso hormiguero dentro del barro de mermelada, y todos callaban, se analizaban por un lado del ojo y escuchaban el telediario. Sin embargo, no siempre había sido así. Hubo un tiempo en que esta familia era tan normal como cualquiera de las que van al parque los días de fiesta, y coleccionan fascículos, y compran bronceadores en verano, y juegan con cubos de plástico y patos de goma, y se echan arena bajo la toldilla en la playa de Benidorm, y acuden en reata al Corte Inglés, y hacen quinielas, y suben a la sierra los domingos en un Renault 18 y extienden la manta bajo los pinos y comen tortilla de patatas con gaseosa Casera y leen revistas del corazón entre avispas.

-Mi padre es un gran tipo, a pesar de todo.

-¿Cuándo comenzó a beber?

-No sé. Bebía como todo el mundo. Pero se disparó cuando en casa apareció la primera jeringa.

-¿Era tuya?

-De mi hermano. El niño fue el pionero. Antes de convertir su alma en una destilería, el hombre se llenaba sólo con la dosis de un ejecutivo medio que esté satisfecho de la vida: un par de cervezas en el aperitivo, una copa de coñá después de comer y, a las siete de la tarde, una ginebra con tónica en su despacho enmaderado, para seguir hablando de cementos, de vigas prensadas y de encofrados con otros directivos de la empresa. No era entonces ese borracho de crepúsculo con nariz tumefacta, cliente fijo de bar americano que dialoga a solas con la máquina tragaperras o se rasca la ingle junto a la barra y suelta intelectualidades o cuenta batallas con el matarratas en la mano a cuantos le quieran oír. La chica aún recordaba a aquel padre lejano, muy metido en una felicidad import-export, con la mandíbula cuadrada de voluntad, envuelto en una nube de Givenchy, como un ente agresivo y, comercial. Le oía hablar con la secretaria por teléfono sobre estructuras metálicas que debían llegar de Milán, y todos los días preguntaba si había llamado el señor Taylor desde Nueva York. De sus viajes al extranjero traía la maleta llena de chocolate suizo, Playboys, discos de jazz, cremas para la erección, fumigadores contra navajeros y bragas rojas con una cabecita de gato. Era un representante de la España dinámica de una época. Tenía un hígado perfecto, que lo filtraba todo, y un tomavistas comprado en Francfort, con el que cogía bodas de amigos, bautizos, cumpleaños y meriendas campestres en unas cintas donde los niños sacaban la lengua en primer plano y saludaban con la manita y la madre se tapaba el rostro con la servilleta.Aquella horrible bata azul

Cuando sucedió aquello, el hombre ya había echado barriga y las cosas no iban bien. La papada y los problemas de la empresa llegaron al mismo tiempo. Había perdido mucho pelo, y con la primera suspensión de pagos le floreció en el pescuezo una guarnición de quistes sebáceos y a continuación comenzaron las diarreas y los cólicos hepáticos de tres en tres, mientras la mujer se pasaba el día en chanclas de gomaespuma sin salir de aquella horrible bata azul con cuarterones de guata, y en la habitación que da al patio interior crecía un adolescente lívido y desconocido para todos. Aquella tarde, la mujer entró en el cuarto de trabajo del marido comprimiéndose la nariz con el pañuelo y le dijo que apagara el transistor. El hombre cerró también el cartapacio, y entonces ella le enseñó un pequeño envoltorio de papel higiénico.

-Mira esto.

-¿Qué?

-He encontrado esta jeringuilla dentro de un zapato de tu hijo.

-¿Le pasa algo?

-No sé. Hace cosas muy extrañas. Cuando los padres descubrieron la primera aguja, el muchacho ya era un colador. Guardaba la droga y el instrumental entre calcetines -sucios dentro de la guitarra y escondía los ojos de albóndiga, las ojeras cárdenas, detrás de unas gafas de espejo reflectantes de ángel pálido. El equilibrio inestable de la familia se rompió al día siguiente, cuando el padre volvió a casa totalmente ebrio, transportado en carretilla por un amable taxista que lo había recogido al pie de una farola. Y, sin embargo, el chico era un tipo muy sano. Su hermana conservaba de él una imagen de aquellas excursiones a la sierra con botas y calzas tirolesas, sudando bajo un macuto de color butano. El muchacho tocaba la armónica encaramado como una cabra en el risco más excitante, y ahora todavía le ve montado en bicicleta con los amigos del verano, bajando por la ladera de abedules en la parte alta de la colonia. De pronto, un otoño, aquel adolescente dejó de jugar, ya no tocó más canciones de estudiantina con la guitarra y comenzó a despedir miradas huidizas. Se encerró en la habitación y cayó sobre él una palidez silenciosa, cada vez más espesa, más azulada. No era exactamente uno de esos tipos de cuero claveteado, de cadera fajada con un cincho de garfios, ni tampoco un ecologista atrapado por suaves experiencias que sueña con una plantación de lechugas en un bar de Malasaña. Según el informe del psiquiatra, el asunto consistía en que el chico admiraba mucho a su padre, pero había llegado a la conclusión de que su padre no era un héroe. En el corazón de cualquier hijo, esa evidencia a menudo suele convertirse en un trauma. La progresiva sordidez del piso, los gritos, las jaquecas, el lloriqueo de la madre, que comía sin parar; la primera derrota de aquel hombre en la empresa, que le había hecho tan vulnerable; el muro de cemento ahumado del patio interior, cruzado por los hilos del tenderero, por donde la mujer había intentado tirarse una vez; las hirvientes subidas de sangre en la pubertad, los terrores nocturnos incontrolados, el sucesivo aluvión de pastillas calmantes, píldoras sedantes, comprimidos contra la ansiedad, el insomnio y la depresión, que comenzó a invadir todos los armarios del hogar, habían trabajado duramente al muchacho por dentro.

-Lo peor era el silencio en la mesa. Las miradas frías de los cuatro por encima de la sopa.

-¿Quién decidió ir al psiquiatra? -Todos a la vez.

-¿Y qué?

-Un lío. Entonces llegó el complejo de culpa y opté por huir. Quería experimentar cosas suaves con un amigo musico -en una casa abandonada en Jávea. En el barrio del Carmen de Valencia llueve- agua de primavera, hay hedores de alcantarilla y una dulzura caliente sale de los cubos de basura. La discoteca-bar aún está desierta, el camarero agita la coctelera como una maraca para preparar algo mortal a un solitario de la barra; en un recodo de penumbra, la chica tiene las patas sobre la mesa y de pronto dice que no se ha pinchado desde hace un mes, pero que le apetecería pincharse ahora mismo. Me enseña unas costras purulentes en las venas del antebrazo.

-Es muy fácil. Te metes la aguja por aquí y en seguida ves las palmeras de Jericó por encima de la muralla.

-¿Tienes caballo?

-No. ¿Entonces? Si lo deseara, tardaría sólo un minuto en conseguirlo. ¿Quieres comprobarlo?

El 'rey Quique' no estáLa chica sale a la calle y frente al bar hay una casa con fachada de yeso sucio como un cuadro de Tápies. Coge un pedazo de vidrio y lo arroja contra el ventanuco del primer piso. Al instante se enciende una bombilla detrás del visillo y un ser amarillento, con camisa de panadero y peluca de condestable llena de chinches, asoma la jeta acuchillada por el agujero. La chica pregunta si está el rey Quique. No, el rey Quique no está. Hace tiempo que se ha abierto hacia Ibiza. Mala suerte. La chica vuelve a la butaca de la discoteca-bar, pone las botas sobre la mesa y empieza a hablar de aquella casa abandonada donde ha pasado cuatro meses con el músico y las moscas solares de invierno entre mimosas y almendros en flor, ante la Comba femenina de la bahía de Jávea. A los cinco minutos se acerca un sujeto con muelas de oro y pelucón fosforescente en la muñeca peluda y le pregunta a la chica si quiere algo muy especial.

-Nada.

-Tengo caballo de la mejor calidad.

-No.

-Ven conmigo, chorva.

-No.

-Sin compromiso, oye.

De repente, la chica ha decidido no pincharse ahora, porque desea volver a Madrid en buenas condiciones. Tiene el rostro maderado por la luz del litoral y, aunque huela un poco a tocino, la soledad de la tierra le ha llenado la piel de vibraciones y ondas magnéticas. Durante unos meses ha tocado la flauta bajo un círculo de pinos en compañía de un guitarrista santón. Ha dormido en un petate en una cabaña de pastor sin puerta, ha bebido en abrevaderos de ovejas, se ha alimentado de higos chumbos, ha hecho yoga al amanecer y se ha despiojado al sol del Meditarráneo, y mañana regresa al hogar con la tripa llena de miel , frutos secos. Pero en su casa la vida no ha cambiado mucho. El padre llega todas la noches a gatas hasta el rellano, embiste la cerradura con el llavín siete -veces, abre i a puerta y cruza a cuatro patas las alfombras de la Alpujarra y se descarga a sí mismo sobre la cama vacía como un bulto de la Renfe. La madre anda entre dos aguas. De pronto, se viste de hippi y grita que quiere ser feliz desde la terraza, con la cabellera adornada con pétalos de geranios, y otras veces la han tenido que rescatar por los pies en lo alto del tendedero con medio cuerpo en el vacío. El hijo alterna el jugo de tomate, la salsa mahonesa, la aspirina picada, la cáscara de plátano, la frasca de keroseno y la heroína cortada con talco de bebé a la hora de dar consuelo a la vena. A pesar de todo, esta familia ha encontrado un equilibrio perfecto, en el que la neura de uno se neutraliza con el trauma del otro. Dos veces a la semana suben los tres a la sierra. Allí los recibe el psiquiatra y les da una sesión de grupo, todos metidos en el refugio atómico. Mañana, la chica coge el tren para Madrid. Y la ciudad la va a recibir con todos los honores.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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