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EL CINEASTA ARAGONÉS CUMPLE 83 AÑOS

El monje de los 'dry' martini

La casa de Luis Buñuel en México tiene cierto aire conventual. Entre los muros de piedra y unos muebles elementales, excepción hecha del bar, la vida empieza al alba y el cerrojo se echa con el sol. La comida es frugal, los horarios rígidos y el silencio a menudo completo. Nada distinto de lo que debe ocurrir en su tan querido monasterio del Paular. Con razón dice uno de sus amigos que Buñuel es un monje no creyente.Su primer quehacer del día suele ser preparar el café, antes de las siete de la mañana, cuando tras las ventanas apenas empieza a retirarse la noche. A sus 83 años, todavía hace un poco de ejercicio físico. Uno de los orgullos íntimos de este aragonés universal ha sido su cuerpo de atleta. No hace mucho tiempo aún templaba su pulso con jóvenes fornidos a los que vencía casi siempre.

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El desayuno es su comida más fuerte. Hasta hace unos años acostumbraba a leer los periódicos en estas horas de la mañana, aunque siempre ha dicho, y lo ha escrito en su libro de memorias, que es enemigo de la información, a la que considera uno de los grandes males de nuestro tiempo. A pesar de la pérdida progresiva de la vista, provocada por su diabetes, aún hoy sigue leyendo los gruesos titulares de primera plana de la Prensa mexicana.

Entre nueve y doce, su mañana se hace eterna, a la espera del primer dry martini, que llega puntual como el Angelus del convento. Son éstas las horas que dedica a su placer preferido: la ensoñación. Siguiendo a veces las evoluciones de una mosca, permanece durante horas en ese estadio intermedio entre el sueño y la vigilia.

Cuando el tiempo es muy bueno da un paseo por el breve jardín de su casa. Ya no sale a caminar, como solía, por su tranquila calle del sur de México, apenas a unas manzanas del tráfico enloquecedor de la avenida Insurgentes, una de las vías urbanas más largas del mundo, con sus 42 kilómetros.

Luis Buñuel acostumbra a decir que sus dos martinis son a estas alturas de la vida su único proyecto diario. Son también la única referencia mundana en medio de su vida monacal. La comida, a la una de la tarde, es breve y muy ligera. La diabetes le obliga a cierta dieta que nunca ha llevado con rigor. Media hora después se acuesta para echar la siesta, que en México es casi una exigencia de la altura.

Las cuatro de la tarde suele ser la hora de los amigos. Cuando éstos no llegan, su humor se hace más ácido. Los visitantes más asiduos son Luis Alcoriza, su mujer Janet y el padre Julián, un dominico mexicano de ascendencia española con quien a menudo devanea sobre teología. Gentes del cine mexicano, como Arturo Ripstein, Emilio García Riera y Alberto Isaac le ven con frecuencia. Otros españoles del exilio que entraban en este círculo se han ido muriendo.

Tres o cuatro tardes por semana alivia así, con una conversación siempre cargada de humor, sus horas más largas. Eso no impide que muchas veces se queje ante sus amigos de que nadie va a visitarle y de que se pasa semanas sin ver a un ser vivo.

El dry martini de la tarde, a eso de las seis, a veces con algún amigo muy especial, apunta ya el final de su jornada. Después apenas le queda la cena antes de retirarse a las ocho a su habitación, tan recargada de muebles como pueda estarlo una celda.

La imagen de un monje tal vez esté en las antípodas del director de cine estilo Hollywood. La vida de Luis Buñuel también lo está desde hace muchos años. Y tampoco eso tiene nada que ver con que hoy, al escribir su profesión, ponga "retirado". Hacía lo mismo cuando estaba en activo. Entonces, como ahora, la puerta de su convento se cerraba a las siete de la tarde.

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