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Lluis Llach, entre la intimidad y la épica

Volvió Lluís Llach a actuar en un teatro madrileño. Con su cuerpo menudo, su perfil aguileño, su sorna triste y todas esas canciones de amor y guerra que tocaron el alma de muchos amantes abofeteados. Era el cantante Lluís Llach otra vez en Madrid. Y era el teatro-cine Salamanca,. repleto de fama, de medios, de expectación y de añoranza. El sentido heroico que la represión franquista concedió generosamente a los recitales de Llach y sus compañeros va camino de esfumarse.

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Lluis, en la sala de estar

Ya las cosas son otras, por mucho que sigan sonando igual y era cuestión de ver cómo reubicar a este símbolo resistente, a su música y a esa forma tan suya de presentar y decir cuya querencia por lo mesiánico parecía más propia de otras eras. Con estos considerandos en la cabeza, y recordando la cruda realidad viva, las discotequeras vibraciones emanadas desde una sala vecina, observando cuidadosamente el escenario, más que desnudo, desnudado, reflexionando sobre la implacable presencia escénica de un sintetizador y sentado confortablemente en un sillón, cada cual se encontraba en disposición de averiguar algo finalmente muy simple: si Lluís Llach sigue valiendo para algo. En 1983. Es muy cierto que Llach siempre se distinguió de muchos compañeros de canción militante porque sus inquietudes iban más allá de la mera contestación. Porque en su forma de entender las cosas la belleza puede y debe ser un arma revolucionaria y porque, mucho más llanamente, cuando respira lo hace en músico. Es así que discos como I si canto trist pueden ser de las obras más bellas que, se hayan realizado en este país. Y la cuestión parece también muy simple: se reduce a poseer la sensibilidad suficiente como para captar al vuelo la inspiración y encerrarla (provisionalmente) en los compases de una canción que el mismo Llach libera luego con esa voz tan suya, tan acariciadora. Quiero decir que Lluís estuvo a veces sublime, como cuando cantó Que tinguem sort o Laura. Emocionante de veras.

Luego sucede algo muy viejo y que se reprodujo aquí con carácter de fatalidad. Y ello es que Lluís, arrebatado por su propio vuelo y el que le presta el público, se convierte en una especie de Icaro y trata de llegar a unas alturas musicales que no domina, pero sí pueden cansar por petulantes, grandilocuentes y gratuitas. Tuvimos, en resumidas cuentas, un recital dividido en canciones cortas muy bellas y unas cuantas indicaciones de épica rampante y descontrolada, tal como en Meu amic el mar o su serie de temas sobre poemas líricos de Miquel Marti i Pol. Ese caminar entre la ternura y lo cargante (no cantó, por suerte, Campanades a mort) es una contradicción que uno sabe consustancial en Lluís Llach, pero de la cual desconoce el carácter: positivo o negativo. Tal vez lo que se muestre allí arriba sea un mago que aterriza con dificultad en los problemas de cada día y es capaz de decir cosas que muchos pensamos en voz alta. Aquí, en esta presentación estuvo menos estirado, menos trascendente y serio que otras veces. Más humano. Tal vez por ello, por humano, se le perdonan los minutos de aburrimiento feroz a que de forma innecesaria nos somete. Sus acompañantes, como siempre, muy correctos. El, con mucha fiebre. El público, bastante satisfecho. O sea, que bien.

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