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Tribuna
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Entre la incertidumbre y la esperanza

Con más de siglo y medio de historia a sus espaldas, el Museo del Prado continúa a la espera del estatuto jurídico que defina su autonomía y garantice su pleno rendimiento cultural. Este increíble retraso histórico para dotar al Prado de los medios adecuados ha tenido consecuencias materiales desastrosas, que desgraciadamente aún hoy no podemos considerar superadas, a pesar de los esfuerzos, penurias y humillaciones que han soportado estoicamente toda una serie de ilustres directores de la institución, desde Sánchez Cantón hasta Federico Sopeña. Es decir que, desde hace unos años, al menos la opinión pública se ha sensibilizado y, con toda la razón, exige cuentas ante la reiterada inexistencia de una auténtica política oficial de museos y que, gracias a esta presión social, se han llevado a cabo algunas intervenciones parciales, la mayoría de las cuales más con vista al efecto demagógico inmediato que a la resolución de los problemas de fondo.Pero como carezco aquí del espacio suficiente para tratar sistemáticamente este gravísimo problema, me voy a limitar a enumerar algunas de las más inmediatas urgencias, aparte de la ya citada de su obsoleta reglamentación estatutaria e inviable organización administrativa. En primer lugar, está el espinoso asunto de las obras de remodelación e infraestructura, cuya duración se cuenta ya por décadas y que, al parecer, ha exigido hasta el momento una inversión global que supera los 10.000 millones de pesetas. Gracias a los esfuerzos realizados en la última etapa, entre otros, por los arquitectos responsables -García de Paredes y Jaime Lafuente-, parece, no obstante, que el fin de las obras está relativamente próximo, pues ya se ha anunciado para la primavera próxima la inauguración de las nuevas salas para exposiciones temporales y las destinadas a cobijar los cuadros de Goya. Pero ni esta reconfortante noticia, ni la tan anhelada de la terminación definitiva de todas las dependencias y servicios planeados, pueden hacernos olvidar que la puesta en funcionamiento de la sofisticada tecnología instalada para el acondicionamiento ambiental exigirá un presupuesto mensual millonario sólo en consumo de agua, sin pasar tampoco por alto el hecho de que la limpieza de un museo no se puede circunscribir al logro de una atmósfera no contaminada. Lo digo porque el Prado es un museo sucio y lo estará mientras no se arbitre un presupuesto suficiente para que paredes y suelo refuljan con el esplendor que merece el patrimonio que cobijan.

Es notorio ahora que por fin se está haciendo el inventario definitivo de sus existencias, que el Prado no tiene sitio suficiente para exhibir lo fundamental de su rico patrimonio y, por tanto, que debe ampliarse mediante la incorporación del Palacio de Villahermosa, que podría albergar ciertas colecciones del siglo XVIII, como ahora lo hace el Casón con las del XIX. Mas, aun cumpliéndose todos estos requisitos de adecentamiento y espacio, si no se multiplica simultáneamente el personal existente en todos los niveles, desde los celadores hasta los restauradores y conservadores, se desaprovechará la mayor parte de este progreso material. Tengo la alegría de anunciar a este respecto que, hace pocos días, ingresó, por fin como conservador de número, Matías Díaz Padrón, máximo especialista europeo en pintura flamenca y, a pesar de ello, suspendido en las oposiciones para ocupar el cargo de conservador en esta materia no hace mucho, lo que puede servir de índice del surrealismo siniestro con que tantas veces se ha envuelto al Prado.

Con la incorporación de Matías Díaz Padrón son ya cuatro los conservadores de plantilla, cifra a todas luces irrisoria, perolelocuente para hacerse cargo de cómo anda el Prado en existencias de personal cualificado.

No deseo terminar este repaso vertiginoso y parcial que comprometen el presente del Prado sin dejar de comentar una reciente medida oficial: la de la gratuidad. Ni buena ni mala en sí misma, aunque sí sorprendente en un contexto internacional que se orienta en sentido opuesto -el 1 de febrero de este año el Louvre, sin ir más lejos, anunciaba la subida de sus entradas al precio de doce francos, unas doscientas y pico de pesetas-, esta popular y bienintencionada medida puede resultar funesta si no va acompañada del correspondiente aumento de vigilantes, la ampliación del horario de visitas permitiendo a los especialistas y universitarios una contemplación sosegada.

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