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Un invento ajeno para un artista estimable

Carles Santos ha cerrado la programación de los lunes del Regina con un concierto-espectáculo, Minimalet-Minimalot, fabricado, según dijo su autor, en Vinaroz el pasado año.Carles Santos es un artista muy estimable, con una amplia audiencia internacional. Basta echar un vistazo al programa de mano para descubrir que entre las recientes actuaciones de Santos se cuentan las dadas en Nueva York, México, Caracas, La Habana, Zurich, París, Brasil, Colonia, Milán, etcétera.

Siempre con su música, con su espectáculo. Vamos, que Carles Santos es lo que se dice un catalán -de los Països Catalans- universal o que se halla en camino de serlo. Para ciertos espectadores no familiarizados con la música minimal, o que suelen confundir a John Cage con un subalterno de Dinastía, espectadores más o menos adictos al fenómeno teatral y que el lunes acudieron al Regina con curiosidad y una absoluta buena fe, el número de Carles Santos les pudo recordar tal vez esos pocos metros de película que en dos o tres ocasiones han pasado por la tele y en los que el orondo y graciosísimo Ramón Gómez de la Serna imita a la perfección un corral de gallinas.

Un público cultivado por la gracia

Yo estoy convencido que Ramón, sin saberlo, como suele ocurrir con los genios auténticos, se inventó aquel día el canto minimal. El solito. Ante el documento cinematográfico, ante el genial invento de Ramón, el público sencillo, cautivado por la gracia y el ingenio de Ramón, aplaude satisfecho. Ante la apabullante internacionalidad de Santos, el público que no está en el ajo de tanta y tan sustanciosa vanguardia se muestra receloso y no sabe si aplaudir, si enfadarse, si soltar la carcajada o simplemente abandonar su butaca.

Para que tal confusión y recelo no lleguen a producirse, sugeriría al artista Carles Santos que, una vez finalizados sus sabios e inspirados cacareos, pusiese un huevo. Así, ese público sencillo que, tímidamente, aún con un cierto miedo, empieza a volver al teatro, ese público familiarizado con las adivinanzas y la poesía teresiana, podría soltar, al término de los portentosos y particulares cacareos de Carles Santos, un liberador "¡la gallina!"; un grito de profunda satisfacción, de agradecimiento y hermanamiento a la vez ante la vanguardia al fin desvelada, asumida.

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