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Algunas falacias populares sobre el aborto

Fernando Savater

En este país da un poco de miedo hablar de ética cuando uno no es obispo, ni canónigo, ni siquiera párroco. "¿Moral? ¡Qué sabrá usted de moral, so laico! ¡A ver esa tonsura!". La cosa se agrava sí uno tampoco siente vocación de juez y ni siquiera tiene un sólido código penal en el que apoyarse. Ni cura, ni juez, ni gendarme playero, ¿qué pito queda entonces por tocar en el concierto de las buenas costumbres? Pues el pito del desconcierto, que es el más ético de todos.Primer misterio doloroso: en España se tiende a suponer que todo lo que no está prohibido es de cumplimiento obligatorio. ¿Que se regula el divorcio tras cuarenta años de prohibición? ¡Adiós, Eduvigis, la ley nos separa! ¿Se despenaliza el adulterio? ¡Fin de la fidelidad conyugal! ¿Deja de castigarse -cuando sea- la homosexualidad o el consumo de drogas? ¡Quieren volvernos a todos maricones y drogadictos! Etcétera... Con lo del aborto, igual. "¡Hijo de mis entrañas -clama la señora gorda-, dónde estarías tú si hubiéramos tenido el aborto que quieren esos criminales! Y al niño, paciente, sólo le queda añorar in péctore la futura legalización de la eutanasia...

Se ha dicho varias veces, pero habrá que repetirlo: no es lo mismo ser partidario del aborto que serlo de la despenalización del aborto. Parece algo tan sencillo que hasta un obispo o un diputado de Alianza Popular deberían poder entenderlo. Muchas cosas no están penadas, sin que por ello quede inequívocamente determinado su estatuto ético. La vida moral de cada cual es un problema suyo, y nunca dejará de ser su problema, por muchas leyes que traten de decidir por él. ¿Tengo obligación de intentar ayudar a alguien en peligro con riesgo de mi propia vida? La ley no me obliga a tal cosa, pero quizá sí mis convicciones morales. ¿Es lícita la relación sexual fuera del matrimonio? Las leyes de la mayoría de los países no se inmiscuyen en tales casos, pero los moralistas, de Sade a Tihamer Toth, no acaban de ponerse de acuerdo sobre el asunto. El intentar decidir por ley lo que atafíe a la elección moral de cada uno puede traer nefastas consecuencias sociales, como ocurrió con la prohibición de bebidas alcohólicas en EE UU y la ola de gangsterismo propiciado por la clandestinidad. En nuestros días, la prohibición de la droga ha tenido consecuencias semejantes. Establecer por ley la criminalidad del aborto funda un sórdido negocio cuyas secuelas económicas y clínicas se costean con el sufrimiento de miles de mujeres, pero en modo alguno resuelve el problema moral que la interrupción voluntaria del embarazo plantea.

"Pero ¿cómo quiere usted que se despenalice el asesinato de niflos inocentes?". Mire usted, señor obispo, en ese plan no hay modo de discutir. El feto puede ser algo valioso, prometedor, respetable, misterioso..., pero no es un niño inocente. En primer lugar, no es un niño (el niño necesita asistencia, pero puede obtenerla de cualquiera, ya ha alcanzado cierta autonomía; el feto, durante buena parte de su gestación y mientras la ciencia no lo remedie, depende exclusivamente de las reservas físicas de su madre); en segundo lugar, no es inocente. Sólo puede ser inocente quien podría ser culpable, lo mismo que es absurdo -salvo por licencia poética- llamar ciega a una piedra, pues en ningún caso le es dado ver. ¿Cómo podría ser culpable un feto, si no puede tomar ninguna decisión ni llevar a cabo por voluntad propia ninguna conducta alternativa a la que el mecanismo biológico le prescribe? Pues, si no puede ser culpable, tampoco habrá de ser inocente. A no ser que se le supongan una inocencia o culpabilidad circunstanciales, dadas desde fuera. En tal hipótesis, el equivalente a la inocencia de un feto sería su concepción sana, normal y aceptada por los padres, mientras que su culpabilidad vendría representada por el hecho de ser fruto de una violación, sufrir alguna tara congénita o padecer el rechazo de sus progenitores. El hecho de que esta forma de hablar nos resulte instintivamente absurda demuestra hasta qué punto la supuesta inocencia del feto sólo se menciona para reforzar su no menos supuesta personalidad.

Características distintas

Tampoco el feto es un ser humano, por la misma razón que una castaña no es un castaño bajito. Y del mismo modo que la castaña tiene propiedades diferentes a las del castaño -por ejemplo, la primera es comestible pero el segundo no-, también el feto y el ser humano tienen características distintas y pueden gozar de distintos derechos. Aun menos puede decirse que el feto sea una persona, pues esta categoría no es biológica, sino jurídica, es decir, social. No se llega a persona por multiplicación celular, sino por convención. Pero aunque no sea ni un ser humano ni una persona, el feto es algo sumamente valioso e importante, ya que sin él no habría ni seres humanos ni personas. Por tanto, es perfectamente explicable que haya quienes sientan repugnancia ante cualquier tipo de aborto. Es una cuestión de muy respetable sensibilidad moral, pero que en modo alguno les da derecho a tratar a quienes son partidarios del aborto en determinados casos como infanticidas o asesinos. Aun menos cabe la comparación, cumbre cretina de mala fe, entre aborto y pena de muerte.

Rezuman los planteamientos en torno a este asunto una fastidiosa hiper-biologización, tanto en los planteamientos a favor como en contra de la despenalización del aborto. Se habla, por ejemplo, de la defensa de la vida. ¿Qué es eso de defender la vida, así, sin calificar, a ultranza? ¿Es que se han vuelto budistas todos los obispos y congregantes de este país? Desde luego, el sabio hindú respeta a la hormiga y a la vaca, no se come ni al huevo ni a la gallina, y cuando ve proliferar el tumor canceroso que le roe, dice mansamente: "Dejadle crecer, él también está vivo". Pero la tradición occidental, de la que el cristianismo forma parte, no valora la vida sin más, sino sólo la vida humana, es decir, la vida desnaturalizada, la vida como proyecto simbólico de salvación o de terrena felicidad. La vida no es cualquier vida (muchas formas de vida son monstruosas amenazas para la pobre vida humana) ni puede ser disociada de los valores que en ella pretenden alcanzarse. No se puede condenar lo humano de la vida en nombre de la preservación y multiplicación de la vida sin más; la legislación humana no está al servicio de la vida ni de la especie (nuestras leyes no prolongan las de la biología), sino a favor de los socios individuales unidos en comunidad.

También a ciertas feministas les da torpemente por la hiperbiología. Oyéndolas, se diría que el embarazo no es más que una enfermedad típicamente femenina a la que hay que buscar curación. Pero ni la concepción ni la gestación son problemas puramente femeninos -las mujeres deberían ser las primeras en reclamar que no lo fuesen- ni es cierto que la voz de la embarazada sea la única que cuente en la decisión final sobre el aborto. Aún suena peor eso de "mi cuerpo es mío y con él hago lo que quiero". Entiendo que alguien diga "soy mi cuerpo", pero lo de "mi cuerpo es mío" es algo tan peregrino como afirmar "tengo arrendado mi cuerpo". De nuevo se arguye la propiedad como fuente principal de los demás derechos... ¡y eso desde posiciones políticas que quizá ven otras formas de propiedad como un robo! Además, puestos en ese plan, podría señalarse que el aborto es una intervención en el cuerpo del feto, y el cuerpo del feto será suyo, no de la mujer que lo alberga... No creo que la defensa del derecho a poder elegir en determinados casos la interrupción del embarazo deba ir por vías tan declarada y estrictamente corporativistas...

"Pero, en último término, ¡qué triste y sucia cosa, el aborto!". Cierto, no se trata de embellecerlo, sino de no agravarlo con la clandestinidad y la miseria. Lamentable cosa, el aborto; lamentable que la conciencia brote oscuramente de un coágulo albergado en otro cuerpo que quizá nos rechaza; lamentable venir a un mundo de hambre y superpoblación, donde los próceres que condenan en nombre de la vida a la pobre mujer abortista gastan 500.000 millones de dólares anuales en armamento; lamentable que los anticonceptivos sean pecado, el onanismo un vicio y que el desarrollo de la impía medicina haya reducido la mortalidad infantil, sabia y piadosa medida de regulación de la natalidad dispuesta por la providencia en su infinita misericordia. Es lamentable que el amor sea tan corto, el placer tan esquivo y que en la sociedad predominen la explotación y la crueldad sobre la fraterna plenitud. Pero así son las cosas, señor obispo: ya sabe su ilustrísima que estamos en un valle de lágrimas. Si quiere presentar alguna reclamación, diríjala sin trámite intermedio a su celestial empresario.

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