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Antonio Machado y la voluntad popular

Es evidente que Antonio Machado, al escribir: "Caminante, no hay camino:/ se hace camino al andar", pensaba no sólo en el hombre universal, sino también en el destino de sus compatriotas. Sus maravillosos versos podrían servir de lema a la nueva España socialista y valiente que tantos problemas tiene que afrontar en estos momentos. Eso de hacerse camino al andar lo toma un sueco por concedido, pues nunca supuso que hubiera otro ya hecho. Pero en España la palabra camino sigue cargada de simbolismo y la idea de un camino espiritual no está, ni mucho menos, a punto de desaparecer. Que mantenga esa carga simbólica me parece muy deseable, con tal de que no se le quite importancia al mundo donde vivimos. Los versos de Machado no rechazan la espiritualidad auténtica: lo que rechazan es la inercia disfrazada de espiritualidad, pues quien piensa que hay camino y que, por tanto, no hay que molestarse haciéndolo es el perfecto estafermo que no da ni golpe y que, encima, se considera justificado. En realidad, para seguir cualquier camino metafórico uno tiene que hacérselo: así es como se deja de contemplarlo a distancia. El camino de Machado, el que se hace andando, no imita otro, ejemplar; tampoco se da más de una vez. Se constituye, único, mediante el compromiso vital del individuo. Hacerse tal camino supone una lucha, la del hombre consigo mismo y frente a la naturaleza. Lucha también supone el camino cristiano, en la práctica, pero con fin algo distinto: el caminante machadiano, haciendo su camino andando, se forma a sí mismo (en vez de transformarse como los místicos), se crea viviendo, conscientemente, y llega a ser el hombre que tenía que ser, pero que nunca sería de no realizarse esa potencialidad. Por eso es por lo que Machado negó que hubiera camino. No quería que la contemplación de un camino-modelo impidiera la lucha del individuo por vivir, por hacerse, en fin, humano.La voluntad popular surgida de las urnas en las elecciones generales del 28-0 es la de consolidar la democracia en España. Eso, en primer lugar. La consulta produjo un enorme voto de confianza en el PSOE, sin que éste tuviera que salir, durante toda la campaña electoral, de una cauta indefinición en cuanto a los detalles de su programa. No es que el paro, la recesión y la inflación no sean problemas muy gordos, ni que no interese saber cómo piensa cada partido abordarlos, sino que eran también problemas de otros muchos países que intentaban solucionarlos a su modo, unos mejor que otros, pero que, en la Europa occidental al menos, eran problemas que no se complicaban insoportablemente con parlamentos encañonados e intentonas golpistas mensuales. Había que crear un clima de normalidad política en el marco de la Constitución para estar en condiciones de solucionar la crisis económica, por muy grave que fuera ésta. De ahí que diez millones de electores, sin tener que pensarlo más, votasen al único gran partido de ideología exclusivamente democrática, al partido de la democracia parlamentaria, sin ambigüedades. El mandato del pueblo soberano al nuevo Gobierno no tiene vuelta de hoja: acelerar el proceso democrático de modo que deje de ser posible hacer marcha atrás. Eso significa lograr, tomando las medidas necesarias, que se acate la Constitución para evitar que España vuelva a ofrecer al mundo el espectáculo anticuado, pero nada bonito, de otro tejerazo.

El pueblo pretende que el país ingrese en el siglo XX antes de que empiece el XXI. Parece que se lo impide sólo la locura castrense de una minoría de oficiales. Una cosa es cierta: los votantes han demostrado que hay bastante más voluntad de cambio que nostalgia neofranquista. A unos señores golpistas armados puede que eso no les importe demasiado. Pero, como muy oportunamente declaró el mismo Felipe González durante la campaña electoral, las armas de los ejércitos las pagan los contribuyentes. Son, en último término, del pueblo; y ese pueblo tan contundentemente ha votado no al involucionismo que a la voluntad de cambio hay que suponer que se le una la voluntad de defenderse y de defender la democracia por la que optó.

Además, hay que decirlo: España es un país mucho más moderno de lo que los españoles a veces os imagináis. Sobre todo, quiere ser moderno mucho más de lo que quieren serlo los países que ya lo son. Comprensible, ya que los últimos años del franquismo, cuando la gente salía al extranjero, a trabajar o de vacaciones, infundieron en muchos españoles la convicción de que España era un país irremediablemente atrasado. Ahora estoy seguro de que durante el agobiante paréntesis de la dictadura de Franco pensabais bastante en la modernización de la sociedad española, y tanto, que pudo aquélla ponerse en marcha, una vez muerto el dictador, a una velocidad capaz de anular en poco tiempo el retraso impuesto por ese régimen. Se puede decir lo mismo de todo el proceso democrático, a pesar de las esenciales reformas que aún no se han llevado a cabo. Sólo así se puede explicar la madurez de un pueblo al que no se le había permitido elegir un Gobierno desde 1936.

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El electorado español, que emitió el primer voto democrático desde la guerra civil en 1977, se ha convertido en uno de los más finos y sofisticados del mundo. Es un hecho sumamente celebrable y una razón para mirar hacia el futuro con un mínimo de optimismo y un poquito de confianza; una razón para zafarse del miedo.

Lo cual significa, a mi juicio, que hay que intentar romper definitivamente esa mentalidad fatalista que afecta incluso a gentes de izquierda y que siempre reza aquello de que en España la cosa está mal, que este país no funciona, etcétera. (Una razón obvia por la que no funciona es porque está lleno de tíos así.) Funcionará si el pueblo quiere que funcione y si todos los españoles acatan esa voluntad, la genial y acertadísima voluntad popular registrada en la convocatoria del 28-0. Como dicha voluntad se mantenga firme, aunque sólo sea por un par de años, el Gobierno de Felipe González logrará legislar cambios importantes, históricos. Si eso pasa, se podrá decir que los conspiradores militares contribuyeron al proceso de consolidar la democracia en España, pues, irónica y afortunadamente, la firmeza democrática popular se debe en gran parte a la peligrosa imbecilidad del involucionismo: los tejerazos hacen demócratas.

Patrick Gallagher es hispanista catedrático de Español del University College de Dublín.

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