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Mil días de Gobierno Pujol

La teoría del 'hacer cosas' entre el folklore y la alta cultura

Lluís Bassets

La labor desarrollada por el Departamento de Cultura durante los mil días es, en adjetivo propio de grandes balances, realmente ingente. "El primer objetivo que me propuse", ha señalado el conseller Max Cahner, "fue el de levantar la infraestructura humana y técnica indispensable para que pudiera funcionar un departamento que empezaba prácticamente de cero". La segunda línea de objetivos era "dotar a Cataluña de la infraestructura cultural propia de un país normalizado" e impulsar Ias actividades artísticas y literarias".Josep Maria Castellet ha consagrado en expresión redonda y controvertida la crítica que le merece esta política. Nos encontramos ante el Estado de obras de Fernández de la Mora, el ministro de Franco que inventó el fin de las ideologías, y que centró el éxito en la cantidad de obras públicas y realizaciones de un Gobierno de técnicos, teóricamente fríos y aideológicos, prácticamente ultraconservadores.

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En esto, el balance que ofrece el Departamento de Cultura no merece discusión. Si su éxito se mide cuantitativamente, o por el interés y la atención -por la controversia, incluso- que ha suscitado, no hay lugar a dudas. También es cierto que, aunque sólo sea en cantidad, éste ha sido uno de los departamentos de choque del Gobierno de la Generalitat. Sus iniciativas han encontrado todos -los obstáculos.

Algunos, fruto de maniobras de clara intención política, como el llamado Manifiesto de los 2.300; otros, fruto de la propia torpeza, como la moción de reprobación por el intento de censura a la obra de teatro Els Beatles contra els Rolling Stones, o el escándalo en torno a los premios de cinematografía de la Generalitat.

Pero el balance de la cultura en esos mil días trasciende a la labor del propio departamento. La concepción de la cultura del Gobierno Pujol y la división de funciones, limitan las posibilidades de su política cultural. Los grandes medios de comunicación, en cuya acción se forja la cultura masiva, fueron prácticamente ignorados en una buena parte de estos mil días. Mientras no existían competencias o voluntad política de desarrollar iniciativas públicas, el Departamento de Cultura contaba con este ámbito de actuación. En cuanto ha sido necesario resolver el problema de las emisoras de frecuencia modulada, o arrancar el motor cansino del tercer canal de televisión -cuya comparación con el empuje vasco se anota en el debe del Gobierno de Pujol-, Cultura ha perdido su competencia, que ha pasado a Presidencia, donde se resuelven las cosas bajo el control directo del jefe del Ejecutivo catalán. Para Cahner quedan los medios de comunicación en su forma fósil -Patrimonio Escrito y Documental-, y los pequeños medios escritos que permiten lucir de comarcalismo, como las pequeñas revistas literarias o la variadísima prensa comarcal. La cultura se polariza entonces entre las manifestaciones minoritarias de la alta cultura y las concentraciones de gigantes y cabezudos, o los castellers y balls de bastons del riquísimo e interesante folklore catalán. Entre ambas queda el desierto y el vacío.

Las iniciativas culturales se mueven a consecuencia de ello entre las contradicciones de la falta de una línea política con contenidos y orientaciones ideológicas, y la necesidad acuciante de éxitos políticos y resultados visibles y contabilizables, o sea, el "hacer cosas", en expresión del propio presidente Pujol. En artes plásticas, por ejemplo, se ha practicado una pretendida política de promoción de "nuevos valores" que ha significado un sentimiento de relegación de alguno de los grandes consagrados. Pero en teatro, en cambio, se ha seguido una política de grandes montajes y estrellas.

Pero en el espacio cultural intermedio, en el que apenas interviene la conselleria de Max Cahner, se localizan los problemas de mayor gravedad estructural de la política cultural de la Generalitat. Hay una política de medios de comunicación que se define principalmente por su claro apoyo a la gestión política de Convergència, y que estos días empieza a entrar en crisis con ocasión del cierre de El Món. Es decir, una no política de medios de comunicación, que tiene resultados evidentes en el panorama comunicativo en catalán, donde los retrocesos son generales y clamorosos. O en cinematografía -ésta sí en manos de Cahner-, una ausencia tal de política que obliga al propio jefe del servicio a presentar una pregunta al Parlament en relación al tercer canal de televisión.

Este panorama ha ido acompañado, además, de una feroz competencia de la Generalitat con la Diputación y con el Ayuntamiento de Barcelona. Cada una de las instituciones ha ido, en algún momento, a crear su propia clientela, siempre con las distancias salvadas por el volumen y peso de los presupuestos, que permiten ahogar multitud de iniciativas desde la Generalitat y crear lo que algunos intelectuales de primera fila califican ya como de cultura oficial incipiente, una cultura que sería gris y pobre, pero que funcionaría principalmente entre determinados sectores sociales vinculados política y electoralmente a CiU. La política cultural de la Generalittat ha contribuido a crear una situación de falsa normalidad, que permite contar con todos los elementos que existen en una cultura normal, pero siempre en forma de caricatura. Sería el Titanic.

El resultado es la sensación de profunda crisis de cultura que, con distintos diagnósticos, todo el mundo percibe a los mil días de gobierno de Jordi Pujol y a los seis años de recuperación de la Generalitat. Los éxitos, ya no cuantitativos, sino de penetración cultural en algunos terrenos, como el de la enseñanza, el de la música, o el de la campaña de sensibilización lingüística, o incluso el de una cierta administración de bienes y servicios, quedan ya no empañados, sino incluso empequeñecidos por la evidencia de que este Gobierno está trabajando en unas coordenadas y con unos conceptos que pertenecen a unos modelos culturales inútiles hoy en día. Como mínimo, el ciclo actualmente en marcha de reflexión sobre la crisis cultural muestra la conciencia de esta crisis, en la propia Generalitat, a pesar de que su realización responda de nuevo -como en el encuentro de Sitges, por ejemplo- a los mismos esquemas: recurso al estrellato intelectual y académicas intervenciones públicas. Los buenos propósitos van acompañados de todas las condiciones para un buen fracaso, es decir, un fracaso silencioso y honesto, casi inadvertido, pero no por ello menos perjudicial ni desalentador.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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