La sopa de Ulises
A las once de la mañana, el profesor se encontraba solo en casa, buscaba febrilmente cualquier libro heroico en los anaqueles de la biblioteca y en el tocadiscos sonaba música de Beethoven. Se había puesto a palpar cada lomo de la estantería hasta que, por fin, las letras nacaradas de la Odisea, de Homero, le brillaron en el fondo de la mano. Atrapó el volumen, sopló el polvo del canto superior y esta vez ni siquiera lo abrió. Sabía que estaba rebosante de dioses, mitos, pasiones, aspiraciones de belleza, hazañas y sueños inasequibles. El profesor se fue a la cocina con él y allí se dispuso a preparar todo lo necesario para hacer un buen sofrito en la olla exprés. Tarareando el tercer movimiento de la Pastoral, peló una cebolla y dos dientes de ajo, cubrió el fondo del cacharro con una capa de aceite y encendió el gas. Cuando aquello estuvo bien dorado, añadió agua suficiente con algunas pizcas de sal y una rama de perejil. Metió el libro en la olla, la tapó herméticamente con la palanca de acero, y la Odisea, de Homero, en una edición de lujo, comenzó a cocerse a fuego lento como un repollo. Era exactamente lo que quería comer ese día.Mientras la sopa hervía, el profesor se asomó a la ventana de aquel quinto piso y en la calle vio la mediocridad que había contemplado durante tantos años de soledad: la pollería de azulejos blancos, las furgonetas de reparto aparcadas en segunda fila, la frutería con las piñas suspendidas de un hilo en el dintel, las siluetas de oficinistas en el cristal de aquel departamento de contabilidad, la pequeña gente que se arrastraba en la acera reclamada por los gritos eufóricos de ese tipo de la pescadería. Aquella mañana el profesor estaba más aburrido que de costumbre, y para entretenerse un rato quiso jugar otra vez con el rifle de aire comprimido. Lo sacó del armario y por el pasillo, al compás de los violines de Beethoven, fue cargando el instrumento de alta precisión con diez balines de plomo. Desde la misma ventana se divisaban algunos objetivos de interés, pero el hombre decidió gastarle otra broma al frutero de la esquina. Aquellas piñas tropicales colgaban en el vano de la tienda igual que un bodegón de Sánchez Cotán. Se acodó bien en el alféizar, enfocó el lente telescópico con el punto de mira, contuvo la respiración y apretó el gatillo. Una piña basculó con furia en el hilo del dintel y cayó abatida dentro de una canasta de tomates. En seguida se oyeron blasfemias de menestral allá abajo.
-Ya está aquí ese hijo de perra.
-¿Qué ha sido eso?
-Un asesino que dispara contra mi mercancía.
-Qué bestias.
-Es la cuarta vez. Que asome la cara ese criminal, si es hombre.
Rodeado de su clientela, el frutero gritaba hacia lo alto de la fachada y otros peatones miraban las ventanas de enfrente tratando de sorprender al cazador furtivo. A través del visillo entreabierto, el insigne profesor de lenguas muertas asistía al barullo que se había formado en la calle y analizaba fríamente el comportamiento de aquel grupo social. Eran unas miserables hormigas. Bastaba con un disparo anónimo sobre una fruta para que esa pequeña gente se sintiera sobrecogida por un poder irracional. ¿Qué pasaría. si una día optaba por apretar el gatillo de verdad?. Entonces él tuvo de nuevo la sensación de que podía llegar a ser Dios y gobernar desde un quinto piso. Por el momento, la función había terminado.
El héroe se dirigió al cuarto de baño, alivió la vejiga y se miró en el espejo. Frente a su imagen, que no había cambiado nada, recordó las palabras del psicoanalista: "Tienes derecho a creer que todo irá bien durante algún tiempo; tu cerebro no presenta nada irreparable, pero Grecia no existe". La perfección racional y los deseos abstractos de belleza son ratas podridas. La felicidad consiste sólo en una tregua de pequeños placeres, el aromado sorbo de café con un cigarrillo leyendo el periódico, una agradable conversación en el restaurante, las duras nalgas de Emma, el lejano olor a brea de aquel puerto de mar en la adolescencia. El profesor tenía 53 años, y en la repisa del lavabo guardaba el frasco de tinte para las sienes, las píldoras laxantes, las pastillas contra la depresión y la pomada hemorroidal. En ese: momento sintió un leve mareo acompañado de aquel sonido característico de trompetas dentro de la nuca. Otras veces también le había pasado, Desde que tomó la costumbre de comerse los libros de la biblioteca en forma de sopa notaba que se le nublaban los ojos y veía partículas radiactivas, figurando dioses antiguos, en una oscuridad de algunos segundos de duración. Pero ahora comprendió que el ataque iba en serio.
Las trompetas de Troya
El profesor notó primero una vibración en lo más bajo del vientre y en seguida una oleada de calor o fiebre que le subía por las venas de los brazos y por el fondo del tronco hacia el cerebro directamente. Cuando la sangre ardiendo le llenó la cabeza, de repente quedó ofuscado o deslumbrado hasta perder el conocimiento. Cayó desplomado sobre la. taza del retrete y entonces sucedió algo muy raro. Bajo la bóveda del cráneo, que había atrancado el sumidero, en plena tiniebla, le resonaron las trompetas de Troya, y en medio de ellas el hombre oyó voces de salmos o de mandatos proféticos que le llegaban de lejos, como si alguien de gran autoridad le impusiera un destino con palabras lentas, solemnes, sagradas e indescifrables.
No entendió nada. Tampoco sabía decir si habían pasado unos minutos o varios años, pero abrió los ojos dentro del retrete y se sintió bien. Las últimas frases del mensaje, latente aún en los bulbos del cogote, comenzaron a entreverarse con la sinfonía de Beethoven y con los gritos de su compañera que acababa de llegar de la compra. Salió del cuarto de baño un poco aturdido, y aquella mujer, que había visto el puchero en el fuego, comenzó a insultarle.
-¿Qué libro de mierda te vas a comer ahora?
-Déjame en paz.
-Después vomitarás como un cerdo.
-¿Y qué?
-Soy yo la que tengo que limpiar.
-Maldita sea.
-Estoy harta. No aguantó más.
-Escucha, Emma, yo...
-Te crees Dios. Y no eres más que un pobre tipo que ensucia los calzoncillos
La realidad era ésa. El iba de héroe griego y aquella amante gorda y desgreñada estaba delante buscando camorra. Tenía la evidencia de que había sido señalado por un dedo misterioso para ser un divo. Quería convertirse en un joven alto y rubio, de ojos verdes, vestir traje blanco de lino y sombrero de paja finísima, tener maletas de cuero como un inglés de entreguerras y viajar a la isla de Creta en compañía de una adolescente malvada para escribir un libro lleno de pasiones venenosas, y esa maldita pécora había cometido la ordinariez de recordarle su sórdida penuria, el aliento fétido, la mierda del calzón y el género de vida miserable que llevaba. No pudo resistirlo. Cuando ella fue a tirar la olla donde se cocía lentamente la Odisea, de Homero, él entró en la Cocina armado con una lámpara y, sin pensarlo más, la aplastó contra la espalda de su vieja novia. Así comenzó la borrasca con alaridos de muy baja calidad. En el tocadiscos, los acordes feroces de Beethoven llenaban el espacio, pero el estallido de platos en los tabiques y el derrumbamiento general de la estantería se impuso a toda clase de música. En medio del fregado se oyó de repente el golpe de la puerta. El profesor se quedó solo en casa y la espita de la olla exprés silbaba en el silencio que se hizo de repente después de la batalla campal.
En el despacho había un mapa del mar Egeo clavado con chinchetas en la pared. Mientras la sopa de Ulises hervía en la cocina, el héroe fue navegando el dedo por todas aquellas islas blancas: Delos, Miconos, Lesbos, Salamina, Creta, y él era tal vez el propio Dionisio embarcado en una trirreme de velas enracimadas de uva moscatel que se balanceaba en un oleaje de dulzura. Comenzó a soñar en una tapia con un fresco azul donde saltaban delfines descascarillados. Veía cabras griegas ramoneando briznas de anís entre columnas dóricas derribadas y bajorrelieves con escenas de sátiros, y el profesor caminaba de la mano de una adolescente rubia por un paseo de cipreses, olivos, viñedos y paredes de cal descarnada de luz recitando poemas de Píndaro. Le bullían en el cráneo imágenes de belleza pura e inmoral y se sentía poseído por la fuerza de la vida, que le impulsaba a recobrar la juventud a cualquier precio. Acababa de atracar en un puerto de pescadores en la costa de Corinto. Entonces miró por la ventana.
Allí abajo se veía la mediocridad de todos los días: la pollería de azulejos blancos, el cuchitril del zapatero remendón, las furgonetas de reparto aparcadas en segunda fila, las sombras de oficinistas del departamento de contabilidad y la pequeña gente sucia que se arrastraba en la acera. Pero ahora había una novedad alarmante. Su amiga estaba hablando con el dueño de la frutería. Sin duda, en un rapto de coraje, le había ido a contar sus hazañas con las piñas tropicales. En ese momento la cabeza se le llenó de dioses, de modo que no lo pensó nada en absoluto. Cogió el rifle cargado con nueve balines de plomo, se acodó fieramente en el alféizar y, sin calibrar demasiado la puntería, comenzó a disparar sobre aquella oca que ponía en entredicho su buen nombre en el barrio. Con el juguete caliente todavía en la mano, el profesor tuvo un pensamiento procaz. El mal le concede al hombre una especie de omnipotencia. Aprietas sencillamente el gatillo desde una terraza y puedes disponer a tu antojo del destino de cualquier peatón. En cambio, la bondad siempre tiene límites. Sólo el mal permite al ser humano codearse con Dios. Después de relamerse un rato con templando la desbandada que había producido en la calle, el héroe se sintió satisfecho, abandonó el rifle en el sillón y entró en la cocina.
La sopa parecía estar en su punto. Destapó la olla exprés y un repugnante olor a tinta le acometió brutalmente la nariz, aunque el profesor se rehízo en seguida apalancado contra el fregadero. Dentro del cacharro, la Odisea, de Homero, desplumada, flotaba como un tordo en el caldo negro, lleno de grumos, muy parecido a un puré de lentejas. En un cazo de barro se sirvió una buena ración y se sentó en la mesa del comedor con todo el respeto que un sabio de lenguas muertas podía adoptar ante un guiso concentrado de dioses griegos. Sabía a cromo de futbolista o tal vez tenía el perfume de aquellos tebeos de su niñez, que olían agriamente a linotipia cuando era tan feliz en aquel puerto de mar donde las barcazas de pesca despedían también un aroma de brea. A grandes cucharadas se estaba zampando todo el regreso a Itaca, y eso le sentaba muy bien en el estómago. El cíclope Polifemo, la ninfa Calypso, la maga Circe, el canto de las sirenas y la amorosa Penélope, ¡oh qué gran menú del día!, toda la belleza de la antigüedad y el heroísmo de los semidioses metidos en el plato. El profesar se encontraba a mitad del camino en su retorno a la isla de su infancia. Entonces sonaron unos golpes en la puerta con algunas voces de autoridad.
-¡Policía!
-Oh...
-Abra inmediatamente.
-Un momento.
Pero el profesor no abrió. Lentamente, echando regüeldos de sopa, se acercó a la ventana y apartó los visillos. En la calle se veían grupos de gente que señalaban su casa. También había una ambulancia y dos coches con guardias armados. Por lo demás, allí estaba la mediocridad de siempre, la pollería de azulejos blancos, las siluetas de oficinistas en el departamento de contabilidad, la frutería con las piñas colgadas en el dintel. No entendía nada, aunque pensó que algo anormal había tenido que pasar en el barrio esa mañana para que las miserables hormigas se agitaran tanto.
Al día siguiente, los periódicos traían la noticia redactada aproximadamente así: "Catedrático de lenguas muertas, gran especialista en el poeta Píndaro, detenido por disparar contra unas piñas tropicales. En la refriega murieron su amante y dos jubilados".
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