El exorcismo chino
JIANG QIN -viuda de Mao- y Zhang Chunqiao -ideólogo de la que se llamó banda de los cuatro- han sido indultados de la pena de muerte que pesaba sobre ellos desde el 25 de enero de 1981. Se han cumplido, con exactitud cronológica, los dos años de observación en los que se esperaba el arrepentimiento de los declarados culpables. Se habla ahora de refinamiento chino o de una especial mentalidad de orientales lejana de nuestro concepto del mundo y de la vida. Pero en Texas se ha aplazado, horas antes de la señalada para su cumplimiento, la pena de muerte impuesta en 1978 a Thomas A. Barefoot, pendiente de una nueva revisión señalada para el 26 de abril. Y el ya histórico Caryl Chessman fue condenado a muerte en 1948 y ejecutado el 2 de mayo de 1960, doce años después: no le bastó su arrepentimiento, y los que esperaban el arrepentimiento de la sociedad antes de aplicar una pena de muerte se vieron defraudados. Refinamientos no chinos.El juicio de Pekín, que duró desde el 20 de noviembre de 1980 al 25 de enero de 1981, no fue un juicio: fue un exorcismo. A los acusados se les imputó todo lo posible y lo imposible: desde presenciar películas pornográficas y celebrar orgías sexuales hasta trastornar el pensamiento del presidente Mao. Era, en realidad, ese pensamiento falsamente respetado y venerado el que se estaba exorcizando, alejando, depurando. Había sido mucho más limpio el acto votivo del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, el 25 de febrero de 1956, ofreciendo el sacrificio de la memoria de Stalin en aras de la coexistencia pacífica: también hay que reconocer que fue mucho menos eficaz, y que la evolución de la URSS no ha llegado al punto de la velocísima inversión del régimen chino. En todo caso, y desde un punto de vista ético, siempre hay mucho de repugnante en el acto de fijar el mal como absoluto en una o varias figuras humanas con las que los nuevos jueces han colaborado estrechamente. Ni siquiera en las grandes autocracias, ni en los tiempos de sublimación fanática de las figuras -Mao, Stalin, Hitler o, en su medida, Franco-, un largo sistema es obra de una sola persona.
Tan irreal como la condena de 1981 es la conmutación de 1983, basada en un buen comportamiento, ya que el arrepentimiento no se conoce, o no se ha proclamado. Se debe, principalmente, a que China ha conseguido que, en efecto, funcione su exorcismo, y el régimen actual, aún con resonancia en la oquedad burocrática del vocabulario comunista, haya iniciado una vía histórica distinta. Fusilar ahora a los dos antiguos condenados supondría un mal considerable para ese régimen, una contrapropaganda, sin proporcionar ningún beneficio: ni en el interior de un país que va encontrando una relativa relajación de costumbres, de trabajo y de relaciones, ni en un Occidente que trata de jugar a fondo la carta china y cuyas opiniones públicas rechazarían más bien con indignación estas ejecuciones. En todo caso, son decisiones meramente políticas, en las que los valores de justicia, piedad o humanismo no entran en ningun caso. Y que no son producto de un chinismo especial: en otros muchos países, bajo otros muchos regímenes, pasan cosas tan truculentas. O más.
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