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Reportaje:

En Torrejón, la época dorada ha terminado

Pasado el deslumbramiento por la opulencia de los 'americanos', los vecinos prefieren que la base estadounidense sea desmantelada

La posibilidad de que la base militar de utilización conjunta hispano-norteamericana de Torrejón de Ardoz pueda ser desmantelada y sus instalaciones trasladadas a algún otro punto de la geografía española no parece preocupar demasiado a los habitantes del pueblo. Ya están olvidados los años en que la presencia de los americanos constituyó una auténtica convulsión en una localidad que, allá por los cincuenta, apenas contaba con 3.000 habitantes.

La reclusión de los militares estadounidenses en el interior de la base, que es también una microciudad perfectamente organizada, ha hecho que su influencia en la vida del pueblo sea prácticamente nula. Han comenzado a calar en la conciencia pública los efectos negativos: amenaza latente de ataque nuclear a unas instalaciones situadas en la zona más densamente poblada del país y, a nivel local, molestias ocasionadas por los continuos ruidos que provocan los aviones de combate, que afectan gravemente a la salud de la población y sobre todo a los niños.En 1953 Torrejón era una pequeña y próspera localidad agrícola. Sus tierras de labor, regadas por el Henares, eran particularmente fértiles y llanas. Esta segunda característica y su situación cercana a la capital las hicieron ser elegidas para la instalación de la base aérea. La llegada de los norteamericanos, mitificados ya por las películas de la posguerra como una especie de portadores del cuerno de la abundancia, se vio plenamente confirmada por su política de glanjearse las simpatías de los autóctonos.

Los desechos de la opulencia

De entrada, los terrenos en los que se instaló la base fueron comprados a muy buen precio a los agricultores, que de repente se vieron tentados con ofertas millonarias. Las aceptaron, al margen de que tampoco hubieran podido hacer otra cosa. Los años posteriores, en un país en el que las estrecheces estaban lejos de desaparecer, fueron como un plan Marshall reducido y desorganizado. Los trabajos de construcción crearon un flujo de empleo y sueldo para miles de personas de Torrejón y de todas las localidades cercanas.Después, un aluvión de empleos. Camareros, señoras de limpieza, mantenimiento en general... trabajos no demasiado bien pagados, sometidos a las normas particulares de sus excéntricos patronos, sin derechos sindicales, de acuerdo con la legislación española, pero que tenían una ventaja: el contacto con la base era la oportunidad de exprimir al máximo los desechos de la opulenta sociedad estadounidense. En Torrejón son conocidas las historias de mujeres empleadas en la base que cada día se llevaban a casa dos o tres juegos de sábanas, por ejemplo, que los norteamericanos reponían sin hacerse excesivas preguntas. Los desperdicios de comida de la base, hasta jamones casi enteros, de creer los rumores de entonces, sirvieron para alimentar animales de las granjas. Las dos tiendas de ropa usada y desechada por los militares (camisas, botas, cinturones, chaquetas) que existen en Torrejón, eran famosas en todo Madrid y durante años constituyeron un buen negocio. Simultáneamente, comenzaron a aparecer urbanizaciones destinadas a proporcionar vivienda estable a los militares. Las barras americanas y su cohorte de mujeres alegres se instalaron en un pueblo en el que, pocos años atrás, hubieran constituido un escándalo mayúsculo.

El resto de la población también se beneficio de la llegada de los norteamericanos. Un ciudadano de Torrejón, sociólogo, miembro del equipo redactor del Plan General de Urbanismo, recuerda perfectamente el espectáculo, que él vivió como protagonista, de cientos de niños esperando en el patio del único colegio del pueblo -llamado del Buen Gobernador- la llegada del helicóptero del que descendía un Papá Noel que repartía juguetes a manos llenas, juguetes además que destacaban por su tecnología sofisticada. El reparto de leche en polvo y queso a la hora del recreo fue también habitual durante algunos años, y en el Día de la Amistad, instituido por las autoridades de la base, se invitaba a visitarla a las familias. Los niños recibían regalos y chicles.

Pero esta modalidad de colonialismo protector también tenía sus desventajas. Las borracheras de fin de semana de los soldados, al fin y al cabo destinados lejos de su tierra, alcanzaron categoría de leyenda y quedaron como un sambenito que no distinguía entre culpables e inocentes. Las enormes coches comenzaron a suscitar algo más que envidia cuando varios vecinos del pueblo resultaron muertos, atropellados en calles estrechas que no admitían las velocidades a que sus conductores estaban acostumbrados. Hubo peleas y enemistades. Las autoridades de la base se dieron cuenta de que era necesario controlar las consecuencias de su presencia en Torrejón Todo cambió.

Desde hace ya muchos años la base es una microciudad perfectamente autosuficiente. En el interior de su perímetro de veintiséis kilómetros, y al margen de las instalaciones estrictamente militares, se alinean un gran almacén, cafeterías, un supermercado, un templo religioso de uso múltiple, para todas las modalidades de ritos diversos; un hospital, un jardín de infancia abierto las veinticuatro horas del día, una zona de chalés uni familiares destinados a las personas que, en razón de sus funciones, deben permanecer en la base; un banco español, una oficina de préstamos norteamericana tiendas especializadas, un club de motoristas, otro de pilotos aficionados, talleres de bricolage, un picadero en el que se celebran rodeos y exhibiciones hípicas, un campo de tiro deportivo, clubes de caza y pesca, talleres de reparación de electrodomésticos, un club sociocultural en el que se programan viajes o excursiones, dos hoteles, uno para oficiales y otro para tropa; piscinas, campos de béisbol y rugby, biblioteca, bolera, incluso un servicio permanente de abogados se encarga de cualquier incidente fuera de la base. Casi a día río, un avión se encarga de suministrar todo lo necesario, desde coches de importación hasta un fusible.

Se comprende que las relaciones entre las dos comunidades se hayan enfriado. Los habitantes del pueblo ya no perciben beneficios de cierta importancia. El despegue industrial de Torrejón, en la segunda mitad de los sesenta, vino motivado por la creación del corredor Madrid-Guadalajara y el crecimiento tremendo de su población fue debido a la corriente inmigratoria que afectó el área metropolitana madrileña. Los sucesivos alcaldes contemplaron con creciente desagrado su nula influencia en la tercera parte del término municipal. Al tratarse de un asunto de relaciones directas entre ambos Gobiernos, las autoridades municipales han sido completamente ignoradas. Los norteamericanos no pagan el impuesto de circulación de sus vehículos, ni licencias de obras. Nada. Apenas hace dos años que la nueva corporación democrática ha conseguido que se abonen las multas. Un agente acude cada jueves a la base, entrega las sanciones y recoge el dinero de las de la semana anterior.

El pueblo enmudece cuando despega un avión

En los colegios de Torrejón los niños sufren la constante agresión del ruido de los aviones, con un volumen de decibelios muy superior al máximo contemplado como tolerable por el oído humano. El Gobierno español no se ha molestado, siquiera, en dotar los edificios públicos de ventanas insonorizadas. En la calle, en el interior de las casas, en los plenos del ayuntamiento las conversaciones se interrumpen cada vez que un aparato despega o aterriza, y así durante los últimos veinticinco años. Y se supone que desde 1957 misiles soviéticos con cabeza nuclear apuntan a Torrejón."¿Qué ocurriría ahora si se desmantela la base y los norteamericanos se van del pueblo? Pues yo creo que nada en particular. Al contrario, sería beneficioso para Torrejón. Eliminaríamos los ruidos, que son insoportables. El 89% de los ciudadanos lo consideran uno de los problemas graves que padecemos y casi un 8% no lo notan porque ya están acostumbrados, lo que es mucho peor. Son personas que han debido perder capacidad auditiva. El único problema es que quedarían sin trabajo los 685 españoles empleados en la base, pero tampoco es un cifra alarmante. Y ganaríamos unas instalaciones modernísimas que, lógicamente, no debían dejarse caer en desuso. Si en Torrejón se instalara el aeropuerto internacional de Madrid, el pueblo recibiría un impulso económico y comercial muy importante". Quien así habla es José de Frutos, actual alcalde socialista de Torrejón, y su opinión es compartida por vecinos y comerciantes. La época dorada de la base ha pasado. En los últimos años ha sido el blanco preferido de grupos ecologistas y pacifistas. Con motivo de la última manifestación aparecieron en el pueblo pintadas en inglés. Decían: Fuck Spain (Jódete, España).

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