Tirano Banderas y el Hermano Mayor
Después de leer un texto de Bernard-Henri Levy sobre lo que él llama "ideología de los derechos del hombre", muchos pensarán, en el sur de América Latina, que ya estamos libres de ese problema que se renueva todos los años, como un dolor de cabeza cíclico, en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Los métodos de lectura rápida han tenido un auge tan brillante como el que tuvieron, en nuestra reciente y esfumada edad de oro, los artefactos japoneses.Bernard-Henri Levy, uno de los nuevos filósofos franceses más brillantes, escribe en el estilo que antes se denominaba prosa de mandarines. Tiende al lujo verbal y a una oscuridad relativa, determinada por la acumulación de diversos conceptos en una frase larga, sobrecargada. Habla en el contexto de una polémica que aquí no conocemos muy bien y que es, en definitiva, la gran polémica de nuestro siglo.
La batalla de los derechos humanos, sostiene el joven filósofo, se ganó en gran escala, de un extremo a otro de Europa, y está a punto de convertirse en un lugar común y un nuevo disfraz de la pereza mental, una metamorfosis última de lo que antes, en la época de la prosa de mandarines, se llamaba filisteísmo. Esto significa, en buen romance, que ningún intelectual europeo de izquierda, hoy día, disimula los atropellos a los derechos humanos en el munido socialista, a diferencia de lo que sucedía hace muy pocos años, cuando esos atropellos se ocultaban por razones de oportianidad, para "no darle argumentos al enemigo de clase", etcétera.
La célebre polémica entre Albert Camus y Sartre giró alrededor de este punto preciso. Lo que nos dice Bernard-Henri Levy es que la batalla la ganó Camus en forma aplastante. Ahora corres ponde, entonces, pasar a otra etapa y preguntarse por qué la teoría, llevada al terreno de los hechos, produce los mismos resultados en todas partes: en la Unión Soviética, en Cuba, en Albania, en Polonia. Interviene aquí un elemento interesante en la nueva reflexión europea. Puede que los atropellos a los derechos humanos sean menos frecuentes en el mundo soviético de lo que mucha gente piensa. La inmensa mayoría tiene trabajo seguro, vacaciones pagadas, derecho a jubilarse, asistencia médica, y vive conforme con el sistema. Es una sociedad perfectamente ordenada, disciplinada, laboriosa, parecida a un hormiguero. El mundo feliz, de Aldous Huxley, o la sociedad vigilada por el Hermano Mayor en 1984, de George Orwell.
La situación, paradójicamente, resulta más inquietante mientras más ínfima es la minoría disidente. El símbolo perfecto de esta paradoja es Andrei Sajarov, solo entre los solos, actor mudo de una escena de Franz Kafka en su destierro de la ciudad de Gorki. La crítica más aguda del sistema pasa a ser, de este modo, la propia hipótesis de su culminación feliz: una sociedad totalmente adaptada, conforme con su destino, y donde la disidencia es una extravagancia, una excentricidad absoluta. ¿Qué lugar cabría, en una sociedad así, para el arte, la literatura, el pensamiento, tal como los hemos entendido desde la antigüedad griega? Probablemente, ninguno. El modelo más próximo de sociedad serían teocracias como la egipcia o la medieval, con su arte apologético, que no pone en tela de juicio la organización del universo; que sólo se propone, por el contrario, ponerla de manifiesto, y con su pensamiento de carácter dogmático, adaptado a teologías consagradas e inmutables.
En estos lados imperfectos, en cambio, para alivio de todos, la disidencia es algo que por naturaleza va en aumento. De repente llena la plaza de Mayo, de Buenos Aires. Llena, incluso, la plaza, muchísimo más modesta, del Mulato Gil, en Santiago de Chile. Menos mal. Quiere decir que el mundo feliz todavía no se ha instalado entre nosotros; que seguimos luchando contra la imperfección, la opresión, la pobreza; que 1984 está lejos de estas latitudes. Tirano Banderas sí, pero no, todavía, el Hermano Mayor vigilante, omnipresente.
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