Como una pesadilla
CUANDO LA mayoría de los altos cargos del nuevo equipo de gobierno están dando un elogiable ejemplo de laboriosidad, buena voluntad y competencia en el desempeño de sus tareas, la actitud observada por el poder ejecutivo en el esperpéntico caso de Televisión, surgido como consecuencia de la suspensión del debate sobre los ayuntamientos de izquierda en La clave, resulta algo así como una desagradable pesadilla. Los ribetes grotescos del incidente, cuya importancia política no se puede infravalorar, amenazan con desviar la atención del aspecto central del asunto: la intromisión del poder en la autonomía de Televisión para vetar la presencia de personas incómodas en un debate.Las explicaciones dadas por José Luis Balbín sobre la suspensión de La clave son hasta tal punto inconvincentes e inverosímiles que parecen un guiño de complicidad dirigido a la opinión pública a fin de transmitir el mensaje subliminal de que este singular enfermo imaginario se está ofreciendo como chivo expiatorio en aras de la razón de Estado. Resulta improcedente el más mínimo comentario crítico acerca de la historia de su repentina enfermedad y súbito curamiento. Como podrá comprobar quien se tome la molestia de leer la pintoresca versión dada por el interesado de sus achaques, medicaciones y viajes, los responsables de Televisión española no sólo se contentan de nuevo con administrarla como si fuera suya, sino que pretenden que los ciudadanos comulguemos con las ruedas de molino de sus infantiles explicaciones. A lo largo de éstas, que a Pinocho le hubieran costado un apreciable crecimiento de la nariz, se han iluminado, sin embargo, algunos rincones de Prado del Rey todavía situados en la penumbra. Resulta, así, que los nuevos directivos de Televisión se proponen exigir con dureza a los de abajo, pero con flexibilidad a los de arriba, la asistencia diaria al trabajo, el cumplimiento puntual de los horarios, la austeridad en los gastos y el régimen de incompatibilidades. El director de Informativos, que sigue siéndolo todavía de La clave, aunque descanse sobre un único sueldo, viajó a Alemania en un fin de semana, con gastos pagados y sin conocimiento del director de Televisión, para preparar un debate de un programa que pensaba dejar y realizar otras gestiones relacionadas con su trabajó. Tomó el avión mientras el director general juraba por todos los santos que estaba enfermo, se cambiaba la programación de la televisión pública y comenzaba la historia de todos conocida. Peto ni el revuelo político ni el escándalo profesional le conmovieron. El Gobierno en pleno se reunía en sábado para hablar del asunto. Los diarios publicaban editoriales. Todo el mundo estaba pendiente de Balbín... Balbín no dio señales de vida hasta el lunes por la noche. En manos de este señor está la responsabilidad informativa del medio de comunicación más poderoso de este país.
A lo largo de este entremés, digno de risa y lástima, el director del ente público ha sido el ejemplo viviente de los efectos explosivos que puede producir en una persona la falta de competencia combinada con la verborrea y un sentido estricto de la obediencia al poder. El breve mandato de José María Calviño acumula pocos elogios, y ya son importantes los errores, las frases brillantes y las torpezas, que se apilan en su expediente público. Hasta tal punto, que el margen de confianza que a todo equipo que empieza se debe conceder, lo ha dilapidado él solito hacia dentro y hacia fuera de la casa de Prado del Rey antes siquiera de comenzar. No creemos que nadie en este país se atreva desde ahora no sólo a comprarle un coche usado, sino a preguntarle siquiera la hora, no nos vaya a decir la que no es, si así le conviniera. Se ha convertido así en la negación radical de esa imagen de modernidad, transparencia y juego limpio que Felipe González popularizó durante su campaña electoral.
Pero el episodio no concluye en Prado del Rey sino que implica al propio Gobierno: por acción o por omisión, por vetar previamente el debate o por esconder posteriormente la cabeza bajo el ala para no exigir responsabilidades a los culpables. Durante las anteriores legislaturas, el Grupo Parlamentario Socialista no vaciló a la hora de establecer firmes nexos causales entre las irregularidades surgidas en Televisión Española y el poder ejecutivo que las propiciaba o las encubría. Que altos cargos del Gobierno o del partido socialista, cuyo vicepresidente se cansó de llamar chorizos y tahúres del Misisipi a sus adversarios políticos mientras permanecía en la oposición, hayan podido censurar un programa de Televisión, o encubrir a los torquemadas de turno, o avalar los historiales clínicos de Balbín, parece no sólo un mal, sueño, sino también una contradicción entre las denuncias del pasado y las conductas del presente. La aseveración de que existen "sospechosas coincidencias" en la actitud de los medios informativos ante el caso, hecha por el portavoz del Gobierno, resulta de lo más pobre en alguien que ha dirigido un periódico hasta hace un par de meses. Menos mal que él mismo no se atrevió a hablar de campaña. Diez millones de votos no le permiten al partido socialista censurar ni manipular la televisión, y no nos parece distinta la gravedad del hecho que la de las abritrariedades cometidas en tiempos de Castedo, Robles Piquer o Nasarre. Televisión, los ciudadanos, los profesionales, merecen mayor respeto por parte del Gobierno. Los diez millones de votos fueron depositados en las urnas para que estas cosas no ocurrieran, no para que las perpetraran diferentes personas.
Si el Ejecutivo se aferra al principio de autoridad para mantener en sus puestos, contra viento y marea, a los responsables de este atentado contra la libertad de ex presión, el pluralismo político y la autonomía del principal medio estatal de comunicación, incursos además en ocultamientos, embustes y patrañas, el mismo Gobierno estará inconsecuentemente llamando al desencanto de quienes le votaron. Algo tanto más triste cuanto que es cierto que en muchas e importantes cosas el Gabinete da muestras de estar dispuesto a llevar a cabo la transformación de modernidad y eficacia que este país necesita. Ya es lástima que por las torpezas de unos pocos se ponga en juego la credibilidad de un equipo que ha generado tanta ilusión y esperanza en el país. Felipe González, que se querelló personalmente contra los administrado res de Televisión Española a raíz de una auditoría llevada a cabo por el Ministerio de Hacienda, debe recordar que ya entonces el Gobierno de UCD echó la culpa de todo a la Prensa -entonces sí se atrevieron a hablar de campaña-. No queremos creer que el ejercicio del poder haga desaparecer de quienes lo detentan la capacidad de análisis de la realidad. La realidad es evidente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.