Hablando solo'
"Quien habla solo / espera hablar con Dios un día"; eso lo dijo el poeta Antonio Machado en su angélica costumbre de enaltecer a los infelices. Es un tipo que atrae y repele al mismo tiempo. A uno le interesaría saber lo que dice y, al mismo tiempo, teme acercarse a él, porque no quiere arriesgarsil a ofenderle presuponiéndole chalado, o a forzarle a aceptarle como interlocutor. Porque sí encontrara a alguien para hablar ¿dejaría de hacerlo solo? O prefiere, quizá, inventarse continuamente el antago nista que a él le convenga, alto o bajo, rubio o moreno, tuerto o derecho. Y en la vertiente mental: ¿de derechas o de izquierdas?, ¿frívolo o intelectual?, ¿deportista o sedentario?Ese miedo a ofender o a queda prendidos en su diálogo nos impedirá siempre saber qué es lo que dice el hombre que habla solo. Lo máximo que he hecho ya alguna vez es seguirle. procurando que no me viera porque me fascinaba esa conversación en forma de monólogo. Se para, habla, sigue, se vuelve, continúa su camino. Unas veces se dirige a los transeúntes, que le miran temerosamente unas veces, con curiosidad otras. Hay quien se queda atento a sus palabras intentando comprender lo que quiere y, entonces, su acompañante, generalmente la esposa, le tira nerviosamente del brazo, "vamos, vamos", susurra, '¿no ves que está loco?".
¿Está loco de verdad? Quizá sí de soledad. Quizá, ese hombre ha perdido alguien con quien hablaba, alguien muy amado, y por eso se dirige a todos. Al faltarle la única pesona a quien quería dirigirse lo hace a la humanidad en abstrac to esperando que un día pase alguien (que tiene que existir, porque si no sería demasiado horri ble) que termine con su desespera da situación.
La charla acostumbra a ser dis paratada pero nunca inconexa. Es disparatada porque manifiesta en voz alta lo que en general se dice en voz baja, pero no es incon. exa porque tiene un significado y, a veces, incluso, una lógica.y un ritmo El que habla solo puede hacerlo sobre la forma de ser de la gente de la maldad del hombre o de la mujer. Puede ser sobre la política y entonces su queja se dirige al Go bierno, desde el jefe del Estado al último guardia municipal, pidiéndole reparación por imaginarios -o ciertos- daños sufridos. Otras veces, las más, la queja es contra la sociedad en general que le ha hecho víctima de malos tratos, y en otros casos, esta sociedad queda reducida a la mínima expresión: la de la mujer que le dejó... o que le quiso demasiado.
(Es curioso pero, en general, quien habla solo es un hombre. Yo al menos no recuerdo haber visto nunca a una mujer hablando para sí misma, aunque probablemente existirán.)
El hombre que habla solo es delgado, maduro de edad, acciona a menudo y a menudo se detiene para dar énfasis al argumento que está arrollando. Por ello, cien metros de calle pueden convertirse en una hora de charla. El hombre que habla solo no tiene prisa para llegar a ningún sitio, probablemente porque intuye que al final de su largo paseo no le espera nadie. Así, va por la acera describiendo, insistiendo, enfático unas veces, otras humilde, definiendo sus puntos de vista contra los de los seres invisibles que le rodean.
A lo mejor (pienso a veces de forma machista) ese hombre suelta en la calle lo que no puede soltar en casa, obligado al silencio por una mujer áspera, que puede ser la esposa o la hermaría viuda con quien vive para hacerse compañía. Por eso, el hombre sale a la calle a decir las verdades que le impiden soltar en su casa. Qué importa que sus palabras sean ahí, a la intemperie, tan inútiles como las semillas que, según la Biblia, caían sobre la roca y no brotaban jamás. El se desahoga pronunciándolas.
Parlamentario sin Congreso; charlatán sin círculo de paletos pasmados; pater familias sin hijos boquiabiertos alrededor; conferenciante sin público; espectador de fútbol sin ambiente. El hombre que habla solo pasea por las calles su dramática y frustrada ansia de comunicación. De la misma manera que hay enfermeros generosos que acuden a las casas para atender al cambio de ropa y la confección de comida de los viejos que no pueden valerse, habría que inventar un servicio de voluntarios que se dedicaran a acompañar y escuchar, nunca interrumpiendo, a esos entrañables seres que hablan solos por las calles españolas.
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