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Esos ojos que se empeñan en chocar con las puertas

Rosa Montero

Tengo 33 años, y me casé ya mayor, con veinticinco. Pero he tenido tiempo para todo. Al principio yo no trabajaba, no; estaba en casa. Pero después, al ver que las cosas no se arreglaban, pues me puse a trabajar fuera, limpiando. Porque yo quería que él viera que me podía valer por mí misma, ¿sabes? Porque su obsesión era que él trabajaba para mí, me lo echaba siempre en cara.

Carmen rechaza el cigarrillo que le ofrezco. Pelo corto y rubio, ropas modernas, el gesto exuberante. Puntualiza que "mi marido no era malo, es decir, no era vicioso, ni mujeres ni esas cosas", como si la maldad se ciñera al sexto mandamiento. Y continúa:

-El estaba siempre en casa, pero metiéndose conmigo. Yo no era dueña de nada, de nada. No podía ni mover un cenicero. Salía a paliza diaria. Si las niñas se comportaban mal, era mi culpa. Si me iba de casa sin avisarle, fatal. Me tenía completamente anulada; no me atrevía a salir con él y decir, por ejemplo, que tenía sed, porque eso era una paliza segura, allí mismo, en la calle. Siempre encontraba razones para pegarme.

Su marido había sido también su primer y único novio: "Así pasan las cosas", dice Carmen, "por ignorancia, porque somos tontas y sobre todo por falta de cultura, porque yo tuve que ponerme a trabajar a los once años, de sastra". El maltrato empezó nada más casarse. Al principio, después de una paliza "íne hacía un arrumaco y a mí se me pasaba". Pero después ya no. Después era el infierno. Tiene dos hijas, de cinco y siete años, "y a mis niñas les ha hecho la vida más que imposible, tenían que tenerle los zapatos listos, estarse siempre quietas... Pegarlas no, no las pegaba... Bueno, en la última pelea sí, las dio a las dos pero que bien. Ha sido un martirio muy grande para ellas. Mi mayor, con cinco años, atrancaba la puerta de su habitación por las noches, por miedo a que su padre entrara".

Ahora, tras la separación legal, las niñas han de pasar uno de cada dos fines de semana.con su padre. A Carmen se le arruga la sonrisa cuando piensa en ello: "Es que mi niña mayor se me pone malita todos los viernes que le toca ir con su padre, la tienen que dar pastillas y todo... El viernes pasado me llamaron del colegio, porque se había tirado toda la tarde llorando. Luego llega él a buscarla y ella agacha la cabecita y va, claro, porque le tiene miedo". Gabriela, que está sentada junto a ella, la anima: "Venga, mujer, no te preocupes, que ahora seguro que no las pega, no se atreve...", y Carmen cabecea, un poco acongojada todavía: "No, no, pegarlas ahora yo creo que no, pero es que la pobrecita lo pasa tan mal..."

Intentó poner la primera denuncia hace muchos años. Ella estaba embarazada de la mayor y su marido le dio una paliza tan contundente y sonora que los vecinos avisaron a la Guardia Civil. "Y cuando llegaron los guardias él se hacía la víctima, decía, pero si yo no la he pegado, mi niña, mi amorcito eso me decía delante de ellos, y yo tenía un ojo todo morado y estaba llena de marcas". Pero poner una denuncia por maltrato es algo muy difícil: "Lo normal es que los policías intenten disuadir a la mujer", dice Cristina Pabón, abogada miembro de la Comisión de Investigación de los Malos Tratos a las Mujeres: "Muchas veces les dicen que ellos no pueden admitir la denuncia, lo cual no es verdad. Y si la admiten, en la mayoría de los ca sos la denuncia se pierde y no llega jamás al juez".

Denuncias perdidas

Carmen recuerda aquella vez que fue a comisaría. Le acompañaba una vecina que testificó corroborando las palizas, y su marido, que estaba presente, amenazó de muerte a la testigo y a ella: "Le tuvieron que sujetar los policías porque quería pegarnos. Y a pesar de eso, no me admitieron la denuncia, me dijeron que me fuera a un abogado". A Carmen se le han perdido cuatro o cinco denuncias en un desierto de silencio administrativo, y aún así ha llegado tres veces ante el juez. Las dos primeras fue ante el juez de paz, cargo desempeñado por un vecino de la comunidad a quien se le designa para ello, aunque no pertenezca a la carrera judicial. El juez de paz de Fuenlabrada, la ciudad dormitorio madrileña en la que vive Carmen no parecía mostrar especial entusiasmo en tramitar una separación: "Una vez estábamos jugando las crías y yo con un magnetofón y entró mi marido y se lió a palos y todo quedó grabado. Yo llevé esa cinta al juez como prueba, pero éste me dijo que con esa cinta yo me había echado tierra encima. Así es que me dio miedo, yo lo tenía ya todo preparado para separarme, pero me dio miedo lo que me dijo el juez, y paré todo. Esto fue hace cuatro años". Y todo siguió igual.

Hasta llegar a la última paliza: "Allí, contra la cocina, uf", dice vagamente Carmen, y en su gesto queda algo de la violencia y de ese acorralamiento sin defensa, "contra la cocina, fue tremendo". Fue el propio fiscal quien, quizá, estremecido ante el historial de ojos hinchados, labios partidos y clavículas dañadas, le aconsejó que se dirigiera a los juzgados centrales de Madrid. Y allí sí, allí al fin consiguió la separación, y una sentencia que prohibía al marido el volver a poner los pies en casa. Los puso, claro. Volvió aullador, amenazante, aporreando puertas. "Cuando yo me separé no tenía nada de dinero. Pero los cuatro duros que me quedaban los utilicé en cambiar la cerradura, me daba igual quedarme sin comer". Tras una tempestuosa visita de su cónyuge, de la que le salvó la presencia de su hermano en la casa, Carmen fue al juez de paz de nuevo, para avisar que su marido seguía molestando: "Entonces el juez me dijo: yo tengo que ver si tienes bultos en el pecho, de los golpes. A mí me extrañó mucho, porque mi marido no me había podido pegar en esa ocasión, ni me había tocado, y se lo dije. Pero él insistía, no, no, yo tengo que tocarte el pecho, a ver si tienes unos bultitos por los costados; luego, y como sabía que estaba en casa una hermana mía, añadió así, muy buenamente, que si yo quería me lo podía mirar mi hermana, pero que, claro, que ella no sabía, y que él en cambio era juez y tenía cierta experiencia. Pero yo lo veía todo muy raro y me fui al médico a preguntarle, y el médico me dijo que no, que no hacía falta que me mirara ningún bulto. Y desde entonces no he vuelto a ir al juez de paz".

Rosario mueve la cabeza con malicia, Gabriela se admira de la anécdota del juez, las abogadas Cristina Pabón y Ana Carnero se quedan estupefactas, porque no la habían oído antes. Y hay un murmullo de complicidad y comprensión femenina ante esos bultos inexistentes, ante esas manos varoniles demasiado solícitas. Estamos en el Centro de Salud de Fuenlabrada, que fue inaugurado hace dos años y medio dentro del plan de centros de salud del PSOE. Al poco de estar en marcha, Milagros Rodríguez, coordinadora de la sección de planificación familiar, reforzó los servicios del centro agregando la colaboración de una abogada. Y fue entonces cuando comenzaron a darse cuenta de la enorme cantidad de casos de maltrato que les llegaban a las manos. "Prácticaniente el 60% de las mujeres que vienen a consultar sobre posibles separaciones matrimoniales han sufrido palizas por parte del marido", dice Cristina Pabón.

-Empezamos a investigar en el tema -continúa Cristina- pero nos dimos cuenta de que era un

trabajo cuya envergadura nos sobrepasaba. Por eso hemos organizado esta Comisión de Investigación de Malos Tratos, que cuenta con dos o tres abogadas, una psicóloga, que es Milagros Rodríguez, una socióloga y una asistente social; y ahora querríamos integrar también a alguna juez de distrito de Madrid, que hay dos o tres.

Una costumbre admitida

Acaban de empezar el trabajo, que cireunscribirán a Madrid, y por ahora no hay cifras totales. Pero sí unas primeras reflexiones, algún dato: "Nos preocupa enormemente la nula reprobación social que tiene el maltrato a la mujer por parte del cónyuge. Es una costumbre tan admitida que inclu-

Esos ojos que se empeñan en chocar contra las puertas

so algunas de las mujeres maltratadas lo consideran normal. Y hemos advertido la correlación casi absoluta que hay entre el maltrato en la pareja y el haber vivido la misma situación entre los padres. Es decir, que la inmensa mayoría de los hombres que pegan a su mujer han visto hacer lo mismo a su padre con su madre. También hay una correlación con la bebida y con el paro".Ahora Carmen vive sola con sus niñas y ha encontrado un trabajo en los autobuses escolares, como Gabriela, que está a su lado asintiendo a lo que dice, animándola. Gabriela no ha sufrido palizas. Su historia es tan clásica como un tango: una boda temprana, a los veinte, enamorada. Un marido que empieza a llegar tarde, muy tarde, que después desaparece durante una noche entera, durante una semana, durante quince días. Tres niñas, ahora de once años, ocho y seis. Y ese esperar horas y horas, sin dinero para comer, a que el hombre regrese, si es que vuelve: "Yo he pasado hambre, pero hambre". Sólo la pegó una vez, casi al final; la empujó, la tiró al suelo delante de las niñas: "Yo es que soy tonta, no lo entiendo, no entiendo cómo lo he aguantado tanto tiempo". Gabriela tiene 33 años, ha estado doce con él. "No se me ocurrió ponerme a trabajar, no sé, yo estaba como alelada, él me insultaba mucho, me decía tantas veces que yo era una inútil y una tonta que me lo creí, creí que yo no servía para nada, y me quería morir". Hasta que un día su marido se fue y no volvió más. Fue en el pasado mes de abril. Ahora Gabriela se ha cortado el pelo, se lo ha aclarado, lleva al cuello un pañuelo coquetón. Es alta y guapa, resplandece. Vive sola con sus hijas en un piso que cuesta 14.000 pesetas al mes, y su sueldo en los autobuses es de sólo 28.000: "Ahora tengo que encontrar un trabajo mas, para llegar a fin de mes. Con lo que gano sólo llego a la mitad". Y se ríe.

Rosario ha escuchado todo, callada y mustia. Se sienta en el filo de la silla, replegada sobre sí misma, y tironea de cuando en cuando de su raído abrigo, como si tuviera frío o como si quisiera ocultarse tras la tela. Es morena, la cara sin pintar, el pelo descuidado, aspecto de haber cumplido los cuarenta.

Como en una cárcel

-Tengo veinticinco años -dice, hablando atropelladamente, muy deprisa-. Me casé a los diecisiete y poco a poco te vas desengañando. Desde que me casé estoy internada en casa, como en una cárcel. Los domingos me siento en una silla, a la puerta... Mi marido es obrero. Siempre ha hecho lo que le ha dado la gana. Al principio yo trabajaba como mujer de la limpieza. Después vinieron los niños, ahora tienen siete y cinco años, y ya no salí. Pegar me pega mucho, sí. Al principio yo me acobardaba y corría por toda la casa así... (cruza los brazos sobre la cara, cubriéndosela). Ahora ya... Bebe, sí. Pero no me pega porque esté borracho, no, me pega porque tiene mala leche. Hoy estamos a miércoles, ¿verdad? Pues desde el lunes no me ha dejado para comer. El come por ahí, pero nosotros... Fui a mi pueblo, soy de cerca de Cuenca, y mis padres me echaron unas lentejas, algo de comer... De eso estamos viviendo. Yo no tengo valor, eso es lo que pasa. Y él es muy valiente, y, claro, yo me arrugo...

-Si te pega, él no es valiente ni es nada -interrumpe Carmen, furibunda.

-No, no, él es... Y yo me acobardo -insiste Remedios. -El lunes vino a casa a comer, aunque no nos había dejado dinero. Yo había hecho las lentejas con un poquito de patatas, con cebolla, con ajo, con laurel... (enumera los ingredientes contándolos con los dedos, con dolido mimo culinario). Se las serví y él tiró el plato al suelo. Si no las quieres no las tires, le dije... Entonces se vino hacia mí con el cucharón... Me da mucho miedo... Me salí a la ventana, para que no me pegara. Tengo los nervios desquiciados. Un día cogí un cuchillo de cocina que tengo así de grande, si me tocas te mato, le dije... Es con lo único con lo que me puedo defender.

Y sus hijos, que han crecido en la violencia, perpetuarán previsiblemente esta brutalidad social y enferma. Rosario tiene la nariz torcida en un claro escoramiento hacia la izquierda: "Es de los golpes". Ha puesto tres o cuatro denuncias por malos tratos, pero no ha vuelto a saber de ellas. Y mientras tanto siguen viviendo juntos, "qué le voy a hacer, qué remedio", durmiendo juntos en la misma cama. Porque también hay que sobrellevar las violaciones conyugales: "Yo a buenas me he deshecho por él, pero ahora le tengo odio, me da asco... Esta tarde se ha venido detrás de mí y a mí ahora me da miedo... ". Y Carmen, que escucha atenta y ojíabierta, asiente, corrobora: «"A mí me pasaba igual. Yo no podía decirle que no cuando él quería, tenía que ser por narices... Y eso de acabar y agarrarme del cuello... ".

-Me quiero separar, sí -continua. Rosario. -Pero lo único que puedo hacer es encontrar una casa en la que meterme interna, a servir, y mandar a los chicos también internos. Para ir a trabajar a Madrid hay que salir de Fuenlabrada a las siete de la mañana, y los chicos empiezan el colegio a las nueve. Y por aquí no hay manera de encontrar trabajo. Yo interna y los chicos internos. Además, me da miedo quedarme sola en casa, este hombre me da miedo. Ya me lo dicen mis padres: que se va a vengar de ti, hija, se va a vengar...

Clases sociales

Echa una ojeada a la hora, se balancea en el borde de la silla, carraspea: "Y ahora, si ustedes no me necesitan más, yo me tengo que ir, que son las siete y voy a ver si mi marido ha dejado algo de dinero para comprar la cena... Y si no, tengo.que ir a pedir prestado de la tienda". Se pone en pie; se le ha cerrado el rostro, está tensa y nerviosa. El hueco de su ausencia huele a miedo.

Y para aquellos que quieran consolar el escrúpulo pensando que estos usos bárbaros son hijos de la falta de cultura, de la pobreza de extrarradio, habrá que añadir que el maltrato a la mujer está extendido a todas las clases sociales.

-Sí, por desgracia estos casos abundan, y además en todo tipo de personas -dice Cristina Pabón-. Al despacho nos llegan clientas que tienen una profesión liberal, por ejemplo, a las que también pega el marido. Como ese caso de un matrimonio de médicos, los dos en activo: una vez él empezó a darle una paliza en mitad de la calle y la gente les rodeó. Entonces él se volvió hacia los mirones y les dijo: Es mi mujer. Y el círculo se deshizo y él la siguió pegando.

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