Tertulia en España
Las relaciones entre Arturo Rubinstein y España fueron constantes y sin más interrupción que los veinte años de ausencia de nuestra patria tras la guerra civil y la mundial. Además, calaron más hondo de lo que a primera vista -incluso a la lectura de sus Memorias- pueda parecer. Cuando estalla la guerra de 1914, el muchacho Rubinstein estaba ya entre nosotros y era tan asiduo de las tertulias de café como de las noches del Real. Pronto lo sería del mismo palacio de Oriente, hasta poder llamarse amigo de la familia real.En la formación de Rubinstein hay ya un antecedente español, cuando encuentra en Berlín al mallorquín Miquel Capllón, al que debería, según propia confesión, mucho más y más trascendente que a los maestros alemanes de la Escuela Superior de Música.
De mano de Ernesto de Quesada, el fundador de Conciertos Daniel y de la red de Culturales españolas, Rubinstein recorrió ciudades y capitales, tocó en teatros grandes y pequeños, en excelentes pianos de cola y en modestos verticales. En cierta ocasión -me lo recordaba la última vez que estuve con él en París-, después de un recital en una villa provinciana, el alcalde solicitó a la hora de los bises la pantomima de Las golondilnas. Como Rubinstein no pudiera acceder a tan pintoresca demanda, se excusó al final del concierto con el alcalde: "Verá usted; esa obra es inconveniente y dificil de tocar al piano". El alcalde, hombre comprensivo sin duda, le cortó con unos golpes en la espalda: "No se preocupe, muchacho. Es usted muy joven. Ya podrá llegar a tocarla".
El propio Alfonso XIII intervino para resolver a Rubinstein un problema de pasaporte, bastante complicado en época de guerra mundial; en alguna ocasión recordaba el pianista una frase del monarca que le causó gran impresión: "Le envidio a usted", dijo don Alfonso, "pues proporciona mayor felicidad ser concertista que rey".
La amistad de Rubinstein con Falla fue grande y duradera. Emocionaba oirle hablar simplemente de Manuel como quien se refiere a un amigo. A pesar de las dificultades que se toma en su ejecución, Rubinstein contribuyó a lanzar el nombre de Falla en el mundo con una sola página: la Danza del fuego. Después solicitó al gaditano una obra de mayor importancia especialmente concebida para el piano. Falla le dedicó la Fantasía bética, que el pianista tocó muy pocas veces, pues a sus públicos le atraían mucho más una Sevilla, de Albéniz, o la misma danza citada. De la amistad entre Falla y Rubinstein hay un testimonio máximo: la autorización, sólo para su uso, por parte del superexigente Falla para tocar la caprichosa adaptación de la Danza del fuego.
Seguir los pasos de Rubinstein en España merecería todo un libro, hecho, a partes iguales, de emoción y de pintoresquismo. Ahí está esa tan reproducida foto del pianista vestido de torero o la amistad con Pastora Imperio, de la que en su momento se dijo que estaba enamorado y hasta que llegó a existir el romance.
Comentándoselo al viejo Rubinstein en un café del paseo de Pereda santanderino, exclamó: "¡Qué va, bien lo hubiera querido!". Cuando inicia su primera gira por Latinoamérica (Estados Unidos tardó en reconocerle y aplaudirle), Pastora introduce a Rubinstein en los medios de comunicación y ambientes sociales imprescindibles para el lanzamiento de un joven pianista.
En fin, un chalé en Marbella acogería muchas horas de la vejez de Rubinstein; hasta que, tocado por la enfermedad, se queda en Ginebra, en donde, más que sorprender, le buscó con afán la muerte.
No había conceptos más contrastantes que el de la muerte y el de la desbordada vitalidad de Rubinstein. Tan impulsiva como la Iberia, de Albéniz; tan sensible y humana como las Noches en los jardines de España, de Falla.
Babelia
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