El escenario del terror
Hace un par de semanas, la revista Time informó, quizá un tanto provocativamente, en su artículo de portada acerca de los esfuerzos de los obispos católicos norteamericanos por formular una carta pastoral que tomase postura ante las implicaciones morales de la estrategia nuclear, los costes de la disuasión y la acumulación de arsenales atómicos. Al tiempo, los medios de comunicación han destacado la decisión del presidente Reagan de iniciar la producción de cien misiles MX, medida que desde hace tiempo venía suscitando críticas muy abundantes.No era necesario esperar a estos tres acontecimientos, aparentemente desconectados, para identificar como uno de los principales problemas de los años ochenta, si no el más importante, el de la rápida pulsación de los gastos de defensa y demás indicadores del poder militar frente al aletargamiento económico, el estancamiento de la producción, la expansión del desempleo y la erosión del nivel de vida en nuestras sociedades.
Aunque, en principio, todo el mundo suele mostrarse favorable al desarme -recubierto habitualmente de la retórica que se atribuye a las buenas causas para las que no se encuentra solución-, sólo recientemente han empezado a penetrar en la conciencia colectiva española las implicaciones últimas del estado de sobrearmamento mundial. Hay psicólogos que mantienen la tesis de que el número de personas que se preocupan seriamente de las consecuencias de la utilización posible de los modernos arsenales nucleares aumenta a un ritmo inferior al de la peligrosidad y destructividad con que crecen éstos.
Acosados por el paro, la crisis económica y la incertidumbre, sin asumir todavía a nivel popular la problemática de seguridad europea, los resultados de la desviación de recursos hacia los sectores militares de las economías no llegan a formar parte de las reflexiones diarias de nuestros conciudadanos ni tampoco de la actividad habitual de nuestra universidad, donde se emplea el tiempo en cuestiones más rodadas, aunque no siempre tan importantes.
Y, sin embargo, no hay sector económico o social alguno que absorba hoy -como el de la defensa- recursos por importe de 600.000.000.000 de dólares al año, es decir, a un ritmo de más de un millón de dólares por minuto. Tampoco son numerosos los sectores en los que se almacene un arsenal cuya capacidad destructora equivalga a más de tres toneladas de TNT por habitante del planeta. No abundan las líneas de producción en las cuales las decisiones de un pequeñísimo grupo de hombres, en Estados Unidos y en la URSS, afecten a las posibilidades de supervivencia de la humanidad entera. Y son bien escasas las manifestaciones del espíritu humano en búsqueda de un absoluto de seguridad, hoy inalcanzable, en las que se hayan incurrido en tantos y tan elevados costes en términos de sarigre, recursos y, paradójicamente, de la propia seguridad.
Aun sin guerra nuclear, los 65 conflictos armados registrados entre 1960 y 19132, esencialmente en el Tercer Mundo, han producido casi diez millones de muertos. Un comerc¡o activo de armas con perspectivas florecientes, y que es un componente cada vez más dinámico del intercambio internacional, se ocupa de asegurar la proliferación de los modernos aparatos de destrucción así como su penetración hasta en los más reconditos lugares del planelta. Hace veinte años, los gastos militares de los países en desarrollo sólo representaban un 4,5% del total mundial. Hoy llegan al 16% y el volumen de sus fuerzas armadas va aproximándose: a los dos tercios del global.
Las poblaciones de la opulenta Europa pueden olvidarse, y de hecho se olvidan, de lo que supone la militarización de las sociedades del mundo en desarrollo -y sutilmente, de las propias-. Ha generado, comparativamente, más atención el miniconflicto de las Malvinas que alguna de las guerras que han asolado regiones enteras gracias a la disponibilidad del sofisticado equipo bélico exportado por las democracias industriales occidentales o los países del "socialismo real".
Consecuencias de terror
El fracaso a nivel político de la segunda sesión especial sobre el desarme de las Naciones Unidas en este mismo año se ha visto en alguna manera paliado por la concienciación popular sobre las consecuencias de un eventual conflicto nuclear. Sólo desde la base de los movimientos populares puede, en efecto, hacerse presión sobre políticos, militares, industriales y burócratas para quienes la seguridad es, cada vez más, mera seguridad militar.
Y, como es notorio, las consecuencias son aterradoras: la bomba arrojada en 1945 sobre Hiroshima -una ciudad de 350.000 habitantes- tenía un poder explosivo equivalente a unas 15.000 toneladas de TNT, pesaba cinco toneladas y mató en el acto a una persona de cada cuatro, si bien en los cinco años siguientes el porcentaje de víctimas mortales se duplicó. Gracias al rápido avance tecnológico, una cabeza nuclear estratégica de nuestros días, por ejemplo las que utilizan los submarinos del tipo Poseidon, tiene una eficacia letal 150 veces superior a la de aquella arma, que ahora se nos antoja escandalosamente primitiva.
Según datos del dominio público, tales submarinos llevan dieciséis misiles, provistos cada uno de diez cabezas atómicas. Una sola cabeza cuenta con un poder explosivo que triplica al de la bomba de Hiroshima. Teóricamente, un submarino de tal clase podría alcanzar 160 blancos y duplicar en una sola salva la capacidad destructiva de todas las municiones utilizadas en la segunda guerra mundial. Y no hay que decir que un mero submarino representa tan sólo una fracción despreciable de la potencia nuclear de que disponen EEUU, la URSS, Inglaterra y Francia.
Los avances tecnológicos han sido extraordinarios en el campo de la miniaturización. Las armas nucleares se han hecho pequeñitas, pero sin que por ello mengüe su destructividad. Ya se contempla, por consiguiente, su utilización con fines tácticos. Las mayores -las estratégicas- cubren la distancia entre continentes en media hora. Los misiles de alcance intermedio -cuyo despliegue ha generado tantos quebraderos de cabeza- pueden hacer el trayecto entre la Europa occidental y Moscú, o viceversa, en seis u ocho minutos. En los años cincuenta, un bombardero estratégico hubiera necesitado más de tres horas para el mismo recorrido. Hoy tenemos, pues, una nueva situación en la que una reacción automática y demoledora contra un eventual ataque de preaviso mínimo no forma parte ya de los relatos de ciencia-ficción.
En los lejanos tiempos de la aceptación de la "destrucción mutua asegurada" (hace únicamente veinte o veinticinco años) la gente podía vivir tranquila. En nuestros días, los inmensos progresos en cuanto a potencial letal y precisión de tiro de las armas nucleares han hecho variar rápidamente las teorizaciones sobre su utilización. Se abren con ello inquietantes perspectivas.
Hace tiempo que se reconoció que las armas almacenadas en si los podían ser vulnerables si el adversario golpeaba primero: ello implicaba la necesidad de disponer de una capacidad de respuesta, aunque se mantuvieran arsenales capaces de destruir varias veces, muchas veces, a toda la humanidad. Después las teorías progresaron: el empleo de armas nucleares de forma gradual, cuidadosamente pensada, se ha integrado en una estrategia destinada a ganar la guerra. Si a ello se añade el deseo de las superpotencias de mantener a todo trance una imposible superioridad nuclear sobre la otra y la peligrosa tesis de que una destrucción mutua puede ser evitable, los ciudadanos de esta Europa opulenta quizá tengamos buenas oportunidades en los años próximos para desayunamos con sobresaltos.
Es cierto, en verdad, que nuestra situación, por ahora, es bastante más envidiable que la de esos 52 países dominados por dictaduras militares, de entre las cuales treinta practican las formas más extremas de represión. Son sociedades militarizadas sobre las que se proyectan las implicaciones del conflicto Este-Oeste y en donde, en una auténtica burla sangrienta (Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala, etcétera), el poder militar se identifica con el político, persigue al enemigo interior y aterroriza al pueblo, ese mismo pueblo que se pretende proteger contra la "conspiración comunista universal".
Afortunadamente, la campaña en favor del desarme va registrando todos los días nuevos adeptos y quizá sea cada vez más amplio el grupo de personas dispuestas a hacer buena una de las poesías de Brecht (Was nützt die Güte): "En vez de ser bondadosos, preocupaos por crear una situación que posibilite la bondad y, más aún, que la haga innecesaria (...); en vez de ser sólo razonables, preocupaos por crear una situación que convierta la sinrazón en un mal negocio".
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